Su único hijo. Leopoldo Alas

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Su único hijo - Leopoldo Alas


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y soez de la moza; lo decía con una voz y un tono como los que emplean los cómicos al despedirse del pícaro mundo al final de un tercer acto, cuando están con el alma en la boca y un puñal en las entrañas.

      El agua le calmó y dio cierta fuerza. Pudo levantarse y despedirse. No pensó en dar explicaciones ni disculpas. Su silencio era muy ridículo, es claro. ¿Qué estaría pensando aquel señor? Lo menos, que él estaba loco. Bien, ¿y qué? Valiente cosa le importaba en aquel momento a Bonis que se riera de él el mundo entero. ¡Nepomuceno había pagado los seis mil reales! Esto, esto era lo terrible. ¿Volvería a casa? ¿Se escaparía?

      Viéndole tan conmovido, D. Benito, el Mayor, no quiso hablar una palabra más sobre el asunto misterioso; sin tirarle de las orejas ni andarse con cuchufletas, le despidió muy serio, con rostro compungido como acompañándole en una desgracia tan respetable cuanto desconocida para él; y después de conducirle hasta el primer tramo de la escalera, se volvió a su despacho. Sólo entonces se le ocurrió esta diabólica idea:

      –Aquí hay gato, es claro; a mí no me importa; pero si… es una hipótesis, si hubiera podido haber un medio… así… verosímil.... legal… de… de cobrar yo mis seis mil reales, al tío primero, y después otros seis mil al sobrino.... Disparate, absurdo; corriente; pero hubiera tenido gracia.

      Y dando un patético suspiro, se frotó las manos; y renunciando al ideal de cobrar dos veces, no pensó más en aquello y volvió a sus negocios.

      En cuanto a Reyes, al llegar al portal, donde trabajaba y comía un zapatero de viejo, tuvo varias ideas y un desmayo. Las ideas fueron las siguientes: «Ese farsante de ahí arriba me ha engañado, he debido tener valor para acogotarle, o, por lo menos, para decirle cuántas son cinco. Miente como un bellaco; el tío Nepomuceno ha pagado porque este traidor no se fiaba de mí; me conoció en la cara que yo no podía sacar de ninguna parte seis mil reales y se fue al otro… y cantó… Verdad es que yo no le había encargado el secreto. Pero se suponía que lo necesitaba; debía de conocérseme en la cara; y a él acudí por su fama de discreto, de hombre de mucho sigilo.... Voy a volver arriba a matarle, exprofeso…».

      Y cuando pensaba en esto, fue cuando sintió absoluta necesidad de dejarse caer. Cayó sentado en el portal y se le fue la cabeza. El zapatero acudió en su auxilio. Cuando volvió en sí Reyes, sintió, como la noche anterior, que le regaban la cara con agua fresca. Y medio delirando, dijo:

      –Gracias… sola, sin azúcar.

      -VII-

      Dio expresivas muestras de gratitud al zapatero, que se ofreció a acompañarle a su casa y salió, sacando fuerzas de flaqueza, a paso largo, sin saber adónde iba. «Yo debía tirarme al río», se dijo. Pero enseguida reflexionó que ni por aquella ciudad pasaba río alguno, ni él tenía vocación de suicida. Pasó junto al café de la Oliva, donde solía tomar Jerez con bizcochos algunos domingos, al volver de misa mayor, y el deseo de un albergue amigo le penetró el alma. Entró, subió al primer piso, que era donde se servía a los parroquianos. Se sentó en un rincón oscuro. No había consumidores. El mozo de aquella sala, que estaba afinando una guitarra, dejó el instrumento, limpió la mesa de Reyes y le preguntó si quería el Jerez y los bizcochos.

      –¡Qué bizcochos!, no, amigo mío. Botillería, eso tomaría yo de buena gana. Tengo el gaznate hecho brasas....

      El mozo sonrió compadeciendo la ignorancia del señorito. ¡Botillería a aquellas horas!

      –Ya ve usted… botillería a estas horas....

      –Es verdad… es un… anacronismo. Además, el helado por la mañana hace daño. Tráeme un vaso de agua… y échale un poco de zarzaparrilla.

      Debe advertirse que Bonifacio y el mozo, al hablar de botillería, estaban pensando en el helado de fresa que allí, en el café de la Oliva, se hacía mejor que en el cielo, en opinión de todo el pueblo.

      Servido Reyes, el mozo volvió a su guitarra, y después de templarla a su gusto, la emprendió con la marcha fúnebre de Luis XVI.

      Al principio Bonis saboreaba la zarzaparrilla inocente sin oír siquiera la música. Pero la vocación es la vocación. Al poco rato «su espíritu se fue identificando con la guitarra». La guitarra, para Bonis, era a los instrumentos de música lo que el gato a los animales domésticos.... El gato era el amigo más discreto, más dulce, más perezosamente mimoso.... la guitarra le acariciaba el alma con la suavidad de la piel de gato, que se deja rascar el lomo.

      Las trompetas y tambores que imitaban las cuerdas, ya tirantes, ya flojas, le hicieron a Reyes ponerse en el caso del rey mártir; y se acordó de la frase del confesor: «Nieto de San Luis, sube al cielo». Lo había leído en Thiers en la traducción de Miñano. Muy a su placer se sintió enternecido. Sabía él que sólo el sentimentalismo podía darle la energía suficiente, o poco menos, para afrontar su «terrible» situación cara a cara con todos los suyos, o, mejor dicho, todos los de su mujer.

      Sí, era preciso armarse de valor, ir al suplicio con el espíritu firme del desgraciado rey mártir. Para él era el suplicio la presencia de Emma y de Nepomuceno.

      El guitarrista dejó a Luis XVI en el panteón, y saltó a la jota aragonesa.

      Se lo agradeció Bonis, porque aquello edificaba; era el himno del valor patrio. Pues bien, lo tendría, no patrio, sino cívico… o familiar… o como fuese; tendría valor. ¿Por qué no? Es más, pensó que su pasión, su gran pasión, era tan respetable y digna de defensa como la independencia de los pueblos. Moriría al pie del cañón, a los pies de su tiple, sobre los escombros de su pasión, de su Zaragoza....

      –No disparatemos, seamos positivos—se dijo.

      Y se llevó las manos a los bolsillos con gesto de impaciente incertidumbre… ¿Si habría dejado aquellas onzas en casa del infame?… No… estaban allí, en el bolsillo interior del gabán… ¡lo que era el instinto! No recordaba cómo ni cuándo las había recogido y envuelto otra vez en su cucurucho.

      Después que palpó su tesoro, empezó a sentirlo por el peso, peso que le oprimía dulcemente el pecho. Daba el dinero, aunque pareciera mentira a un ser tan romántico, daba cierto calorcillo suave. «¡Siete mil reales!» se decía; y experimentaba consuelo en sus tribulaciones; y sobre todo le animaba la conciencia de un valor cívico que nacía de la presión de aquellas onzas… ¡Oh! Es indudable lo que dice el catedrático de economía y geografía mercantil en la tienda de Cascos: «La riqueza es una garantía de la independencia de las naciones». Si estos siete mil reales fueran míos, yo afrontaría con menos miedo mi terrible situación. Huiría al extranjero; sí, señor, me escaparía… ¡Y si ella me acompañaba! ¡Oh!… ¡Qué felicidad!… Juntos… en aquel rincón de Toscana o de Lombardía que ella conoce. Pero ¡ay!, siete mil reales eran muy pequeña cantidad para compartirla con una dulce compañera. En realidad, ¡qué pobre había sido él toda la vida! Había vivido de limosna… y quería ser amante de una gran artista llena de necesidades de lujo y de fantasía… ¡Miserable!… Se puso colorado recordando ciertas reticencias maliciosas y alusiones tan embozadas como venenosas de sus amigos envidiosos. El día anterior, el lechuguino, que en vano había querido conquistar a la Gorgheggi, había dicho en la tienda de Cascos:

      –Estos señores creen que usted se entiende con la tiple, Sr. Reyes; pero yo defiendo la virtud de usted… y le ayudo en su campaña para desarmar la calumnia. Y mi argumento es este: «El Sr. Reyes sabe que una mujer de estas es muy cara, y él no ha de querer arruinarse y arruinar a su mujer por una cómica. Y sin regalos, y de los caros, es ridículo obsequiar a una artista de tales pretensiones. Es usted demasiado discreto».

      La verdad era que si hasta la fecha no había necesitado más dinero que el prestado a Mochi, en adelante, si aquellas relaciones se formalizaban… Sí, era indispensable disponer de cuatro cuartos. Por muy desinteresada que se quisiera suponer a Serafina, y él la suponía todo lo desinteresada que puede ser la mujer ideal (el bello ideal), era indudable que si seguían tratándose y crecía la intimidad, llegarían ocasiones en que alguno de los dos tendría que pagar algo, hacer algunos gastos… y el ideal no llegaba al punto de exigir que pagase la mujer.


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