La bodega. Vicente Blasco Ibanez

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La bodega - Vicente Blasco Ibanez


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y cuando en medio de su existencia azarosa le acometía la duda de lo futuro, veía, cerrando los ojos, la graciosa sonrisa de María de la Luz, escuchaba su voz, que siempre le decía lo mismo cuando él se presentaba en la viña.

      – Rafaé: me dicen muchas cosas de ti y toas son malas… ¡Pero tú eres bueno! ¿verdá que cambiarás?…

      Y Rafael se juraba a sí mismo que había de cambiar, para que no le mirase con sus ojazos de pena aquel ángel que le aguardaba en lo alto de una colina, cerca de Jerez, y corría cuesta abajo entre el ramaje de las cepas, al verle de lejos galopar por la polvorienta carretera.

      Una noche, los perros de Marchamalo ladraron desaforadamente. Era cerca del amanecer, y el capataz, echando mano a su escopeta, abrió una ventana. Un hombre en mitad de la plazoleta sosteníase agarrado al cuello de su jaca, que respiraba jadeante, con las piernas temblonas, como si fuese a desplomarse.

      – Abra usté, padrino— dijo con débil voz.– Soy yo, Rafaé, que vengo jerío. Pa mí, que me han pasao de parte a parte.

      Entró en la casa, y María de la Luz, al asomarse tras la cortina de percal de su cuarto, lanzó un alarido. Olvidando todo pudor, la muchacha salió en camisa a ayudar a su padre, que apenas podía sostener al mocetón, pálido con palidez de muerte, con las ropas salpicadas de sangre negruzca y de otra fresca y roja que caía y caía por debajo de su chaquetón, goteando en el suelo. Anonadado por su esfuerzo para llegar hasta allí, Rafael se desplomó en la cama, contándolo todo con palabras entrecortadas antes de desvanecerse.

      Un encuentro en la sierra al anochecer con los del resguardo. Él había herido para abrirse paso, y en la huida le alcanzó una bala en la espalda, debajo del hombro. En un ventorrillo le habían curado de cualquier modo, con la misma rudeza con que cuidaban a las bestias, y al oír, en el silencio de la noche, con su fino oído de hombre de la sierra, el trote de los caballos enemigos, había vuelto sobre la silla para no dejarse coger. Un galope de leguas, desesperado, loco, haciendo esfuerzos por mantenerse sobre los estribos, apretando sus piernas con el estertor de una voluntad próxima a desvanecerse, rodándole la cabeza, viendo nubes rojas en la oscuridad de la noche, mientras por el pecho y la espalda se escurría algo viscoso y caliente, que parecía llevársele la vida con punzante cosquilleo. Deseaba esconderse, que no le cogieran: y para esto, ningún refugio como Marchamalo, en aquella época que no era de trabajo y los viñadores estaban ausentes. Además, si su destino era morir, deseaba que fuese entre los que más quería en el mundo. Y sus ojos se dilataban al decir esto: se esforzaba por acariciar con ellos, entre el lagrimeo del dolor, a la hija de su padrino.

      – ¡Rafaé! ¡Rafaé!– gemía María de la Luz inclinándose sobre el herido.

      Y como si la desgracia le hiciese olvidar su habitual recato, faltó muy poco para que le besase en presencia de su padre.

      El caballo murió en la mañana siguiente, reventado por la loca carrera. Su dueño se salvó después de una semana transcurrida entre la vida y la muerte. El señor Fermín había traído de Jerez un médico, gran amigo de Salvatierra, un compañero de la época heroica, acostumbrado a esta clase de lances. Tuvo delirios que le hacían gritar con el terror de la pesadilla, y cuando después de largos desvanecimientos desentornaba los ojos, veía a María de la Luz sentada junto a la cama, inclinando sobre él su cabeza, como si buscase en su aliento la llegada de la reacción vital que habla de salvarle.

      La convalecencia no fue larga. Una vez pasado el peligro, la herida se cicatrizó rápidamente. El capataz afirmaba, con cierto orgullo, que su ahijado tenía carne de perro. A otro lo hubiesen hecho polvo con un balazo así: ¡pero, balitas a él, que era el mozo más valiente del campo de Jerez!…

      Cuando el herido abandonó la cama, acompañábale María de la Luz en sus vacilantes paseos por la explanada y los senderos inmediatos. Entre los dos había vuelto a reaparecer esa pudibundez de los amantes campesinos, ese recato tradicional que hace que los novios se adoren sin decírselo, sin declararse su pasión, bastándoles el expresarla mudamente con los ojos. La muchacha, que había vendado su herida, que había visto desnudo su pecho robusto, perforado por aquel rasguño de labios violáceos, no osaba ahora, que le veía de pie, ofrecerle su brazo cuando paseaba vacilante, apoyándose en un bastón. Entre los dos marcábase un ancho espacio, como si sus cuerpos se repeliesen instintivamente; pero los ojos se buscaban, acariciándose con timidez.

      A la caída de la tarde, el señor Fermín se sentaba en un banco, bajo las arcadas de su caserón, con la guitarra en las rodillas.

      – ¡Venga de ahí, Mariquita de la Lú! Hay que alegrar un poquiyo al enfermo.

      Y la muchacha rompía a cantar, con la cara grave y los ojos entornados, como si cumpliese una función sacerdotal. Únicamente sonreía cuando su mirada se encontraba con la de Rafael, que la escuchaba en éxtasis, acompañando con débil palmoteo el rasguear melancólico de la guitarra del señor Fermín.

      ¡Oh, la voz de María de la Luz! Una voz grave, de entonaciones melancólicas, como la de una mora habituada a eterna clausura que canta para oídos invisibles tras las tupidas celosías: una voz que temblaba con litúrgica solemnidad, como si meciese el sueño de una religión misteriosa sólo de ella conocida. De repente, se adelgazaba, partiendo como un relámpago hacia las alturas, hasta convertirse en un alarido agudo, en un grito que serpenteaba, formando complicados arabescos de salvaje bizarría.

      Las vulgares coplas, oídas por Rafael tantas veces en sus juergas con las gitanas, parecían nuevas en los labios de María de la Luz. Adquirían un sentimentalismo conmovedor, una unción religiosa en el silencio del campo, como si aquella poesía ingenua y gallarda, cansada de rodar sobre las mesas, manchadas de vino y de sangre, se rejuveneciera al tenderse soñolienta en los surcos de la tierra bajo los pabellones de pámpanos. La voz de María de la Luz era famosa en la ciudad. En Semana Santa, la gente que presenciaba el paso de las procesiones de encapuchados a altas horas de la noche, corría para oírla de más cerca.

      – Es la niña del capataz de Marchamalo que va a echarle una saeta al Cristo.

      Y empujada por las amigas, abría los labios y ladeaba la cabeza con un gesto lacrimoso, igual al de la Dolorosa; y el silencio de la noche, que parecía agrandado por la emoción de una religiosidad lúgubre, rasgábase con el lento y melódico quejido de aquella voz de cristal que lloraba las trágicas escenas de la Pasión. Más de una vez la muchedumbre, olvidando la santidad de la noche, prorrumpía en elogios a la gracia de la chiquilla y en bendiciones a la madre que la había parido, sin respetar el aparato inquisitorial del sagrado Entierro con sus negros encapuchados y sus fúnebres blandones.

      En la viña no despertaba menores entusiasmos María de la Luz. Oyéndola los dos hombres bajo las arcadas, sentíanse conmovidos, y sus almas sencillas abríanse a la ráfaga de poesía del crepúsculo, mientras se coloreaban las lejanas montañas con la puesta del sol, y Jerez teñía su blancura con resplandores de incendio, destacándose sobre un cielo de violeta en el que comenzaban a brillar las primeras estrellas.

      El canto quejumbroso y melancólico de los pueblos tristes y moribundos, despertaba inexplicables recuerdos, ecos de una existencia anterior. El alma morisca se estremecía en ellos oyendo aquellas coplas de muerte, de sangre, de amores desesperados y fanfarronas amenazas. El viejo capataz, enardecido por la voz de María de la Luz, parecía olvidar que era su hija, y soltaba la guitarra para echarla su sombrero a los pies.

      – ¡Olé mi niña! ¡Viva su pico de oro, la mare que la crió… y el pare también!

      Y recobrando su gravedad, le decía al ahijado con el tono de un profesor que enseña verdades de universal trascendencia:

      – Ese es er verdadero cante jondo… ¡Jerezano puro! Y si te icen que si las seviyanas, que si las malagueñas, di que es pamplina. En Jerez está la llave der cante. Eso lo declaran toos los sabios del mundo.

      Cuando Rafael se sintió fuerte tuvo que dar por terminado este período de dulce intimidad. Una tarde habló a solas con el señor Fermín. Él no podía seguir allí; pronto llegarían los viñadores, y la casa de Marchamalo recobraría su animación de pequeño pueblo. Además, don Pablo anunciaba su propósito de echar abajo el caserón, para construir aquel castillo con el que


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