La araña negra, t. 5. Blasco Ibáñez Vicente

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La araña negra, t. 5 - Blasco Ibáñez Vicente


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que pedir permiso para intentar el menor avance. ¡No poder él librarse de tal servidumbre! ¡Verse obligado a no trabajar jamás por su cuenta y riesgo!

      Pero Quirós no quería dejar pasar aquella ocasión, que parecía venírsele a las manos, con la muerte del conde. Creía él que la fatalidad colaboraba con sus ambiciones, y que sería una necedad imperdonable despreciar sus favores.

      Adelante, pues; ya se entendería con el padre Claudio cuando llegase el momento, y buscaría el mejor medio de engañarlo, si es que la baronesa acogía bien su plan. Ahora lo importante era tener de su parte a la hermana de Enriqueta.

      Y pensando en esto se le ocurrió a Quirós cuán triste debía ser el estado de ánimo de doña Fernanda a aquellas horas.

      Era una verdadera desgracia que él no hubiese tenido antes noticias del triste fin del conde. En aquella casa debía reinar la desolación, y en tales instantes es cuando se conocen los amigos verdaderos. Su puesto, desde aquella tarde, estaba en la casa de Baselga, al lado de la baronesa y de Enriqueta, prodigándolas cristianos consuelos. ¡Diablo! ¿Por qué habían tenido tan oculta aquella noticia?

      El era un ser imprescindible en ciertas familias, tanto en las desgracias como en las alegrías. Por cosas menos importantes, por un casamiento o un bautizo, lo llamaban, lo consultaban y encargábanle las invitaciones, las formalidades consiguientes en los Centros públicos, y hasta el arreglo de la mesa; y ¡ahora que se trataba de una familia por la que tanto interés sentía, no encontraba hasta aquel momento una buena alma que le avisara lo sucedido!

      ¡Cuánta falta haría allá, para aliviar a doña Fernanda de las enojosas tareas de arreglar el entierro y demás formalidades! ¡Cómo hubiera él adquirido nuevo realce a los ojos de la baronesa, que le consultaba continuamente sobre asuntos de las cofradías, encargándose de todas esas comisiones engorrosas que produce la muerte en una familia del gran mundo!

      Pero nada se había perdido; aún era tiempo de acudir; y apenas Quirós formuló tal pensamiento en su mente, púsose en pie.

      ¿Que era tarde? ¿Que resultaría extemporánea su visita? Mejor aún; así podría parecer espontánea e hija del cariño, y doña Fernanda la agradecería más.

      Quirós, sin despedirse apenas de sus amigos, abandonó la Redacción, y con paso apresurado dirigióse a la calle de Atocha.

      Al llegar frente a la casa de Baselga detúvose algo cohibido al ver la obscura fachada, en la que no se notaba el menor signo de vida interior.

      De seguro dormían, y su visita iba a resultar inoportuna en extremo.

      Pero en Quirós la duda duraba muy poco y no era hombre capaz de retroceder así que adoptaba una resolución.

      Empuñó el pesado aldabón de bronce y dió un golpe, no muy fuerte, como si procurara atenuar su inoportunidad.

      – De seguro, no me oyen – pensó Quirós al dar el golpe.

      Pero, con gran sorpresa, oyó inmediatamente tardas pisadas en el portal; abrióse el postigo y el obeso portero, sin otro traje que pantalones, camisa y bordados tirantes, apareció con una luz en la mano y tiritando de frío.

      – ¡Ah! Es usted, don Joaquín – dijo el portero, después de cerrar el postigo tras el recién llegado – . Hace ya más de una hora que lo espero a usted. Suba usted en seguida; la señora baronesa le espera con gran impaciencia. Hace ya más de una hora que el ayuda de cámara fué a buscarle a su casa. ¡Qué desgracias, Dios mío, qué desgracias! Cuando el diablo se mete en una casa, tarde sale.

      Y el obeso portero expresaba con ademanes trágicos su desesperación, mientras subía la escalera, alumbrando a Quirós.

      Este se sentía satisfecho y adquiría mayor confianza al saber que la baronesa se había acordado de él mandando que le llamaran. Por esto se felicitaba de su resolución, que resultaba oportuna.

      La baronesa recibió a su amigo en un gabinete que servía de antecámara a su dormitorio, y al verla Quirós no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.

      Doña Fernanda tenía un aspecto de quebrantamiento que, a los ojos del joven escritor, demostraba la cruel y profunda impresión que en ella había producido la muerte de su padre.

      Toda la casa estaba en conmoción, pues Quirós, en las habitaciones exteriores, había visto a los criados que, vestidos y prontos a acudir al servicio de la señora, aunque apoyándose en la pared o medio tendidos en los divanes, cabeceaban de vez en cuando, entregándose al sueño.

      La baronesa, que contraía su rostro con una mueca natural e indefinible entre el dolor y la rabia, estrechó lánguidamente la mano que le tendía el joven con ceremoniosa aflicción.

      – Baronesa, he venido sin perder tiempo, porque en estas ocasiones es cuando se conocen los verdaderos amigos.

      – Gracias, Joaquinito. Ya sabrá usted mi desgracia en toda su extensión. En esta casa se repiten los sucesos tristes con una rapidez abrumadora.

      – Efectivamente, baronesa. La muerte del conde es una desgracia…

      – Pues, ¿y lo otro? – exclamó la baronesa, interrumpiendo a su amigo.

      Este hizo un gesto de extrañeza, como preguntando qué era lo otro. La baronesa le comprendió.

      – ¡Cómo! ¿Usted no sabe lo ocurrido aquí esta noche? Pero, ¡Dios mío, cuán loca soy! Usted no puede saberlo, pues ninguno de mis amigos, ni aun el padre Claudio, tiene noticia de lo sucedido.

      – Pero, ¿qué ocurre, baronesa? ¿Otra desgracia, después de la muerte del conde?

      – Sí, Joaquinito. Mi hermana Enriqueta ha huído de casa esta misma noche.

      Quirós aún quedó más asombrado al escuchar aquello que al saber el suicidio del conde.

      Le resultaba el mayor de los absurdos la fuga de aquella joven tan humilde y recatada, que él consideraba poco menos que tonta.

      El inesperado suceso dejó absorto por mucho rato al joven, que vió por el suelo sus más risueñas ilusiones. Después de esto resultaba imposible aquel magnífico proyecto de casamiento que le había de hacer rico y poderoso.

      – ¡Pero, baronesa! ¿Cómo ha sido eso? – preguntó Quirós, cuando se repuso de aquella primera impresión.

      – ¡Dios mío! ¡Si yo misma no puedo explicármelo! ¿Quién había de esperar semejante cosa de Enriqueta? Yo no puedo comprender qué idea ha enloquecido a esa muchacha hasta el punto de hacerla abandonar su casa.

      – ¿Sabe Enriqueta la muerte de su padre?

      – No; es decir, yo creo que no, pues nadie en esta casa le ha hecho la menor indicación. Vea usted lo que ha sucedido.

      Y la baronesa relató a Quirós la inmensa y dolorosa sorpresa que había producido en la casa la desaparición de Enriqueta.

      Justamente a las ocho de la noche había llegado de las posesiones que el conde tenía en Castilla la antigua ama de llaves, Tomasa, a la cual la baronesa seguía profesando un odio irreconciliable. Había hecho el viaje alarmada por cierta carta que una persona de la servidumbre (la doncella de la baronesa) la había enviado, dándola cuenta de la locura del conde y acudía presurosa la sencilla aragonesa, creyendo que con su presencia podía aliviar el triste estado de doña Fernanda.

      Cuando Tomasa supo la desgracia que acababa de ocurrir y la habladora doncella le hubo relatado el suicidio con tantos detalles como si lo hubiera presenciado, la pobre mujer, que era ruidosa en extremo, tanto en sus alegrías como en sus tristezas, comenzó a dar alaridos, al mismo tiempo que sus ojos se cubrían de lágrimas.

      El único deseo que manifestó, en medio de su dolor, fué ver a su señorita, a su querida Enriqueta; pero la baronesa se lo prohibió, por no querer que su hermana conociera repentinamente el trágico fin de su padre. A la hora de cenar, doña Fernanda no se alteró al ver que su hermana no bajaba, y dió a las once y media orden a toda la servidumbre para que fuera a descansar; pero entonces fué cuando la antigua ama de llaves, antes de ir a recogerse en el cuarto de la doncella, se deslizó hasta la


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