40 ejercicios de neurociencia para vencer el estrés. Néstor Braidot

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40 ejercicios de neurociencia para vencer el estrés - Néstor Braidot


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en juego.

      Por tanto, enfermedad puede sintetizarse como la carencia de armonía sistémica del organismo.

      Los romanos tomaron esas pautas y sostuvieron el mismo concepto.

      Para 1867 el entorno empezó a incidir en esa idea de armonía.

      Sin descuidar el balance interior, se empezó a hacer hincapié en que una de las condiciones clave de un organismo reside en el modo en que interactúa con su ambiente.

      Es el hábitat y en sus congéneres donde se encuentran otras influencias que pueden afectar ese concepto de armonía.

      Con esta inclusión, el estado de salud responde entonces a un equilibrio del propio organismo y de su vínculo con el ambiente en el que está inmerso.

      De esto se desprende un punto clave: la capacidad de adaptación y la flexibilidad ante los cambios es una condición determinante para acceder a la armonía propuesta por Hipócrates.

      La maleabilidad del sujeto construye su capacidad de supervivencia. La incapacidad de lograrlo, o la sumisión a esa condición de cambio permanente es lo que se conoce hoy como “estrés”.

      La palabra tiene origen en el término latín stringere que se traduce como “apretar”.

      La castellanización ha llegado tiempo después de que se popularizara el uso del término stress, proveniente del inglés, palabra que significa “cansancio del material”.

      El término se usó por primera vez durante el siglo XIV, escrito de muy diferentes formas: straisse, stresse, strest, stress...

      El teórico, fisiólogo, médico y biólogo francés Claude Bernard parece haber sido el primer científico de la modernidad que trabajó sobre el reconocimiento de las consecuencias que produce la carencia de armonía expresada por griegos y romanos.

      Obtuvo las primeras conclusiones respecto de lo que sucede a un organismo cuando se lo somete al estrés.

      Walter Canon, norteamericano, brillante estudiante de Harvard y destacado por sus estudios sobre el aparato digestivo, hizo un relevante aporte a la teoría del estrés.

      En 1922 se interesó en el sistema simpático en virtud a las reacciones que producía ante situaciones de cambio.

      En The Wisdom of the Body (New York, 1932) explicó los mecanismos que el organismo pone en juego para retomar la situación de equilibrio (en términos de hoy, para salir del estrés).

      El equilibrio físico-químico esencial fue denominado por Canon como homeóstasis (del griego homoios, “similar”, y statis, “posición”).

      Años después, en 1939, adoptó el término stress como el síndrome que puede afectar el equilibrio homeostático.

      Hizo hincapié en la estimulación del sistema nervioso y de la acción de la adrenalina que se producen cuando existen eventos registrados por el organismo como amenaza.

      Y explicó las modificaciones cardiovasculares que se observan cuando el sujeto se prepara para afrontar aquello que lo ataca (real o ideal).

      Así, se aplica a la reacción fisiológica del organismo en el que se comprometen distintos mecanismos de defensa del cuerpo para enfrentar una situación determinada que se percibe como atemorizante, de peligro o de demanda de energía aumentada.

      El primer antecedente de uso científico llegó de la mano de Hans Seyle, médico y fisiólogo austrohúngaro, naturalizado canadiense, hijo del brillante académico húngaro János Selye.

      Hans se destacó como director del Instituto de Medicina y Cirugía Experimental de la Universidad de Montreal donde, en la década del ‘30, realizó observaciones sobre la población de pacientes a su cargo.

      Estos estudios le permitieron encontrar una serie de síntomas comunes, independientes de sus patologías de base. Seyle identificó cuestiones como cansancio, pérdida de apetito, descenso de peso o astenia.

      El especialista englobó este grupo de síntomas como “síndrome de estar enfermo”.

      Solía definir el estrés, avanzados sus estudios, como “la respuesta no específica del organismo a toda demanda que se le haga”.

      Su camino hasta este concepto culminó luego de descubrir una hormona sexual que, aplicada sobre animales, le permitió percibir cambios independientes unos de otros, pero que, más allá de lo que se hiciera, toda sustancia tóxica producía idéntica respuesta.

      Acciones tan irrelevantes como el calor, el frío, un golpe, un tropiezo, un susto o un encuentro inesperado producían un cúmulo de respuestas siempre similares.

      Aún cuando aquello que lo desencadenaba no tenía nada en común.

      Para 1950 decidió nomenclar a este grupo de reacciones repetidas como “estresores”.

      Retomemos la primera definición de estrés de la historia que se mencionara en líneas previas (“la respuesta no específica a toda demanda que se le haga”).

      Es posible hacer una serie de especificaciones que permitan encuadrar esa misma idea en lo que hoy se conoce como estrés.

      Ante todo, se trata de una cuestión de estímulo/respuesta. El estrés es la fuerza que se crea ante un estímulo determinado previendo una respuesta adecuada para él.

      El estímulo puede provenir del interior (las propias ideas que el sujeto se forma, como el temor a la oscuridad) o del ambiente (cuestiones concretas, como dar un examen o jugar un partido de tenis).

      Esa fuerza se produce de manera psicológica o fisiológica. El individuo tiene reacciones en su físico y en sus sensaciones. Por ejemplo, suda y se asusta.

      No obstante, este binomio estímulo/respuesta no es necesariamente dañino.

      Como se vio, en muchas ocasiones es indispensable que se produzca para sobrevivir (tener miedo al fuego salva de ser quemado).

      El problema del estrés tal como se lo concibe hoy se vincula con la respuesta propia de cada individuo. Es decir, con la fuerza que desencadena en función a su propio y particular modo de reaccionar.

      Así, el pánico a perder un partido no es un modo saludable de atravesar la experiencia de jugar. Distinto es tener voluntad de ganar o cierto miedo a perder.

      La diferencia entre ambos estados es aquello que convierte a la fuerza generada a partir del estímulo (estrés) adecuado o enfermante.

      Científicamente se puede decir, entonces, que cualquier demanda de fuerza para responder a un estímulo de todo tipo (psicológico, físico, propio, ajeno, amable o desagradable) implica cambios hormonales identificables en el cuerpo.

      Si estas modificaciones se producen de manera armónica, en tamaño adecuado al suceso que enfrentan, se habla de estrés o eutrés. Un estrés bueno. Las “ganas de ganar”. Un paso saludable de flexibilidad y adaptación.

      Si, en cambio, esa fuerza genera una desarmonía en los cambios del organismo, supone una reacción magnificada frente al estímulo.

      O si éste se produce de manera permanente, de forma intensa o abrumadora, aún cuando sean buenas experiencias (una interminable sucesión de partidos a disputar con presión por ganarlos), mina la capacidad adaptativa del organismo.

      Ese límite es el estrés negativo o distrés que, de sostenerse su aparición en el tiempo, afecta física y psíquicamente.

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