Universales. Étienne Balibar

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Universales - Étienne Balibar


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de cierta manera— de las relaciones entre política de emancipación (o como igualmente se puede decir, con ciertas precauciones, “política de los derechos del hombre”) y comunidad política. Vasto programa, dirán ustedes, pero no pretendo más que dibujarlo esquemáticamente.

      La tesis que yo había creído poder adelantar, concernían a la relación paradójica del racismo y del universalismo en la época moderna. Efectivamente, muchos historiadores y analistas concuerdan en considerar que, en sus diversas variantes —racismo biológico basado en el mito de una desigualdad de razas humanas y, en primer lugar, de una distribución de la especie humana en “razas” distintas, racismo cultural basado en la transformación de las tradiciones lingüísticas o religiosas en antagonismos hereditarios, como en el caso del antisemitismo—, el racismo es un fenómeno esencialmente moderno. Sin embargo, esencialmente me importaba distinguir de una determinación intrínseca del universalismo por el racismo, y recíprocamente, una simple utilización social y política del universalismo por un sistema de dominación que se lo apropia, en cierto modo, en forma “privada” (como se ha podido ver especialmente en la historia de la colonización europea y, en general, del eurocentrismo o del occidentalocentrismo provocado por la colonización).

      A este respecto, mostré que las representaciones de una jerarquía de razas o de culturas humanas constituyen un aspecto privilegiado del proceso por el cual las naciones se representan su propia “elección”, es decir, la misión de la cual se sienten investidas para salvar, gobernar, o liberar al mundo del mal que lo abruma. Y mostré, en sentido inverso, después de Michèle Duchet y también de los teóricos de la Escuela de Frankfurt, que la representación de un progreso de la especie humana hacia el conocimiento y la democracia es inseparable de la identificación de “valores” (por ejemplo, los valores individualistas, o aquel de la racionalidad) según los cuales, a su vez, los grupos humanos están jerarquizados y virtualmente discriminados de acuerdo con la mayor o menor capacidad que demuestran para adoptarlos por cuenta propia10. En otros términos, me preguntaba sobre la posibilidad de identificar lo que haría la esencia del hombre, o el telos (el “fin”) de la especie humana, sin plantear tipos de perfección y de imperfección (el “sobrehumano”, el “infrahumano”, el civilizado y el bárbaro), sin instituir “fronteras de lo humano”, externas y sobre todo interiores. Pero, ante todo, sin ignorar las condiciones objetivas, históricas, en las cuales se cristaliza tal formación ideológica (y que, con Wallerstein, se podría relacionar con la constitución de la economía-mundo capitalista y de su propia “concepción del mundo”), traté de identificar las raíces subjetivas. Y creí que podía relacionarlas con lo que yo llamaba un deseo de saber inseparable del “ser en el mundo” de los individuos y de las colectividades, que los conduce a imaginar su propia identidad, o su propio “lugar” en la multiplicidad de la especie humana, de manera fija, unívoca; es decir, mediante una clasificación y una naturalización de las diferencias. Y la función de este deseo de saber me llevó a formular la hipótesis que la “comunidad racista”, en la que los grupos dominantes (pero quizás dominados también) proyectan su propia identidad o esencia común y de los que excluyen imaginariamente a los otros, no es sin duda fundamentalmente diferente a la “comunidad sexista” (antes que nada, la comunidad de “machos”, o con mayor exactitud, aquella que se basa sobre los valores viriles misóginos y homofóbicos), por no decir que prácticamente coincide con ella.11 Me basaba, al respecto, en la observación de las constantes connotaciones sexuales del imaginario racista, y de las connotaciones raciales del imaginario sexista, sobre la complementariedad de las funciones que desempeñan el racismo y el sexismo en el desarrollo del nacionalismo y, especialmente, de sus formas agresivas, militaristas, así como, a contrario, sobre el modelo positivo que representa el feminismo para una práctica efectiva del antirracismo. No una destrucción del enemigo, basada en el modelo que la “lucha de clases” democrática misma no ha repudiado completamente, o una simple autonomización de los dominados, sino una descomposición y una recomposición de la comunidad, que implica la transformación de sus “costumbres” y de su inconsciente colectivo, a la vez que la del modo de pensar.

      Tal presentación, a mi modo de ver, siempre tiene la ventaja de demostrar que el racismo y el sexismo se arraigan en procesos de identificación (esencialmente inconscientes) constitutivos de la personalidad, que son a la vez indisociables de la pertenencia de los individuos a una comunidad (y de su “formación” con miras a la comunidad), como lo había señalado Freud en 1921 en Massenpsychologie und Ich-Analyse (“Psicología colectiva y análisis del Yo”),12 y por lo tanto, son representativos de un mismo “malestar de la cultura”. Sin embargo, esta presentación tropieza con dificultades que los análisis de Judith Butler señalan. Es así que los procesos de dominación (y el “paso al hecho” violento) racistas o sexistas son naturalmente susceptibles de instrumentalizar, no sólo sus respectivos prejuicios (y por tanto, reforzarse mutuamente), sino también las resistencias que éstos suscitan. Hay un uso “racista” del feminismo, como existe un uso “sexista” del antirracismo, cuyas relaciones actuales entre el Occidente euro-americano y el mundo islámico dan una ilustración cotidiana. Por lo tanto, no es posible imaginar —salvo en una especie de comunismo utópico de las luchas de emancipación, regularmente desmentido en la práctica— una convergencia o una fusión de los movimientos de resistencia al racismo y al sexismo, aunque cabe suponer (y muchos lo hacen) que tienen, de cierta manera, un “mismo” adversario.

      Pero este adversario, ¿es realmente “el mismo”? Podemos dudar que así sea… En realidad, la sobredeterminación de uno por el otro (que ha sido puesta en evidencia por grandes obras históricas y antropológicas, como la de George Mosse a partir del ejemplo nazi)13 no impide que la relación de las dos formaciones ideológicas y “culturales” con la institución sea profundamente diferente, aunque sólo sea por el hecho que el sexismo es un modo de dominación que tiende a la inclusión (incluso al encierro doméstico) de sus víctimas, mientras que el racismo resiste a esta inclusión y tiende a la exclusión, a la segregación, a la eliminación al menos en el plano social y político. Y en esto que sus respectivas historias remiten a una temporalidad totalmente diferente.

      Por eso mismo, debemos decir algunas palabras sobre la función central que desempeña la institución en la asociación paradójica del discurso universalista y de las prácticas discriminatorias. Lo que también significa que la noción de institución no puede revestir aquí un significado unívoco. Quisiera insistir, muy rápidamente, en tres puntos que de hecho están estrechamente ligados entre sí.

      El primero consiste en recordar que, en su dimensión histórica e incluso transhistórica (o si se quiere, de “larga duración”) tanto como en su dimensión cotidiana y vivida, las estructuras de comportamiento racistas y sexistas son absolutamente indisociables de la existencia de instituciones tales como la familia y el Estado (estrechamente asociadas entre sí, por otra parte, y cada vez más, desde el momento en que la familia fue “nacionalizada” e integrada en la “política social” de los Estados). Tomar en cuenta las instituciones permite en primer lugar escapar de los peligros simétricos del psicologismo (que ve en las discriminaciones, el reflejo de una fobia del otro y de la alteridad inherente a la relación intersubjetiva o interpersonal, y por ende, curable o incurable, según las filosofías, por medio de la moral y de la educación) y del sociologismo (que ve en esto el reflejo de determinismos colectivos fundamentalmente externos a la acción de los individuos). La institución (podría decir también el poder, o mejor, las relaciones de poder, en la perspectiva propuesta por Foucault, pero con tal de no olvidar nunca que las relaciones de poder están inscritas en la materialidad de las instituciones) constituye la mediación esencial entre los individuos y las colectividades históricas: es ésta la que determina la formación de su subjetividad, el modo de su “interpelación en sujetos”, como decía Althusser, y que determina por contragolpe sus comportamientos recíprocos de inclusión y de exclusión, de reconocimiento y de discriminación. Pero, sobre todo, la institución constituye la fuente, o el punto de cristalización, de representaciones, de comportamientos discriminatorios. Lo vemos de manera deslumbrante en la forma en que la institución


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