Cuentos Clásicos del Norte, Primera Serie. Edgar Allan Poe

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Cuentos Clásicos del Norte, Primera Serie - Edgar Allan Poe


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y al parecer con pequeño esfuerzo, ascendiendo más y más alto hasta que perdimos de vista su agachada figura entre el espeso follaje que la envolvía. A poco oímos su voz en una especie de alerta.

      – ¿Asta ónde subo aora?

      – ¿A qué altura has llegado?

      – Bien arriba, – replicó el negro; – ya púo ver el sielo po entre la punta del árbol.

      – Nada importa el cielo, pero atiende a lo que voy a decirte. Mira hacia abajo del árbol y cuenta las ramas de este lado debajo de ti. ¿Cuántas ramas has pasado?

      – Una, do, tré, cuato, sinco… he pasao sinco ramas de este lao, patrón.

      – Entonces sube una más. —

      Algunos minutos después oímos nuevamente su voz anunciando que había llegado a la séptima.

      – Ahora, Jup, – exclamó Legrand visiblemente agitado, – necesito que avances sobre esa rama lo más lejos que puedas. Si encuentras algo extraño, avísamelo inmediatamente. —

      En aquel momento desaparecieron las pocas dudas que podía aun abrigar acerca de la demencia de mi amigo. No tenía otra alternativa sino pensar que había sido atacado de locura, y llegué a sentirme verdaderamente ansioso pensando en el modo de hacerlo regresar a la casa. En tanto que reflexionaba sobre lo que sería más conveniente intentar, la voz de Júpiter dejóse escuchar de nuevo.

      – Mucho critianos se asutarían de andar po eta rama. Etá seca casi todita.

      – ¿Dices que es una rama seca, Júpiter? – interrogó Legrand con voz trémula.

      – Sí, patrón; etá seca como tranca e puerta. Como que lo etoy viendo… ¡tá muerta!

      – ¿Qué haré, en nombre del cielo? – exclamó Legrand, que parecía entregado a gran desesperación.

      – ¡Haced esto! – insinué yo, satisfecho de encontrar la oportunidad de colocar una palabra. – ¡Vaya! ¡Venir a casa y acostaros! Vamos inmediatamente, si sois buen chico. Se hace tarde, y además debéis recordar vuestra promesa.

      – ¡Júpiter! – gritó él, sin atenderme en lo más mínimo. – ¿Me oyes?

      – Sí, patrón; l'oigo mu bien.

      – Entonces, prueba la madera con tu cuchillo y fíjate bien si la rama está muy seca.

      – Podrida, patrón, seguro, – contestó el negro después de un momento; pero no tan podrida. Quién sabe si pudiera 'vansá má ayá etando solo. ¡Así sí, digo!

      – ¡Solo! ¿Qué quieres decir?

      – Güeno, é po la cucaracha. E mu pesada. Si la boto pa 'bajo, la rama no se romperá con el peso del negro na má.

      – ¡Canalla infame! – gritó Legrand, muy consolado al parecer, – ¿qué piensas sacar diciéndome esas estupideces? Ten por seguro que si dejas caer el insecto te rompo el cuello. ¡Mira, Júpiter! ¿me oyes?

      – Sí, patrón; no hay necesidad de cargarle con tanto grito al pobre negro.

      – ¡Bien! ¡Escucha ahora! Si vas por esa rama hasta donde creas que hay seguridad y no dejas caer el escarabajo, te regalaré un dólar de plata en cuanto llegues al suelo.

      – Voy, patrón, pierda cuidao, – repuso el negro con presteza; – etoy casi en la punta de la rama.

      –¡Casi en la punta de la rama!– exclamó alegremente Legrand; – ¿dices que has llegado al extremo de esa rama?

      – Pronto etoy en la mima punta, patrón… ¡O-o-o-oh! ¡Santísimo Padre! ¡Qué es eto que hay en el árbol?

      – ¡Bien! – gritó? Legrand en medio de extraordinario deleite. – ¿Qué es ello?

      – ¿Qué! ¡Una calavera!.. Alguno que dejó su cabesa en el árbol y los gallinasos le han comío toíto el peyejo.

      – ¿Una calavera, dices? ¡Muy bien! ¿Cómo está asegurada contra el árbol? ¿Qué cosa la sostiene?

      – Etá juerte, patrón; vamo a ver. ¡Vaya qu' é curioso! Etá clavada al árbol con un clavo grandaso.

      – Ahora bien, Júpiter, haz exactamente lo que te digo; ¿me oyes?

      – Sí, patrón.

      – Fíjate entonces; busca el ojo izquierdo de la calavera.

      – ¡Ju, ju! ¡Eso sí que etá güeno! No hay dengún ojo en la calavera.

      – ¡Malhaya sea tu estupidez! ¿Sabes siquiera distinguir tu mano izquierda de tu mano derecha?

      – Claro que lo sé… y mu bien. Mi mano isquierda é la que está agarrando la rama.

      – ¡Sí, por cierto! Eres zurdo; y tu ojo izquierdo está al mismo lado que tu mano izquierda. Ahora supongo que podrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera o el sitio donde estaba el ojo izquierdo. ¿Lo encuentras? —

      Hubo una larga pausa. Al fin preguntó el negro:

      – ¡Diga, patrón! ¿El ojo isquierdo de la calavera etá al mimo lao que la mano isquierda de la calavera? Poque no l'encuentro manos a la calavera… ¡No importa! Aquí tengo ahora el ojo isquierdo… aquí etá el ojo isquierdo… ¿Qué ago con él?

      – Deja caer por allí al insecto hasta donde alcance el cordón; pero ten mucho cuidado de no dejar escapar el otro extremo.

      – Listo, patrón. Fasilito pasó la cucaracha por el aujero… aora ¡cuidao con el bicho ayá abajo!

      Durante todo este coloquio nada podía descubrirse de la persona de Júpiter; pero el insecto, que había dejado descender, veíase ahora al extremo del cordón, brillando como un globo de oro bruñido a los últimos rayos del sol poniente que iluminaban todavía débilmente la eminencia en que nos encontrábamos. El escarabajo oscilaba libremente fuera de las ramas y, de soltarlo, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió la hoz al punto y desmontó un espacio circular de tres o cuatro pies de diámetro, exactamente debajo del insecto; cumplido lo cual ordenó a Júpiter soltar el cordón y descender del árbol.

      Clavando en el suelo una estaca con gran esmero, en el punto preciso donde cayó el animal, sacó mi amigo del bolsillo una cinta de medida. Asegurando uno de sus extremos al tronco por el sitio más cercano a la estaca, la desenrolló hasta alcanzar este punto, continuando la operación hasta la distancia de cincuenta pies siguiendo la dirección establecida por los dos puntos del tronco y la estaca. Júpiter abría camino en la maleza con la hoz. Llegando al sitio determinado en esta forma, enclavó de nuevo otra estaca y, tomándola como eje, describió un círculo de cuatro pies de diámetro aproximadamente. Cogiendo entonces una azada para sí y dando una a Júpiter y otra a mí, nos encareció ponernos a cavar con la mayor actividad posible.

      A decir verdad, no tenía yo especial afición por este entretenimiento en ningún caso, y habría declinado gustoso la invitación en semejante momento, porque la noche caía y me sentía muy fatigado con todo el ejercicio que habíamos llevado a cabo; pero no vi modo alguno de escapar, temiendo alterar la ecuanimidad de mi pobre amigo con una negativa. Si hubiera podido contar con la ayuda de Júpiter, no habría vacilado en intentar el regreso del lunático a la casa, aun cuando fuera por fuerza; pero sabía muy bien las disposiciones del viejo negro para esperar que quisiera sostenerme, en cualesquiera circunstancias, en lucha personal contra su amo. No dudaba yo que éste se hubiera contagiado con alguna de las innumerables supersticiones del sur con respecto a dinero enterrado, y que tal fantasía se confirmara en su mente por el hallazgo del escarabajo o, quizá también, por la obstinación de Júpiter en asegurar que este insecto era "un animal de oro verdadero." Una mente predispuesta a la locura pronto se dejaría arrastrar por tales sugestiones, especialmente si concordaban con ideas favoritas preconcebidas, lo que me hizo recordar que el pobre muchacho llamaba al escarabajo "la base de su fortuna." Encontrábame tristemente vejado e impresionado, pero al fin resolví hacer de necesidad virtud y cavar con entusiasmo para convencer


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