Del colapso tonal al arte sonoro. Javier María López Rodríguez

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Del colapso tonal al arte sonoro - Javier María López Rodríguez


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«periodo expresionista» haya sido utilizada para referirse a la música de estos creadores durante esta etapa. Algunos elementos estilísticos resultan especialmente significativos, como el Sprechgesang o «canto hablado», que Schoenberg utiliza en su ya mencionado Pierrot Lunaire, donde las notas indicadas deben cantarse e inmediatamente cambiar a expresión hablada. Esta técnica que combina lo declamado y lo entonado ya había sido explorada sumariamente por Engelbert Humperdinck (1854-1921), discípulo de Wagner.

      Cerremos este apartado con una pincelada sobre la recepción de esta nueva música. «Sólo el tiempo podrá mostrarnos si nuestro sentido armónico piensa demasiado despacio, o si el sentido armónico de Schoenberg piensa un poco más rápido que el resto del mundo». Este era el juicio con el cual se cerraba la crítica de Ernest Newman aparecida en Birmingham Daily Post en 1914 a propósito de las Cinco piezas orquestales de Schoenberg. Era evidente que afrontar lo nuevo no era privativo del ambiente vienés y retaba a la Europa de las primeras décadas del siglo XX. Sin embargo, tampoco se trataba de la única vía exploratoria.

      Simultáneamente a la Viena de Mahler, Strauss o Schoenberg, París había llegado a convertirse en una piedra miliar de la geografía cultural de la época, lugar en donde el arte moderno se consolidaba al calor de los pintores posimpresionistas o de los poetas simbolistas. Paralelamente, surgían instituciones musicales como la Société Nationale de Musique, que buscaban incidir en el desarrollo de un lenguaje musical propio y liberado entre otros del omnipresente influjo de lo wagneriano, sombra habitual en el debate cultural de la época. Cabe decir que, como en el caso del mencionado Tonkünstlerverein vienés, esta sociedad también vivió tensiones internas, deserciones y disputas debido a los distintos criterios de sus miembros. Mientras en el entorno germano la desintegración del sistema musical tradicional se debía a procesos internos en donde el mismo lenguaje de la música era erosionado al ser sometido a procesos de tensión interna, la música francesa también evolucionaba, pero más ligada a lo que sería la apropiación de elementos externos. El que quizá pase por ser la figura clave del París del cambio de siglo, Claude Debussy (1862-1918), puede ser un ejemplo paradigmático de ello.

      Por un lado, se hallaría la alusión a la distancia temporal en referencias a la música medieval, véanse los compases iniciales de su preludio para piano La catedral sumergida (1910). El uso de escalas características, llamadas modos, y el habitual perfil ondulado de la melodía del compositor francés se explicarían también en su mirada histórica al canto gregoriano. La primera de las Trois Chansons de Charles d’Orléans (1898) es una buena muestra de ambos principios. No se debe olvidar que en 1894 se fundaba en París la Schola Cantorum, institución que buscaba profundizar en el estudio de temas histórico-musicales, lejos de la parca formación que el conservatorio parisino ofrecía en dicho campo. El renovado interés por la música medieval y renacentista era algo palpable en muchos ambientes, superándose la idea que se había tenido hasta la fecha, que calificaba todo lo compuesto en ambos periodos como puro atraso, cuando no barbarie, respecto del ideal clásico. Así, no resulta extraño que una de las aficiones del eterno personaje de Arthur Conan Doyle, el detective Sherlock Holmes, fuese la música de la Edad Media. En su relato corto «Los planos del Bruce-Partington», de 1908, se nos cuenta que el investigador, una vez resuelto el caso, finaliza su estudio sobre los motetes del compositor renacentista Orlando de Lasso (1532-1594). Durante su estancia en Roma, Debussy comentaba, después de haber escuchado una misa de este autor interpretada con otra de Palestrina, que era la única música religiosa que admitía, y no la de sus predecesores, entre ellos, Charles Gounod (1818-1893), que se le antojaban «productos de un misticismo histérico» con efecto de «farsa siniestra».

      Un segundo capítulo en cuanto a referencia externa ubicaría sus coordenadas en la distancia geográfica. En París, durante la Exposición Universal de 1889, tuvieron un protagonismo sobresaliente los músicos javaneses, con su particular estilo ejecutado por medio de su formación musical típica, el gamelán. Se ha dicho que, en un intento por traducir el tipo de ordenamiento sonoro que estas músicas exóticas utilizaban, Debussy echó mano de escalas pentatónicas o de cinco notas, y hexátonas o de tonos enteros, escalas con seis sonidos con la misma distancia de un tono entres ellos. Es cierto que no se trataba del primer músico que empleaba este tipo de recursos. Escalas de tonos enteros aparecen en la música de Franz Liszt o de compositores rusos del siglo XIX, pero gracias al autor francés llegan a adquirir un completo valor estructural a la hora de determinar episodios enteros dentro de sus obras. El preludio Voiles (Velos, 1909) está dispuesto en buena parte a través de escalas hexátonas.

      El tercer pie en el que se apoya esta relación debussiana con lo externo a modo de factor transformador lo podemos hallar en un hecho capital para el futuro de la música: su concepción de la armonía. Su despliegue es diatónico, es decir, no suelen aparecer las tensiones cromáticas del ámbito germano, que desembocaban en la atonalidad. Se trata aquí de una idea que podría calificarse de aditiva: se crea un marco estático, por ejemplo, por medio del uso de una serie de notas de una determinada escala, y se priman los efectos sonoros y de color, haciendo que se pierda la funcionalidad del acorde. Ello implica que los factores habitualmente externos de la música, como la orquestación, la textura o densidad de la masa sonora o la dinámica, pasen a ser los que modulan y mueven la música, creando en el oyente la sensación de avance. Por ejemplo, durante los primeros treinta compases —aproximadamente minuto y medio— de sus esbozos sinfónicos titulados El mar (1905), la utilización de una serie de cuatro notas en contraste con un pequeño motivo se convierte en materia suficiente para hacer caminar a la música a través de la orquestación y la dinámica que emergen para realizar un clímax hacia un motivo basado en las arriba mencionadas escalas pentatónicas.

      Es comprensible, y siempre dentro de cierta actitud de enfant terrible que escondía su carácter, que Debussy contestase a un periodista británico en 1889 que las faltas que más toleraba eran las armónicas. Asimismo, también es conocida su ambivalente relación con lo wagneriano. En la misma entrevista, aseguraba que sus compositores favoritos eran Palestrina, Bach y el mismo Wagner. Años después, no dudó en satirizar sobre el famoso preludio de la ópera Tristán e Isolda —al que nos referimos a propósito del «acorde desteñido» de Schoenberg—, colocando su introducción melódica en el contexto de un cakewalk, danza afroamericana precedente del estilo ragtime, en su pianística «Golliwogg’s Cakewalk», de su suite Children’s Corner (1908). Otra cuestión es la denominación de «impresionista» a la que ha quedado ligada tanto su música como toda una órbita estilística desarrollada a su alrededor. A pesar de su clara relación con el simbolismo literario —así se entiende su única ópera, Pelléas et Mélisande (1902)—, la asociación con la estética del impresionismo pictórico, aun a pesar de la distancia temporal, se estableció debido en buena parte a textos como este del propio Debussy en las notas de un programa de 1901 en donde se interpretaban sus Nocturnos para orquesta:

      No se trata, pues, de la forma habitual de nocturno, sino de todo lo que esta palabra contiene de impresiones y efectos de luz. Nuages [Nubes] es el aspecto inmutable del cielo con la evolución lenta y melancólica de las nubes perdiéndose en una agonía gris dulcemente teñida de blanco.

      Sea como fuere, y aun a riesgo de que a estas alturas pueda parecer un tanto desconcertante, quedémonos con el binomio Debussy-Webern como un espejo en el que se mirará buena parte de la música posterior a 1945. Evidentemente, no será el único. Por el mismo París de la segunda década del siglo XX ya ha hecho acto de presencia «un caballero ruso que besaba las manos de las mujeres mientras les pisaba los pies», tal y como lo describía el propio Debussy.

      Ese caballero en cuestión es un joven Igor Stravinsky (1882-1971), que ya ha iniciado su colaboración con Serguei Diaghilev (1872-1929), el empresario y director de la compañía de los Ballets Rusos, a resultas de lo cual crea la música para la puesta en escena de tres ballets que supondrán un cambio determinante en su estilo compositivo: El pájaro de fuego (1910), con una clara


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