El árbol de la nuez moscada. Margery Sharp

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El árbol de la nuez moscada - Margery Sharp


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además de tener muchas otras cualidades útiles, era una excelente marinera y aquello le causaba tan pocas molestias que decidió dar un paseo. Se le habían quedado los pies fríos y las cubiertas vacías le ofrecían espacio suficiente para moverse con energía. Con paso algo inestable (a pesar de su buen equilibrio), recorrió uno de los laterales dos veces en ambas direcciones y luego se dio cuenta de que al otro lado estaría más resguardada y continuó hasta dar la vuelta. Tan lejos de su intención estaba buscar compañía que ver allí a un grupo de cinco hombres la habría hecho retroceder de inmediato, pero su actitud —de desconcierto y consternación— enseguida la atrajo. Se habían arremolinado, por lo que podía distinguir, alrededor de una tumbona y, según se acercaba, una serie de sonoros quejidos femeninos le decían que la víctima, ya fuese de un accidente o del «mal de mar», era la mujer que los acompañaba. Estaba allí tendida, inmóvil, hecha un cuatro, y por un instante Julia pensó que el Daimler se habría soltado y la había atropellado. Solo era mareo, no obstante, como demostró entonces una repentina convulsión, y en cuanto un camarero llegó corriendo hasta ellos, el grupito se deshizo y Fred se apartó un poco. Las adamadas inhibiciones de Julia se derritieron como la nieve.

      —Si quiere un poco de brandi —le dijo sin rodeos—, llevo una petaca en el bolso.

      Pero Fred negó con la cabeza.

      —Ya ha bebido demasiado. Es el cerdo.

      —Tiene mala cara —murmuró Julia compasiva. El alivio de abrir la boca, de volver a situarse entre el común de los mortales, fue tan grande que trajo consigo un torrente de auténtico interés y preocupación. En ese momento no solo le habría ofrecido a la enferma su brandi, le habría sostenido la cabeza entre sus manos. Ya había dos hombres sujetándola, sin embargo, y solo se requería compasión.

      —Está mal —asintió Fred—. Ma siempre es así: alegre y animada hasta el último momento y, de repente, cree que se va a morir. —Entonces hizo un gesto con la cabeza para señalar a los cuatro plañideros—. Quieren aflojarle el corsé, pero no les deja.

      —Y con toda la razón —dijo Julia sin reservas—. El estómago necesita sujeción, no soltarse. Deberían apretárselo más.

      —Imposible, no sin matarla. No sé cómo puede respirar llevándolo como lo lleva ya.

      Se quedaron escuchando un momento en respetuoso silencio; los quejidos de la doliente señora habían subido de pronto una octava más.

      —Buenos pulmones, ¿verdad? —observó Fred con lúgubre orgullo—. Antes podía cantar El acorde perdido desde arriba.

      —¿Artistas? —preguntó Julia complacida por su acertada intuición.

      Con la destreza de un prestidigitador, el otro sacó su tarjeta. Era bastante más grande de lo normal, pero tenía que serlo a la fuerza. «LOS SEIS GENOCCHIO VOLADORES», anunciaba: «TRAPECIO Y CUERDA FLOJA. Arriesgado, emocionante, increíble. El Koh-i-Noor del espectáculo de acrobacias aéreas». La primera línea estaba impresa en rojo, la segunda en plata y la tercera en azul, de modo que el conjunto era bastante imponente.

      Julia apenas había tenido tiempo de admirarla cuando una segunda tarjeta se deslizó sobre la primera. En un cartoncito más pequeño, grabados con recato, leyó el nombre y la dirección del señor Fred Genocchio, Connaught Villas 5, Maida Vale.

      —Esta es la personal —dijo Fred—. Quédesela.

      Julia se la guardó en el bolso. La mortificaba un poco no tener tarjeta propia para ofrecerle a cambio y, como Fred aguardaba expectante, tuvo que presentarse de palabra.

      —Soy la señora Macdermot. Voy a reunirme con mi hija.

      —¿En París?

      —No, en la Alta Saboya. —Eso le gustó: «Alta Saboya» sonaba muchísimo mejor… Más viajado, más distinguido. En realidad, tendría que haber dicho Ain, por supuesto, pero no sabía cómo pronunciarlo.

      —Queda bastante lejos de nuestra ruta —admitió el señor Genocchio—, pero claro, nosotros solo actuamos en las grandes salas. Estrenamos esta noche en el Casino Bleu.

      —Hay unos paisajes preciosos —añadió Julia, que creyó que la Alta Saboya no había recibido el crédito que merecía—. Montañas y todo eso. Me encantan los paisajes.

      —Igual que a Ma —dijo el señor Genocchio—. Es llevarla a Richmond y ya está como unas pascuas.

      Luego miró de nuevo a su espalda, volviendo a los problemas del presente, y enseguida le hicieron señas para que se reuniera con el grupo. Ni siquiera la angustiosa imagen que se le presentó, sin embargo, pudo destruir su sentido de la cortesía.

      —Te presento a la señora Macdermot, Ma. Quiere saber…

      Pero Julia, para entonces, ya se había dado cuenta de su error.

      —Packett —lo corrigió con firmeza.

      —La señora Packett, Ma. —Fred aceptó la rectificación sin dar muestra alguna de sorpresa—. Quiere saber si puede ayudar de algún modo.

      —Nadie puede ayudarme —gimoteó Ma en medio de su tormento—. Ojalá os fuerais todos. Me estoy muriendo, lo sé, y lo único que quieren es aflojarme el corsé.

      Los cinco hombres se miraron primero entre ellos y luego a Julia. «¡Mujeres!», parecía decir esa mirada. «¡Mujeres!».

      —Pues no van a hacerlo —le aseguró Julia—. Cuanto más ajustado esté, mejor, y así se lo estaba diciendo al señor Genocchio.

      La madre del señor Genocchio —pues tal era aquella mujer— se limitó a gimotear de nuevo. No había forma de reconfortarla, ni siquiera dejarla morir con el corsé puesto.

      —¡Marchaos! —sollozó—. ¡Marchaos y dejadme!

      Era evidente que nada podían hacer. Durante unos minutos, se quedaron allí de pie, en actitud compasiva pero impotentes, como espectadores alrededor de un caballo caído. Luego Fred cogió a Julia del brazo y la alejó en silencio de allí.

      —Tiene razón —le dijo—. No podemos hacer nada. Será mejor que vayamos a tomar una copa.

      3

      Mientras se acomodaban en el bar, Julia, aún compadecida de tanta aflicción, preguntó si la sexta de los «Genocchio voladores» era la propia Ma.

      Fred negó con la cabeza.

      —No. Ma no vuela: mi padre era el sexto y aún lo mantenemos así en las tarjetas. Ma cambia las pizarras, ya sabe, en mallas. Y entre usted y yo, ya no está para eso.

      —No me parece una prenda lo que se dice favorecedora en ningún caso —repuso Julia con tacto—. Al menos para una mujer. Un hombre con buena figura es otra cosa.

      —Debería ver nuestro espectáculo —dijo el señor Genocchio.

      Con su hábil gesto de ilusionista, sacó de la nada un abanico de fotografías tamaño postal. Todas, salvo una, mostraban a los «Seis Genocchio voladores» en distintas y asombrosas posturas: lanzándose al vacío, colgados de los dientes… La primera estaba dedicada solo a Fred. Se veía magnífico: en mallas negras, contra un fondo iluminado, parecía un esbelto triángulo equilibrado a la perfección, impecablemente ahusado desde los anchos hombros a los pies estrechos. Julia lo contempló admirada; sobraban las palabras, sus ojos eran lo bastante elocuentes.

      —Podría venir esta noche —insistió Fred—. ¿A qué hora sale su tren?

      —A las 23:40 h —dijo Julia, pero dudaba.

      Ese intervalo de cinco horas en París ya estaba consagrado, en su pensamiento, a la Saga: tenía intención de sentarse en la sala de espera de primera clase, absorta en el mundo de la literatura, mientras los franceses, intrigados e intrigantes, trataban en vano de entablar relaciones con ella. Así era como debía


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