Mare nostrum. Vicente Blasco Ibanez

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Mare nostrum - Vicente Blasco Ibanez


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los hombros ante tales grandezas. Tenía demasiados años para entrar en la Escuela Naval. Además, quería navegar por todos los océanos, y aquellos marinos sólo tenían ocasión de ir de un puerto á otro, como las gentes de cabotaje, ó pasaban años y años sentados en un ministerio. Para envejecer como un oficinista, era preferible reconquistar la notaría de su padre.

      Al verse doña Cristina bien instalada en Barcelona, con una corte de sobrinos que adulaban á la tía rica de Valencia, su hijo se embarcó como aspirante en un trasatlántico que hacía viajes regulares á Cuba y los Estados Unidos. Así empezaron las navegaciones de Ulises Ferragut, que sólo habían de terminar con su muerte.

      El orgullo de su familia le colocó en un vapor de lujo, un buque-correo lleno de pasajeros, un hotel flotante, en el que los oficiales tenían algo de gerentes de «Palace» y la verdadera importancia correspondía á los maquinistas, que andaban siempre por abajo y al volver á la luz quedaban modestamente en segundo término, por una ley de jerarquías anterior á los progresos de la mecánica.

      Pasó por el Océano varias veces como se pasa ante un paisaje terrestre á toda la velocidad de un tren expreso. La calma augusta del mar se borraba con el batir de las hélices y el ruido sordo de las máquinas. Por azul que fuese el cielo, siempre lo empañaba un crespón flotante salido de las chimeneas. Envidiaba á los buques veleros que el trasatlántico dejaba atrás. Eran iguales á los caminantes reflexivos, que se saturan del paisaje y entran en largo contacto con su alma. Las gentes del vapor vivían como los viajeros terrestres que contemplan adormecidos desde las ventanillas de los vagones una sucesión de vistas pálidas y vertiginosas rayadas por los hilos telegráficos.

      Terminadas sus pruebas de aspirante, fué segundo piloto de una fragata que iba á la Argentina para cargar trigo en Bahía Blanca. Las lentas singladuras en días de poco viento, las largas calmas ecuatoriales, le permitieron penetrar un poco en los misterios de la inmensidad oceánica, amarga y obscura, que había sido para los pueblos antiguos la «noche del abismo», el «mar de las tinieblas», el dragón azul que diariamente se traga al sol.

      Ya no vió en el padre Océano el dios caprichoso y tiránico de los poetas. Todo funcionaba en sus entrañas con una regularidad vital, sujeto á las leyes generales de la existencia. Hasta las tempestades rugían dentro del cuadriculado de una reglamentación.

      Los dulces vientos alisios empujaban al buque hacia el Sudoeste, manteniendo una serenidad paradisíaca en el cielo y en el mar. Ante la proa chisporroteaban las alas de tafetán de los peces voladores, abriéndose sus enjambres como escuadrillas de diminutos aeroplanos.

      Sobre la arboladura cubierta de lonas trazaban largos círculos los albatros, águilas del desierto atlántico, extendiendo en el purísimo azul el enorme velamen de sus alas. De tarde en tarde encontraba el buque praderas flotantes, extensos campos de algas despegadas del mar de los Sargazos. Tortugas enormes dormitaban hundidas en estas hierbas, sirviendo de isla de reposo á las gaviotas posadas en su caparazón. Unas algas eran verdes, nutridas por el agua luminosa de la superficie; otras tenían el color rojo de las profundidades, adonde llegan mortecinos y enfriados los últimos rayos del sol. Como frutos de la pradera oceánica, flotaban apretados racimos de uvas obscuras, cápsulas coriáceas repletas de agua salobre.

      Al aproximarse á la línea ecuatorial, la brisa iba cayendo y la atmósfera se hacía sofocante. Era la zona de las calmas, el Océano de aceite obscuro, en el que permanecen los buques semanas enteras con el velamen rígido, sin que lo haga estremecer un suspiro atmosférico.

      Nubes de color de hulla reflejaban en el mar su lento arrastre; lluvias azotantes se derramaban sobre la cubierta, seguidas de un sol incendiario que á los pocos minutos era borrado por un nuevo aguacero. Estas nubes preñadas de cataratas, esta noche tendida en pleno sol sobre el Atlántico, habían sido el terror de los antiguos. Y sin embargo, merced á tales fenómenos podían los navegantes pasar de un hemisferio á otro sin que la luz los hiriese de muerte, sin que el mar quemase como un espejo de fuego. El calor de la Línea, elevando el agua en vapores, formaba una banda sombría en torno de la tierra. Desde los otros mundos debía verse con un cinturón de nubes, casi semejante á los anillos siderales.

      En este mar sombrío y caliente estaba el corazón del Océano, el centro de la vida circulatoria del planeta. El cielo era un regulador que, absorbiendo y devolviendo, equilibraba la evaporación. De allí se expedían las lluvias y los rocíos á todo el resto de la tierra, modificando sus temperaturas favorablemente para el desarrollo de animales y vegetales. Allí se cambiaban los vapores de dos mundos, y el agua del hemisferio Sur – el hemisferio de los grandes mares, sin otros relieves que los triángulos extremos de África y América y las gibas de los archipiélagos oceánicos – iba á reforzar, convertida en nubes, los ríos y arroyos del hemisferio Norte, ocupado en su mayor parte por la tierras habitadas.

      De esta zona ecuatorial, corazón del globo, partían dos ríos de agua tibia, que iban á calentar las costas del Norte. Eran dos corrientes que arrancaban del golfo de Méjico y del mar de Java. Su enorme masa líquida, huyendo sin cesar del Ecuador, determinaba un vasto llamamiento de agua de los polos que venía á ocupar su espacio. Y estas corrientes frías y más dulces se precipitaban en el hogar eléctrico de la Línea, que las calentaba y salaba de nuevo, renovando la vida mundial con su sístole y su diástole.

      El Océano comprimía en vano á los dos ríos cálidos, sin llegar á confundirse con ellos. Eran torrentes de un intenso azul, casi negro, que corrían á través de las aguas verdes y frías. Antes que admitir á éstas, el río azul se acumulaba en su curso formando un dorso, una bóveda, con dos pendientes por las que resbalaban los cuerpos.

      La corriente atlántica, al llegar á Terranova, se abría de brazos, enviando uno de ellos al mar del Polo. Con el otro, débil y rendido por el largo viaje, modificaba la temperatura de las islas Británicas, entibiando dulcemente las costas de Noruega. La corriente indiánica, que los japoneses llamaban «el río negro» á causa de su color, circulaba entre las islas, manteniendo más tiempo que la otra sus potencias prodigiosas de creación y agitación, lo que le permitía trazar sobre el planeta una enorme cola de vida.

      Su centro era el apogeo de la energía terrestre en creaciones vegetales y animales, en monstruos y pescados. Uno de sus brazos, escapando al Sur, formaba el mundo misterioso del mar de Coral. En un espacio grande como cuatro continentes, los pólipos, fortalecidos por el agua tibia, levantaban millares de atolones, islas anilladas, bancos y arrecifes, pilares submarinos, terror de la navegación, que, al ligarse entre sí con un trabajo milenario, iban á crear una nueva tierra, un continente de recambio, por si la especie humana perdía en un cataclismo su zócalo actual.

      El pulso del dios azul eran las mareas. La tierra se volvía hacia la luna y los astros con una rotación simpática igual á la de las flores que se vuelven hacia el sol. Todo lo que en ella hay de más móvil – la masa flúida de la atmósfera – se dilataba dos veces diariamente, hinchado su seno, y esta succión atmosférica, obra de la atracción universal, se reflejaba en las aguas, conmoviéndolas. Los mares cerrados como el Mediterráneo apenas sentían sus efectos. Las mareas se detenían á su puerta. Pero en las costas oceánicas la pulsación marina alborotaba el ejército de las olas, lanzándolas diariamente al asalto de los acantilados, haciéndolas rugir con babeos de furor entre islas, promontorios y estrechos, impulsándolas á tragarse extensas tierras, que devolvían horas después.

      Este mar salado, como nuestra sangre, que tiene un corazón, un pulso y una circulación de dos sangres distintas, renovadas y transformadas incesantemente, se encolerizaba lo mismo que una criatura orgánica cuando á las corrientes horizontales de su seno venían á añadirse las corrientes verticales descendidas de la atmósfera. Las violencias pasajeras de los vientos, las crisis de la evaporación, las obscuras fuerzas eléctricas, producían las tempestades.

      No eran mas que estremecimientos cutáneos. La tormenta mortal para los hombres sólo contraía la epidermis marina, mientras la masa profunda de sus aguas permanecía en lóbrega calma, para cumplir la gran función de amamantar y renovar los seres. El padre Océano desconocía la existencia de los infusorios humanos que osaban deslizarse por su superficie en microscópicos cascarones. No se enteraba de los incidentes que podían desarrollarse en el techo de su vivienda. Su vida continuaba


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