Betty. Tiffany McDaniel

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Betty - Tiffany McDaniel


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para llevarnos al cielo y que no nos perdamos. Cuando vas a un sitio donde no has estado nunca, es muy fácil perderse.

      Mantengo el oído pegado a su pecho escuchando los latidos regulares.

      —¿Papá? —pregunto—. ¿Todo el mundo tiene el corazón de cristal?

      —No. —Él da una calada al cigarrillo—. Solo tú y yo, Pequeña India. Solo tú y yo.

      Me dice que me recueste y que me tape los oídos. Con el cigarrillo colgando de la comisura de la boca, levanta la escopeta y dispara.

PRIMERA PARTE

      1

      Allí será el llanto y el rechinar de dientes.

      Mateo 8, 12

      Una niña se hace mujer a punta de cuchillo. Debe aprender a soportar su filo. A que le corten. A sangrar. A cicatrizar y al mismo tiempo, de alguna forma, estar guapa y tener buenas rodillas para fregar el suelo de la cocina con la esponja cada sábado. O te pierdes o te encuentran. Estas verdades pueden discutirse hasta el infinito. ¿Y qué es el infinito sino un juramento confuso? Un círculo agrietado. Un espacio de cielo fucsia. Si lo bajamos a la tierra, el infinito es una serie de colinas onduladas. Una campiña de Ohio donde todas las serpientes que reptan entre la hierba alta saben que los ángeles pierden sus alas.

      Recuerdo el profundo amor y la devoción tanto como la violencia. Cuando cierro los ojos, veo el trébol color lima que crecía alrededor de nuestro granero en primavera mientras los perros salvajes nos hacían perder la paciencia y la ternura. Los tiempos cambian, de modo que le ponemos al tiempo otro nombre bonito hasta que sea más fácil de llevar mientras seguimos recordando de dónde venimos. En mi caso, vengo de una familia de ocho hijos. Más de uno de nosotros moriría en los laureados años de juventud. Había personas que culpaban a Dios por haberles quitado muy pocos. Otros acusaban al diablo de haberles dejado muchos. Entre Dios y el diablo, nuestro árbol familiar creció con raíces podridas, ramas quebradas y hongos en las hojas.

      —Crece amargado y torcido —decía papá del gran roble de nuestro jardín— porque desconfía de la luz.

      Mi padre nació el 7 de abril de 1909 en un campo de sorgo situado a sotavento de un matadero. Por ese motivo, el aire olía a sangre y muerte. Me imagino que todos lo consideraron fruto de ambas cosas.

      —Habrá que mojar a mi niño en el río —dijo su madre mientras él estiraba sus deditos.

      Mi padre descendía de los cheroquis por parte materna y paterna. Cuando yo era niña, creía que ser cheroqui significaba estar atado a la luna, como si un rayo de luz se desenredase de ella.

      —Tsa-la-gi. A-nv-da-di-s-di.

      Si nos remontábamos varias generaciones en nuestra genealogía, pertenecíamos a la tribu Aniwodi. Los miembros de esa tribu cheroqui se encargaban de elaborar una pintura roja especial que se usaba en ceremonias sagradas y en tiempos de guerra.

      —Nuestra tribu era la de los creadores —me decía mi padre—. Y también de los maestros. Hablaban de la vida y la muerte, del fuego sagrado que lo ilumina todo. Nuestro pueblo es guardián de ese conocimiento. Acuérdate, Betty. Y acuérdate también de cómo se hace la pintura roja y de hablar del fuego sagrado.

      La tribu Aniwodi también era famosa por sus sanadores y curanderos, aquellos que se decía que habían «pintado» su medicina en los enfermos. Mi padre, a su manera, continuaría con esa tradición.

      —Tu papá es un curandero —se burlaban de mí en el colegio agitándome plumas en la cara.

      Creían que con eso querría menos a mi padre, pero lo quería aún más.

      —Tsa-la-gi. A-nv-da-di-s-di.

      Durante toda mi infancia, mi padre nos habló de nuestros antepasados y se aseguró de que no los olvidábamos.

      —Nuestra tierra antes era así —decía, estirando las manos a cada lado mientras nos hablaba del territorio oriental que había pertenecido a los cheroquis antes de que los expulsasen a la fuerza a Oklahoma.

      Los cheroquis que evitaron tener que ir a esa tierra extraña llamada Oklahoma lo consiguieron escondiéndose en el monte. Pero les dijeron que, si querían quedarse, tendrían que adoptar las costumbres de los colonos blancos. Las autoridades habían decretado que había que «civilizar» a los cheroquis o sacarlos de su hogar. No les quedó más remedio que hablar el inglés del hombre blanco y convertirse a su religión. Les dijeron que Jesús también había muerto por ellos.

      Antes de la llegada del cristianismo, los cheroquis se preciaban de ser una sociedad matriarcal y matrilineal. Las mujeres eran las cabezas de familia, pero el cristianismo situó a los hombres en lo alto. Debido a esa conversión, las mujeres cheroquis fueron desplazadas de la tierra que una vez había sido suya y que habían trabajado. Les dieron delantales y las metieron en la cocina, donde supuestamente estaba su sitio. A los hombres cheroquis, que siempre habían sido cazadores, les dijeron que cultivasen la tierra. El estilo de vida cheroqui tradicional fue erradicado, junto con los roles de género que habían permitido a las mujeres tener una participación igualitaria a la de los hombres en la sociedad.

      Entre la rueca y el arado, hubo cheroquis que lucharon para mantener su cultura, pero las tradiciones se diluyeron. Mi padre hizo todo lo posible por evitar que nuestra sangre se aguase honrando la sabiduría que le había sido transmitida, como la forma de hacer una cuchara con una hoja y un tallo de calabaza o cómo saber cuándo es el momento idóneo de plantar maíz.

      —Cuando la flor del grosellero silvestre ha brotado —decía—, porque el grosellero silvestre es el primero que abre los ojos después de la siesta del invierno y dice: «La tierra ya está caliente». La naturaleza nos habla. Solo tenemos que acordarnos de cómo escucharla.

      Mi padre tenía alma de otra época. Una época en que la tierra estaba habitada por tribus que la escuchaban y la respetaban. Ese respeto creció dentro de él hasta que se convirtió en el hombre más maravilloso que he conocido en mi vida. Yo lo quería por eso, pero también por otras cosas, como la costumbre de plantar violetas y olvidarse de que eran moradas. Lo quería por el hábito que tenía de cortarse el pelo como un gorro torcido cada Cuatro de Julio y lo quería por la forma en que nos acercaba una linterna cuando estábamos enfermos y tosíamos.

      —¿Ves los gérmenes? —preguntaba, enfocando el aire entre nosotros con el rayo de luz—. Están todos tocando el violín. Tu tos es su canción.

      Gracias a sus historias, yo bailaba el vals sobre el sol sin quemarme los pies.

      Mi padre estaba destinado a ser padre. Y a pesar de los problemas que hubo entre él y mi madre, también estaba destinado a ser marido. Mis padres se conocieron en un cementerio de Joyjug, Ohio, un día regalado a las nubes. Papá no llevaba camisa. Se había hecho con ella una bolsa que sujetaba en la mano. Dentro había unas setas que parecían trocitos de pulmón de fumador. Mientras buscaba más hongos en la zona, la vio. Estaba sentada sobre una colcha. Se notaba que la colcha la había confeccionado una chica que todavía estaba aprendiendo. Los puntos estaban separados a intervalos irregulares. Las piezas de tela estaban mal cortadas y eran de dos tonos distintos de color crema. En el centro de la colcha, había un gran árbol superpuesto hecho con retales de percal desparejados. Ella estaba sentada sobre ese árbol comiendo una manzana de cara a la lápida de un soldado desconocido de la Guerra Civil.

      Qué chica más peculiar, pensó papá, sentada en un cementerio masticando una manzana con tanta muerte debajo de ella.

      —Disculpe, señorita. ¿Ha visto alguna de estas por aquí?

      Abrió la bolsa hecha con su camisa. Ella miró fugazmente las setas antes de alzar la vista al rostro de él y negar con la cabeza.

      —¿Ha probado estas setas, señorita? —preguntó—. Fritas con mantequilla están riquísimas.

      Como ella no respondió nada, él comentó que era una chica de muchas palabras.


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