Betty. Tiffany McDaniel

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Betty - Tiffany McDaniel


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a menudo en el sofá de abajo debido a la cháchara de Lint. Las infusiones ya no le calmaban los nervios, de modo que papá pasó al café.

      —No puedo d-d-dormir —decía Lint—. Los d-d-demonios.

      —No puedes dormir —le explicaba papá— porque cuando naciste te lavé los ojos con un agua en la que había puesto una pluma de petirrojo en remojo tres días. Quería que fueses madrugador, pero dejé la pluma remojándose demasiado tiempo. Ahora quieres madrugar tanto que ni te acuestas. No hay demonios, hijo.

      Aun así, Lint gritaba y buscaba a papá.

      —¿Papá? —preguntaba Lint—. ¿Siempre s-s-serás mi papá?

      —Claro —respondía papá asintiendo con la cabeza.

      —¿Y mamá siempre será mi m-m-mamá?

      —Siempre.

      —No quiero c-c-crecer. No quiero estar s-s-solo. —Lint se agarraba fuerte a papá—. Quiero estar con mamá y papá s-s-siempre.

      Teníamos problemas para entender a Lint. Podía estar contento y, un momento después, parecía que una sombra hubiese cruzado su rostro. Papá decía que era algo que ninguno de nosotros podía entender, pero que todos teníamos que intentarlo.

      —Él no tiene la culpa de gritar ni de decir cosas un pelín raras —nos dijo papá—. Le entra polvo en las orejas y al pobre se le arma un barullo en la cabeza. Un barullo que nosotros no entendemos porque no tenemos que padecerlo como él. Pero sigue siendo vuestro hermano pequeño. Sus pies siguen corriendo adonde estamos nosotros. Es su mente la que corre a otra parte. Tenemos que respetarlo. Tenemos que entender que las cosas que hacemos y decimos le afectan.

      —Papá tiene razón —asintió Fraya.

      —Tenemos que ser una familia para Lint —continuó papá—. No quiero que ninguno de vosotros lo dejéis solo. No superará lo que se ha apoderado de él si no le dedicáis tiempo. Si se queda solo, el silencio alimentará sus demonios.

      De modo que no dejábamos solo a Lint y lo llevábamos con nosotros a sitios como el río.

      —El i-i-infierno —decía él, señalando con el dedo la parte honda.

      Así pues, se sentaba en la orilla y salpicaba con sus piececitos.

      Le gustaba ver a Trustin zambullirse, de modo que Trustin trepaba a un árbol, se subía a una rama y le decía:

      —Mírame, Lint. Mírame.

      Lint siempre aplaudía cuando Trustin se ponía a cacarear como un gallo antes de mirar al agua entornando los ojos. Aunque Trustin solo tenía cinco años en aquel entonces, nunca se ponía tan serio como cuando estaba a punto de tirarse al agua. La rama botaba ligeramente bajo su peso en el momento en que se impulsaba en el aire. Las piernas totalmente juntas. Los dedos de los pies de punta como si nunca hubiese tenido los pies planos. El cuerpo formando una línea recta, dirigido por los brazos y las manos pegadas como si rezase al entrar en el agua.

      Luego salía a la orilla, donde sacudía su largo cabello moreno como un perro. Los flecos de los vaqueros cortados se le pegaban a los estrechos muslos cuando avanzaba pavoneándose por la ribera, y la arena se le metía entre los dedos de los pies.

      —Hala, qué pedazo de salto —se felicitaba a sí mismo—. ¿Lo habéis visto?

      —Bah. —Flossie se encogía de hombros—. Los he visto mejores.

      —Ha estado bien, Trustin —se apresuraba a decir Fraya.

      —Salpica más —siempre le pedía Lint—. Salpica más, Trustin.

      Trustin volvía a trepar al árbol y esta vez se lanzaba en bomba. Pero incluso esas zambullidas eran auténticas obras de arte. Se abrazaba con cuidado las piernas mientras el sol asomaba sobre la curvatura de su columna vertebral. Desde la orilla, Lint aplaudía y reía cada vez que el agua le salpicaba.

      Trustin repetía la operación una y otra vez. Salía del río, trepaba al árbol con los pies mojados, y cada vez decía:

      —Este será mi mejor salto. Ya veréis.

      —Sí. —Lint graznaba como un pato desde la orilla—. Salpica m-m-mucho.

      Una tarde especialmente soleada, mientras Lint lo animaba, Trustin trepó más alto que nunca. Cuando estaba a punto de cacarear como un gallo, un pie mojado le resbaló.

      Sus zambullidas siempre habían sido caídas perfectamente planificadas. Pero cuando se precipitó por los aires, el arte de esos saltos se modificó rápidamente. Agitó los brazos al mismo tiempo que sacudía las piernas en el aire y retorció el cuerpo justo antes de caer en tierra firme.

      Mis hermanas y yo salimos corriendo del agua. Lint se puso a rezar en la orilla para que a Trustin no le hubiese pasado nada.

      —¿Te encuentras bien? —preguntó Fraya a Trustin por encima de él.

      Mi hermana estaba sin aliento. Yo no sabía si era de nadar rápido o de ver cómo Trustin yacía boca abajo.

      —¿Estás muerto?

      Flossie le dio un puntapié.

      —Para, Flossie. —Fraya le dio un manotazo en el brazo—. ¿Trustin? —Se volvió de nuevo hacia él—. ¿Puedes oírnos?

      Él se dio la vuelta y contempló las nubes que flotaban por encima de nuestras cabezas.

      —Solo te has quedado sin aire, ¿verdad?

      Fraya le ayudó a incorporarse.

      —¿No vas a decir nada? —le pregunté—. ¿También te has quedado sin voz?

      Él alzó la vista al árbol del que había caído como si fuese muy alto.

      —Bueno —dijo.

      Pensábamos que diría algo más, pero nos equivocábamos porque se levantó y echó a andar en dirección a casa.

      Lo curioso es que Trustin no había gritado al caer. Cuando se lo explicamos a papá esa noche, dijo que se alegraba de que nosotros hubiésemos estado presentes.

      —Un niño que se cae sin hacer ni un ruido —dijo papá— necesita a alguien que grite por él.

      8

      Perros mudos, incapaces de ladrar; vigías perezosos con ganas de dormir.

      Isaías 56, 10

      Pasaba tardes enteras en las colinas metiéndome en cuevas y besando sus frías paredes. Salpicaba el agua marrón de las charcas y me columpiaba en las parras hasta que me mareaba tanto que me dispersaba como un rayo de luz. Entre tanto, Flossie planeaba el secuestro de Corncob Diamondback.

      A Flossie le encantaban las películas. El cine y el autocine eran sus sitios favoritos del mundo. Durante la película, copiaba los gestos y las expresiones faciales de sus ídolos. Se obsesionó con las revistas de estrellas de la gran pantalla y sus fotografías a todo color de actrices recostadas en sofás.

      —Todos viven en Hollywood, Betty —me decía mientras hojeaba las revistas delante de mi cara—. Yo nací en California por un motivo. Estoy destinada a vivir allí. No en un poblacho como Breathed. Necesito neones y terciopelo blanco.

      Flossie creía que si secuestraba a Corncob podría comprarse un billete de autobús con el dinero del secuestro. Eligió a Corncob por un motivo. Era el perro de Americus Diamondback. Flossie se enteró de que Americus había venido de Nueva York en los años treinta. Llevaba perpetuamente un traje de tres piezas blanco con un reloj Cottle en el bolsillo. Siempre tenía un puro y lucía un sombrero flexible decorado con las plumas de un faisán dorado. Portaba el New York Times bajo el brazo y lo leía a diario en un banco enfrente de la barbería.

      Flossie sabía que Americus llevaba todos los días el mismo traje de espiga y que estaba roto y raído, pero le daba igual. También le daba igual


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