Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín
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Índice
II. Lazar Sidelsky (1941-1948)
VII. Cecil Williams (1962-1964)
VIII. Winnie Mandela (1964-1968)
IX. Thembi Mandela (1968-1975)
X. Hector Pieterson (1975-1981)
XII. Walter Sisulu (1986-1990)
XIII. Frederick de Klerck (1990)
XIV. Mangosuthu Buthelezi (1990-1994)
XV. Nelson Mandela (1994-2013)
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A David, porque optó por plantarle cara a Goliat.
Nkosi Siklel’ iAfrika.
(Dios bendiga a África)
«Lo que importa en la vida
no es el mero hecho de haber vivido.
Es el cambio que hemos provocado en la vida de otros
lo que determina el significado de nuestra vida».
NELSON MANDELA (18 de mayo de 2002,
en el 90 cumpleaños de Walter Sisulu)
El país de los mil mandelas
Tap, tap, tap
En su diminuta celda de Robben Island, Nelson Mandela corría cada mañana durante una hora sin moverse del sitio. La rutina del deporte matutino la adquirió en su afición juvenil al boxeo y la adaptó luego a las estrecheces de la cárcel. Aquel tap, tap, tap de sus pies rebotando en el cemento despertaba a sus colegas presidiarios, que acabaron hasta el gorro de la vida sana de Madiba. La anécdota me la explicó Ahmed Kathrada, su amigo del alma y compañero de prisión desde el primer día. Llegaron juntos a la isla. En los seis años que viví en Sudáfrica, tuve el privilegio de entrevistar a muchas de las personas del círculo próximo a Mandela. Desde su familia, hasta compañeros de lucha, sus abogados y carceleros o a sus amigos más cercanos. Entre todos ellos, Mandela tenía una predilección especial por Kathrada, a quien consideraba su hermano mayor. El cariño era mutuo. Kathrada, quien murió en marzo del 2017, decía que echaba de menos aquel tap, tap, tap madrugador de su amigo.
Sudáfrica fue un milagro. Un milagro imperfecto y quizás exasperantemente lento, pero un milagro al fin y al cabo. Nelson Mandela fue el arquitecto principal de aquel milagro. A principios de los años noventa, lo normal habría sido que el país hubiera reventado en mil pedazos. El régimen racista del apartheid había convertido a la nación africana en un agujero de privilegios para unos pocos y en un atentado a los derechos humanos. Los muertos, las desapariciones, las humillaciones y la injusticia sostenida habían engendrado un odio candente en millones de sudafricanos negros. Cuando después de 27 años en prisión Mandela salió de la cárcel, muchos sudafricanos no solo querían justicia; querían venganza. Para el líder anti-apartheid habría sido fácil lanzar a los suyos contra la minoría blanca a pesar del coste evidente: Sudáfrica habría quedado arrasada. Prefirió tender la mano.
En el barrio de Melville, donde residí en Johannesburgo, solía desayunar en una cafetería de la 7th Street de sillas bajas y paredes de ladrillo visto. Adornaban la pared tres cuadros pintados a mano. En uno aparecía el rostro del músico Bob Marley, el segundo representaba la imagen del futbolista Diego Armando Maradona y en el tercero estaba dibujado el retrato de Mandela. Aquella pared rota era una confirmación. Sudáfrica había abrazado la conversión de Madiba de héroe anti-apartheid a icono pop. Y no solo Sudáfrica. El mundo también ha aceptado el trato. Madiba se ha convertido en leyenda. En una suerte de líder mitológico perfecto que condensa las bondades del ser humano.
En este libro,