Canas y barro. Vicente Blasco Ibanez

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Canas y barro - Vicente Blasco Ibanez


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bateleros con el tronco inmóvil, corriendo a impulsos de sus puños.

      De vez en cuando los del correo veían abrirse en los ribazos anchas brechas, por las que se esparcían sin ruido ni movimiento las aguas del canal, durmiendo bajo una capa de verdura viscosa y flotante. Suspendidas de estacas cerraban estas entradas las redes para las anguilas. Al aproximarse la barca, saltaban de las tierras de arroz ratas enormes, desapareciendo en el barro de las acequias.

      Los que antes se habían enardecido con venatorio entusiasmo ante los pájaros del lago, sentían renacer su furia viendo las ratas de los canales. ¡Qué buen escopetazo! ¡Magnífica cena para la noche…!

      La gente de tierra adentro escupía con expresión de asco, entre las risas y protestas de los de la Albufera. ¡Un bocado delicioso! ¿Cómo podían hablar si nunca lo habían probado? Las ratas de la marjal sólo comían arroz; eran plato de príncipe. No había más que verlas en el mercado de Sueca, desolladas, pendientes a docenas de sus largos rabos en las mesas de los carniceros. Las compraban los ricos; la aristocracia de las poblaciones de la Ribera no comía otra cosa. Y Cañamél, como si por su calidad de rico creyese indispensable decir algo, cesaba de gemir para asegurar gravemente que sólo conocía en el mundo dos animales sin hiel: la paloma y la rata; con esto quedaba dicho todo.

      La conversación se animó. Las demostraciones de repugnancia de los forasteros servían para enardecer a los de la Albufera. El envilecimiento físico de la gente lacustre, la miseria de un pueblo privado de carne, que no conoce más reses que las que ve correr de lejos en la Dehesa y vive condenado toda su vida a nutrirse con anguilas y peces de barro, se revelaba en forma bravucona, con el visible deseo de asombrar a los forasteros ensalzando la valentía de sus estómagos. Las mujeres enumeraban las excelencias de la rata en el arroz de la paella; muchos la habían comido sin saberlo, asombrándose con el sabor de una carne desconocida. Otros recordaban los guisados de serpiente, ensalzando sus rodajas blancas y dulces, superiores a las de la anguila, y el barquero desorejado rompió el mutismo de todo el viaje para recordar cierta gata recién parida que había cenado él con otros amigos en la taberna de Cañamél, arreglada por un marinero que después de correr mucho mundo tenía manos de oro para estos guisos.

      Comenzaba a anochecer. Los campos se ennegrecían. El canal tomaba una blancura de estaño a la tenue luz del crepúsculo. En el fondo del agua brillaban las primeras estrellas temblando con el paso de la barca.

      Estaban próximos al Saler. Sobre los tejados de las barracas erguíase entre dos pilastras el esquilón de la casa de la Demaná, donde se reunían cazadores y barqueros la víspera de las tiradas para escoger los puestos.

      Junto a la casa se veía una enorme diligencia, que había de conducir a la ciudad a los pasajeros del correo.

      Cesaba la brisa; la vela caía desmayada a lo largo del mástil, y el desorejado empuñaba la percha, apoyándose en los ribazos para empujar la embarcación.

      Pasó con dirección al lago una barca pequeña cargada de tierra. Una muchacha perchaba briosamente en la proa, y en el otro extremo la ayudaba un joven con un gran sombrero de jipijapa.

      Todos los conocieron. Eran los hijos del tío Toni, que llevaban tierra a su campo: la Borda, aquella expósita infatigable, que valía más que un hombre, y Tonet el Cubano, el nieto del tío Paloma, el mozo más guapo de toda la Albufera, un hombre que había visto mundo y tenía algo que contar.

      – ¡Adiós Bigot! – le gritaron familiarmente.

      Le daban tal apodo a causa del bigote que sombreaba su rostro moreno, adorno desusado en la Albufera, donde todos llevan rasurado el rostro. Otros le preguntaban con irónico asombro desde cuándo trabajaba.

      Se alejó el barquito, sin que Tonet, que había lanzado una rápida ojeada a los pasajeros, pareciese oír las bromas.

      Muchos miraron con cierta insolencia a Cañamél, permitiéndose las mismas bromas brutales que se usaban en su taberna… ¡Ojo, tío Paco! ¡Él iba a Valencia, mientras Tonet pasaría la noche en el Palmar … !

      El tabernero fingió al principio no oírles, hasta que, cansado de sufrir, se enderezó con nervioso impulso, pasando por sus ojos una chispa de ira. Pero la masa grasienta del cuerpo pareció gravitar sobre su voluntad, y se encogió en el banco, como aplastado por el esfuerzo, gimiendo otra vez dolorosamente y murmurando entre quejidos:

      – ¡Indesents…! ¡Indesents…!

      II

      La barraca del tío Paloma se alzaba a un extremo del Palmar.

      Un gran incendio había dividido la población, cambiando su aspecto. Medio Palmar fue devorado por las llamas. Las barracas de paja se convirtieron rápidamente en cenizas, y sus dueños, queriendo vivir en adelante sin miedo al fuego, construyeron edificios de ladrillo en los solares calcinados, empeñando muchos de ellos su escasa fortuna para traer los materiales, que resultaban costosos después de atravesar el lago. La parte del pueblo que sufrió el incendio se cubrió de casitas, con las fachadas pintadas de rosa, verde o azul. La otra parte del Palmar conservó el primitivo carácter, con las techumbres de sus barracas redondas por los dos frentes, como barcos puestos a la inversa sobre las paredes de barro.

      Desde la plazoleta de la iglesia hasta el final de la población por la parte de la Dehesa, se extendían las barracas, separadas unas de otras por miedo al incendio, como sembradas al azar.

      La del tío Paloma era la más antigua. La había construido su padre en los tiempos en que no se encontraba en la Albufera un ser humano que no temblase de fiebre.

      Los matorrales llegaban entonces hasta las paredes de las barracas. Desaparecían las gallinas en la misma puerta de la casa, según contaba el tío Paloma, y cuando volvían a presentarse, semanas después, llevaban tras ellas un cortejo de polluelos recién nacidos. Aún se cazaban nutrias en los canales, y la población del lago era tan escasa, que los barqueros no sabían qué hacer de la pesca que llenaba sus redes. Valencia estaba para ellos al otro extremo del mundo, y sólo venía de allá el mariscal Suchet, nombrado por el rey José duque de la Albufera y señor del lago y de la selva, con todas sus riquezas.

      Su recuerdo era el más remoto en la memoria del tío Paloma. El viejo aún creía verle con el cabello alborotado y las anchas patillas, vestido con redingote gris y sombrero redondo, rodeado de hombres de uniformes vistosos que le cargaban las escopetas. El mariscal cazaba en la barca del padre del tío Paloma, y el chiquitín, agazapado en la proa, le contemplaba con admiración. Muchas veces reía del chapurreado lenguaje con que se expresaba el caudillo lamentando el atraso del país o comentaba los sucesos de una guerra entre españoles e ingleses, de la que en el lago sólo se tenían vagas noticias.

      Una vez fue con su padre a Valencia para regalar al duque de la Albufera una anguila maresa, notable por su tamaño, y el mariscal los recibió riendo, puesto de gran uniforme, deslumbrante de bordados de oro, en medio de oficiales que parecían satélites de su esplendor.

      Cuando el tío Paloma fue hombre, y muerto su padre se vio dueño de la barraca y dos barcas, ya no existían duques de la Albufera, sino bailíos, que la gobernaban en nombre del rey su amo; excelentes señores de la ciudad que nunca venían al lago, dejando a los pescadores merodear en la Dehesa y cazar con entera libertad los pájaros que se criaban en los carrizales.

      Aquéllas fueron las épocas buenas; y cuando el tío Paloma las recordaba con su voz cascada de anciano en las tertulias de la taberna de Cañamél, la gente joven se estremecía de entusiasmo. Se pescaba y cazaba al mismo tiempo, sin miedo a guardas ni multas. Al llegar la noche volvía la gente a casa con docenas de conejos cogidos con hurón en la Dehesa, y a más de esto, cestas de pescado y ristras de aves cazadas en los cañares. Todo era del rey, y el rey estaba lejos. No era como ahora, que la Albufera pertenecía al Estado (¡quién sería este señor!) y había contratistas de la caza y arrendatarios de la Dehesa, y los pobres no podían disparar un tiro ni recoger un haz de leña sin que al momento surgiese el guarda con la bandera sobre el pecho y la carabina apuntada.

      El tío Paloma había conservado las preeminencias de su padre. Era el primer barquero del lago, y no llegaba a la Albufera un personaje que no lo llevase él a través de las isletas de cañas mostrándole


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