Siete caras de la Transición. Juan Antonio Tirado

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Siete caras de la Transición - Juan Antonio Tirado


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director de Arriba entre 1957 y 1960, y hasta 1970 secretario general de la prensa del Movimiento. Juan Luis se estrenó como redactor en Pueblo, el diario de los Sindicatos Verticales, que dirigía Emilio Romero. No tardó en ser nombrado subdirector. De ahí pasó al Informaciones de Jesús de la Serna, también como subdirector. En 1974, bajo la presidencia de Carlos Arias Navarro, ocupó durante ocho meses la dirección de los servicios informativos de TVE. Así despedía Cebrián a Franco en Informaciones el 22 de noviembre en el artículo titulado La mano que nos tiende Europa:

      Acercarse a las colas interminables que conducen al último adiós a Franco, entre el frío de la aurora o el del ocaso, contemplar ese pueblo bien trajeado, silencioso y prudente desfilando con orden por las calles vacías de coches evoca sin remedio en este Madrid contaminado y bullicioso a un país nórdico europeo. ¿Dónde está la ingobernabilidad de estos hombres? ¿Dónde la incapacidad de convivencia y respeto mutuos? No ha sido necesario ser franquista, en la muy definida y tradicional acepción del término, para sumarse al luto nacional por la pérdida del Jefe del Estado. Este Madrid en duelo nos recordaba más a París o a Estocolmo que al Buenos Aires que lloró histéricamente a Perón.

      Unos días después, el 29 de noviembre, Cebrián profundiza en esa línea argumental y compara a Franco con De Gaulle:

      El franquismo no ha sido una ideología, diga lo que diga mi amigo Amando de Miguel, sino una situación. No una teoría, sino una praxis. Nada malo –ni bueno– significa eso en principio. Al gaullismo le pasaba algo semejante, desaparecida la figura histórica desaparece también inevitablemente el esquema mismo.

      Si en periódicos normalizados de la «situación» se despide a Franco con metáforas altisonantes no habremos de extrañarnos del tratamiento que se da al asunto en el diario El Alcázar, propiedad desde 1975 de la Confederación Nacional de Excombatientes, que preside José Antonio Girón de Velasco. Tras la muerte del general Franco, El Alcázar se convierte en el órgano de expresión del llamado búnker: civiles y militares franquistas contrarios a la Transición. Curiosamente, entre 1966 y 1968 El Alcázar había sido un periódico liberal, en la amplitud que cabe dar a ese vocablo en el franquismo: un diario con una inclinación aperturista. En la ceremonia de los adioses de este periódico, que a la muerte del Generalísimo ya no era liberal, nos quedamos con un párrafo de Alfonso Paso, autor hoy bastante olvidado, pero que entonces era un comediógrafo que llenaba los teatros. Entre los sesenta y los setenta hubo ocasiones en que se representaron hasta cuatro obras de Paso en otros tantos escenarios madrileños. Paso era yerno del genial Enrique Jardiel Poncela. La maledicencia cuenta que Paso entró a saco en los muy abundantes papeles que dejó Jardiel a su temprana muerte a los 51 años. De Alfonso Paso se cuentan muchas maldades. Dice Marcos Ordóñez en su libro Ronda del Gijón[8] que en los años en que los actores, pintores o escritores que acudían a diario al café suspiraban por cualquier vianda, Alfonso Paso ocupaba una mesa central del Gijón y cuando veía pasar a alguno de aquellos artistas hambrientos agarraba una cigala, como quien coge unas tenazas, y hacía ostentación del manjar para desaliento de las tripas del menesteroso. La verdad es que el prolífico comediógrafo lució siempre una espléndida redondez y una cara sonrosada, con un puro ostentoso como marca de la casa. De esta manera escribió Paso sobre Franco en su columna diaria de El Alcázar:

      Todos los que nos observáis desde el extranjero, desde las cómodas tribunas de una democracia que no encubre sino corrupción y degenerado vendimiento al marxismo internacional no veréis las cosas como nosotros. Nunca veréis a un pueblo velar el cadáver de su jefe de Estado con la unción, el respeto y el amor con que todos los españoles velamos a Francisco Franco… Suecos, noruegos, daneses, italianos, alemanes, franceses… vosotros, godos de Europa, esto no lo comprenderéis nunca.

      La España de 1975 tenía un complejo frente a Europa que se refleja en todas estas citas y en muchas otras que podrían venir a colación. El franquismo había aislado a nuestro país durante casi cuarenta años y, ahora, en esa isla de fobias a lo extranjero, muerto el padre dictador se abría un periodo de incertidumbre. Como me contaba Víctor Márquez Reviriego, octogenario, maestro en los periódicos, pluma de largo alcance analítico e ingenioso de la que no salió una frase bañada en incienso para el general, en ese momento la mayoría de la gente se temía lo peor, la vuelta a viejas querencias cainitas o el mantenimiento férreo de la dictadura sin dictador. No había mucho sitio para la esperanza. Muerto Franco, las instituciones eran el latiguillo oficial. O sea, muerto Franco, Franco con otro rostro. Pero eso no se lo creían ni los ultras de la pura cepa, era obvio que algo tenía que ocurrir, que en ese cruce de caminos de la historia había que tomar alguna dirección, cualquier cosa menos quedarse en el sitio.

      De la soledad internacional de la España franquista es muestra la menguada representación de mandatarios extranjeros en el entierro del Caudillo. En Madrid estuvieron Rainiero de Mónaco, Imelda Marcos, esposa del dictador filipino, el vicepresidente de los Estados Unidos, Nelson Rockefeller, el autócrata Hussein, rey de Jordania, y el presidente de la república de Chile, Augusto Pinochet, tocado con una llamativa y muy comentada capa gris. El panorama que se le abría al Rey, cumplidas las previsiones sucesorias (uno de los tópicos eufemismos del régimen para eludir la condición mortal de Franco) era desangelado y más bien oscuro, por otra parte él no levantaba demasiadas expectativas en ninguna de las dos Españas rimadas por Machado. El tiempo, en aquella encrucijada histórica, apremiaba y don Juan Carlos lo sabía. Aunque entonces la mayoría lo ignoraba, el Rey planeaba meter al país en caminos que a la postre confluyeran con los de Europa. En ese afán, la suerte le sonrió al morir Franco el 20 de noviembre. Si se hubiera demorado la defunción unos días, a don Juan Carlos se le hubiera planteado un serio problema, pues el 25 se cumplía el mandato de Alejandro Rodríguez de Valcárcel, presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, que se hubiera prorrogado automáticamente por cinco años. Valcárcel era un hombre de ademán y verbo impostados y antiguos y de muy probada fidelidad franquista. Fue él quien tomó el juramento de los principios del Movimiento al Rey, declamando aquella frase altisonante de: «Señores procuradores, señores consejeros… desde la emoción en el recuerdo a Franco, ¡viva el Rey! ¡Viva España!». Basta ver hoy esas imágenes, a golpe de Google, para comprobar hasta qué punto intimidan. Incluso los ojos humedecidos del Rey, y su semblante muy serio, parecerían probar que a él también le impresionaba la escenografía, si bien hay que suponer que ya estaba suficientemente impresionado por todo lo que se le venía encima. Por mi parte, apunto que en las muchas imágenes vistas durante los meses de preparación de este libro me han sobrecogido a menudo aquellos ministros, aquellos políticos hieráticos y de una seriedad como embalsamada.

      El Rey aprovechó la circunstancia de la muerte al límite, pero a tiempo, de Franco para agradecer los servicios prestados a Valcárcel y comenzar las maniobras para nombrar a su sucesor. Don Juan Carlos sabía a quien quería, pero no era fácil la operación. La llave estaba en el Consejo del Reino, que debía ofrecer una terna para que el monarca nombrara al presidente de las Cortes, que lo era también del propio Consejo (un órgano que asesoraba al jefe del Estado en su toma de decisiones). El Consejo del Reino era el que presentaba las ternas, piedra angular de la democracia orgánica. Con Franco, no tenía mayor trascendencia pues él lo cocinaba todo a su gusto; pero el Rey, pese a ser su sucesor, no tenía todos los poderes del general ni mucho menos su carisma, así que tendría que aceptar la terna salida del Consejo del Reino, que estaba integrado por los elementos más carcas de la vida eclesiástica, militar, jurídica y civil del franquismo.

      La intención de don Juan Carlos era colocar al frente de las Cortes y del Consejo del Reino a su preceptor desde 1960, Torcuato Fernández-Miranda, un catedrático de largo aliento académico y un político que había sido secretario general del Movimiento, vicepresidente del Gobierno con Carrero Blanco y presidente provisional tras el asesinato de este. Pese a su trayectoria, Torcuato no era querido por ninguna de las familias del régimen, el mismo Franco había declinado nombrarle presidente tras la muerte de Carrero, reconociendo que era un buen político, pero que no se fiaba de él. Desde luego, los miembros del Consejo del Reino no querían verlo ni en dibujo, de modo que los intentos del Rey porque fuera en la terna se estrellaban con la intención clara de los consejeros de no incluirlo. Como quiera que el monarca estaba convencido de que Fernández-Miranda era fundamental para poner en marcha


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