El prestamo de la difunta. Vicente Blasco Ibanez

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El prestamo de la difunta - Vicente Blasco Ibanez


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ojos de la nueva señora Delfour con una expresión de asombro. ¡Pero era posible esta calamidad!… ¡Ahora que la gente se divertía más que nunca!…

      La suegra pareció crecerse, saliendo de su tímido encogimiento. Su mirada se posó sobre personas y cosas con grave lentitud, como si las reconociese de nuevo. Había visto mucho. Sus primeras palabras de amor con el fabricante Delfour se cruzaron en 1870, durante el sitio de París. Luego, de recién casada, había presenciado la tragedia de la Commune.

      El hijo se fué cuando su mujer empezaba á admirarle como un hombre nuevo, viendo realzadas sus gracias varoniles por las ventajas del uniforme. Quiso entrar en la aviación, pero la aviación marchaba mal al principio de la guerra, y para ser de una utilidad inmediata, permaneció en la artillería.

      También Odette quiso ser útil á su patria. Todas sus amigas frecuentaban los hospitales. Y se lanzó á ser enfermera, admirando el uniforme blanco con su capa azul y su alba toca: algo sencillo y nuevo que sentaba perfectamente á su belleza. Su afán por lucir esta última moda le hacía abandonar muchas veces á los enfermos, paseando en automóvil por el Bosque de Bolonia la blanca túnica con cruces rojas en las mangas y en el pecho. Mientras tanto, la viuda Delfour, sin abandonar su eterno traje negro de burguesa, pasaba días y noches en un hospital.

      La guerra ofrece sus satisfacciones y deleites. ¡Los tés entre mujeres, sin la presencia de hombres molestos que agobian con sus galanteos; vestidas todas ellas de blanco, como criadas de balneario, recibiendo las ojeadas envidiosas de las que no llevan uniforme, y fabricando géneros de punto para los soldados con la torpe suficiencia de una labor enseñada recientemente por la doncella!…

      – Mi marido combate en Alsacia.... ¿Y el señor Delfour, dónde está?…

      El señor Delfour andaba del lado de Bélgica; y su esposa, lanzando en torno una mirada de orgullo, hacía el relato de sus glorias. Dos citaciones en la orden del día: cruz, segundo galón. Pero llovían héroes, y Odette experimentaba cierto despecho al oir que todas las otras casi decían lo mismo de sus hombres.

      ¡No poder distinguirse!…

      Un día el hotel del parque Monceau se conmovió con una terrible crisis de nervios y de lágrimas, acompañada de choque de puertas, llegada de automóviles, desfile de médicos. El teniente Delfour estaba herido de gravedad por la explosión de una granada. Odette quiso marchar al lado de su esposa inmediatamente.... ¡Imposible!

      Luego quiso morir, mientras la madre permanecía erguida, silenciosa, pálida, con los ojos parpadeantes y secos, mordiéndose los labios.

      Al volver Odette á las reuniones íntimas, experimentó cierta satisfacción. Ninguna amiga osaba ya compararse con ella.

      – Mauricio está herido…gravemente herido.

      Y todas se apiadaban del esposo seductor maltratado por la guerra.

      La general admiración hizo que acabase por familiarizarse con las misteriosas heridas. ¿Cómo serían éstas?… Se imaginó á su marido cojeando, con una mana en un bastón y la otra apoyada en su brazo. Formarían una pareja interesante. El porvenir les reservaba aún largas horas de felicidad. Ella le protegería y le alegraría con ternuras de madre y caricias de amante.

      Una tarde, en la rue Royale, vió á un subteniente de pocos años, casi un niño, que marchaba al lado de su novia con una manga vacía. Mauricio también había perdido un brazo; estaba segura de ello. Por eso sus cartas breves, de una alegría penosa, eran siempre dictadas.... ¡No importa! Ella sería el apoyo de su esposo; su brazo sustituiría al brazo ausente. Lo interesante era volver á contemplar su rostro, mirarse en sus ojos claros, acariciadores y graciosamente irónicos. ¡Ay, cómo le amaba!…

      Las amigas la acogían siempre con la misma pregunta: «¿Cómo signe el herido?…» Y ella contestaba con seguridad: «Mejor. Pronto vendrá á París.»

      Y pasaron meses; y llegaron cartas y más cartas de letra extraña, dictadas por él. La madre, inquieta, interrogaba á, los antiguos amigos de la familia, graves varones que indudablemente ocultaban algo.

      – Las heridas son muchas; pero ya está fuera de peligro. ¡Valor! Lo importante es que viva.

      Una mañana Odette saltó de su lecho, súbitamente despertada por algo extraordinario que conmovía el hotel. Al levantar la cortina de una ventana, vió al otro lado de la verja un automóvil cerrado, con cruces rojas. La marquesina de cristales de la escalinata apenas le dejó distinguir á un grupo de hombres que subían cuidadosamente algo envuelto, como un mueble frágil. Su corazón dió un salto. ¡Mauricio!…

      Cuando, mal vestida, se deslizó por la escalera, corriendo á un salón del piso bajo, los domésticos, azorados y trémulos, pretendieron detenerla.

      Entró, reconociendo inmediatamente la dolorosa cabeza que descansaba sobre las almohadas de un diván. Era él, atrozmente desfigurado, con las mejillas surcadas por el lívido arabesco de las cicatrices…pero era él.

      De sus ojos sólo quedaba uno. La falta del otro estaba oculta por una venda negra que moldeaba la cuenca vacía. Luego vió su pecho cubierto por el paño azul de una blusa vieja de oficial.

      Pero al llegar aquí, la mujer vaciló sobre sus pies, como si la sorpresa le asestase un puñetazo demoledor. Lanzó un grito.... El herido no continuaba. Le faltaban los brazos, le faltaban las piernas, era un tronco nada más, conservado por los prodigios de la cirugía; un harapo rematado por una cabeza viviente.

      – ¡Odette!… ¡Odette! – murmuró la boca negruzca humildemente, como si pidiese perdón por su desgracia.

      Pero Odette había huído, atropellando á los criados que se agolpaban en la puerta. Corrió por los pisos superiores sin saber lo que hacía, dando alaridos como una mujer de la tragedia griega, chocando con muebles y paredes, mesándose los sueltos cabellos, loca de sorpresa, de miedo, de repugnancia.... ¡Y aquel monstruo era su marido!… ¡Y habría de permanecer junto á él toda su existencia!…

      – ¡Odette!… ¡Odette! – seguía gimiendo abajo la voz humilde y dolorosa.

      El ojo único se fué cubriendo de lágrimas. Todos huían. Hasta los criados le contemplaban á distancia, buscando ocultarse cada uno detrás del compañero, queriendo escapar y avanzando la cabeza al mismo tiempo, con una expresión doble de curiosidad y repugnancia.

      Evitaban el tocarle, como si fuese algo gelatinoso y repelente: un pulpo con las extremidades rotas; una mucosidad informe de la guerra. Él, que tenía millones y tanto amaba la vida, quedaba al margen de la vida para siempre.

      Su miseria había creado el vacío. Hasta su perro favorito gemía á corta distancia, avanzando y retrocediendo en violentas alternativas de lealtad y de espanto.

      Y así sería siempre.... ¡Ay, morir! ¡Morir cuanto antes!

      De pronto, el grupo de domésticos se deshizo. Alguien había entrado con violencia. El monstruo vió un peinado blanco que venía hacia él; sintió en sus cortadas mejillas el contacto de una boca que acababa por acariciar frenética el vendaje de su órbita hueca. Un rocío tibio mojó su cuello; unos brazos nerviosos de pasión abarcaron su tronco informe, como si fuesen á mecerle....

      – ¡Mamá!… ¡Oh, mamá!

      – ¡Hijo mío! ¡hijo mío!

      EL REY DE LAS PRADERAS

      I

      Durante su último año en la Universidad de mujeres donde hacía sus estudios, la impetuosa Mina Graven expresó siempre el mismo deseo.

      Sus compañeras las senior, instaladas en el mismo cuerpo de edificio que ella, hablaban de la nueva vida que iban á encontrar al salir del colegio; y las junior, que empezaban sus estudios, las oían en un silencio respetuoso de seres inferiores.

      Una de las amigas de Mina pensaba casarse apenas volviese á su casa; era asunto convenido por las familias de los dos novios. Y este matrimonio de estudianta apenas emancipada de la vida escolar daba motivo para que todas las otras soñasen despiertas, á la hora del té, describiendo cada una de ellas la posición


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