Retos y aprendizajes para el turismo de naturaleza en Colombia. Daniel R Calderón Ramírez

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Retos y aprendizajes para el turismo de naturaleza en Colombia - Daniel R Calderón Ramírez


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bien, cómo nos adaptamos a la crisis ecológica que hemos causado.

      Unos meses atrás era muy difícil imaginar qué podría frenar el crecimiento del turismo en estos tiempos, no obstante, hoy sabemos de algo capaz de hacerlo: una crisis de salubridad global. La movilidad de la humanidad, en general, y, por lo tanto, la del turismo, se convirtió en riesgo y amenaza para la salud en este escenario de pandemia planetaria. En 2020, por primera vez en 70 años, el aporte económico global del turismo decreció. Esto no ha obedecido a la racionalidad económica, no es por gusto ni escogencia, sino porque no hay otras opciones claras: detener el movimiento humano ha sido la estrategia masiva de sobrevivencia para reducir la movilidad y la letalidad de la COVID-19.

      A grandes rasgos, estos son el contexto actual y los antecedentes en los que se desarrolla la relación entre el turismo y la naturaleza. La faceta dominante de esta relación se da por la forma instrumental y antropocentrista como el turismo se vincula con la naturaleza. Desde siempre, la naturaleza ha sido vista como una fuente de recursos para el desarrollo turístico. Más allá de los recursos básicos relacionados con los materiales de construcción, agua, fuentes de alimento o disposición de residuos, la naturaleza ofrece al turismo una cantidad creciente de elementos y oportunidades para el diseño de atractivos y el desarrollo de los destinos turísticos. En efecto, esto incluye desde la belleza contemplativa del paisaje en los casos del mar o las montañas, las particularidades y curiosidades alrededor de las modalidades especializadas de turismo (aves, mamíferos, insectos, hongos, flores, etc.), pasando por las experiencias del turismo de aventura en ríos, cascadas u otros parajes remotos y exóticos (como las selvas, las cavernas o los desiertos), hasta el turismo científico más especializado. Además, el turismo ha logrado capitalizar y conseguir ganancias de las mismas crisis ecológicas ofreciendo experiencias para conservar, restaurar o recuperar diversos tipos de ecosistemas o hábitats amenazados (reforestar bosques, sembrar corales, proteger especies específicas son solo algunas de sus inmensas posibilidades). Es decir, el turismo ha desplegado una estrategia polémica que consiste en vender la naturaleza para conservarla.

      Sin embargo, tras casi todas estas posibilidades de turismo en la naturaleza, prima una visión del ser humano como dueño y señor de la naturaleza y de sus elementos: la naturaleza tiende a ser percibida como una propiedad de los seres humanos, dispuesta para nuestro uso o explotación, para satisfacer nuestras necesidades y caprichos o, más allá, para ser salvada por medio de nuestras intervenciones. El antropocentrismo se refiere así a la creencia de que el ser humano se encuentra en un lugar privilegiado sobre el resto de la vida en la naturaleza, que somos una forma de vida superior y que todo lo demás está a nuestro servicio o depende de nosotros. En el hemisferio occidental, está visión se ha instalado profundamente en nuestras mentes a partir de la influencia de la tradición judeo-cristiana con su mito de la creación y el jardín del edén dispuesto para nuestro goce, así como de la creencia de que los seres humanos somos los únicos seres vivos que contamos con un alma inmortal capaz de trascender la muerte. Esto nos acerca a lo divino y, por supuesto, aleja a la naturaleza de lo sagrado. Según estos mensajes, la superioridad humana sobre el resto de la existencia es incuestionable.

      Por su parte, el ascenso del conocimiento científico y técnico no necesariamente ha transformado el pensamiento antropocéntrico e instrumental frente a la naturaleza. Desde una perspectiva analítica, la ciencia tiende a representar a la naturaleza como un conjunto de partículas más o menos esenciales (quantos, átomos, moléculas, organismos, etc.) articuladas por medio de procesos físicos, químicos y biológicos. En efecto, la naturaleza se reduce a una tabla de elementos y relaciones que, con la cantidad adecuada de conocimiento, podemos controlar y manipular a conveniencia. Así, por otro camino, llegamos a un escenario bastante similar, donde los conocimientos técnicos del ser humano le permiten usar, dominar y explotar la naturaleza casi a su antojo. En gran medida, esta postura solo ha sido cuestionada a partir de los años 60 y 70 del siglo XX, con el auge de las ciencias ambientales, la ecología y sus denuncias sobre la crisis ecológica que se vislumbraba en el horizonte, así como sobre las incoherencias tras la creencia dominante en las esferas políticas y económicas acerca del crecimiento económico permanente y el progreso material ilimitado de la sociedad.

      Una conciencia creciente de una crisis ecológica en ciernes impulsa el origen del gran consenso global en torno a la sostenibilidad como la estrategia clave para enfrentar los efectos negativos e indeseados del crecimiento económico y del progreso técnico-científico. En el campo turístico, esto significó que el paradigma de la competitividad –basado en el ideal de maximizar las ganancias económicas y minimizar los costos desde una visión de los destinos como sistemas turísticos– tuvo que ajustarse al principio fundamental de la sostenibilidad y cuestionarse no solo por la eficiencia económica, sino también por su equilibrio con las dimensiones ambiental y social, un reto sin precedentes.

      Al preguntarnos desde el siglo XXI si el paradigma de la sostenibilidad logró enfrentar los retos de la crisis ecológica, las respuestas son, como mínimo, decepcionantes. En el mejor de los casos, se podría plantear que la sostenibilidad ha aportado para que la crisis ecológica avance menos rápido. Pero, en contraste, desde una orilla crítica, también es válido considerar que la sostenibilidad no solo ha sido insuficiente, sino que incluso ha sido utilizada de forma siniestra por diversos actores económicos y políticos para continuar con una lógica de explotación irresponsable de la naturaleza disfrazada de verde y de valores ecológicos, por medio de estrategias de mercadeo y publicidad engañosa o simplemente falsa.

      Lo anterior es pertinente para el turismo. De forma paralela al crecimiento económico del turismo y al auge discursivo del turismo sostenible, se acumulan evidencias crecientes de los efectos ambientales y sociales negativos derivados de los modelos de turismo masivo en diversos lugares del mundo, acompañados del florecimiento de movimientos sociales en contra del turismo. En contrapeso, las modalidades y tipologías alternativas de turismo no logran ofrecer más que evidencias circunstanciales de que, en algunos casos, el turismo puede ser “realmente” sostenible y dejar de lado, en alguna medida, su postura antropocéntrica y su vínculo instrumental y explotador con respecto a la naturaleza. Sin embargo, por más marginales o particulares que sean estos casos, son una señal fundamental para la sobrevivencia futura del turismo y para la transformación de su controvertida relación con la naturaleza.

      Así las cosas, ¿qué tienen en común los proyectos turísticos que logran procesos destacados de responsabilidad social y ambiental? ¿Cómo nos pueden ayudar a entender por qué el paradigma de la sostenibilidad ha sido necesario, pero insuficiente? Comencemos por la segunda pregunta. Propongo la siguiente hipótesis: el problema con la sostenibilidad no está tanto en su conceptualización como en su instrumentalización. En otras palabras, el gran interrogante sería ¿cómo se gestiona o se gobierna la sostenibilidad? Retomando lo dicho, los fracasos de la sostenibilidad se podrían relacionar con su manipulación por parte de actores económicos y políticos, usualmente externos a los territorios turísticos, en favor de sus intereses particulares, y no del bien común de los seres humanos en particular o de los seres vivos en general; es decir, proyectos gobernados por un modelo autoritario, vertical o jerárquico, impuestos de arriba hacia abajo o desde el centro hacia las periferias y, sobre todo, diseñados o liderados por actores ajenos a los territorios.

      Ahora vamos con la primera pregunta: ¿qué tienen en común los proyectos turísticos que logran procesos destacados de responsabilidad social y ambiental? Estos suelen tener una escala más pequeña o local, su gestión tiende a estar en manos de actores propios del territorio, que se autoorganizan en modelos más horizontales y colaborativos. Al parecer, este tipo de estructuras brinda las mejores condiciones para que la sostenibilidad se acerque a su promesa de armonía entre lo ambiental, lo social y lo económico. Desde la teoría, el concepto de gobernanza turística comenzó a difundirse desde hace unos años como una idea fundamental para ofrecerle una aplicabilidad coherente a la sostenibilidad. En efecto, desde la perspectiva de la gobernanza turística, la prioridad del desarrollo turístico debe ser garantizar la calidad y las condiciones de vida de las poblaciones locales, así como el bien común (no solo de los seres humanos, sino de la vida), y no necesariamente la maximización de las ganancias económicas.

      Entonces, ¿qué pasa con la relación entre el turismo y la naturaleza en este nuevo escenario?


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