Su único hijo. Leopoldo Alas

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Su único hijo - Leopoldo Alas


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del rostro, el rojo que encendía las mejillas y aquel afán de la mirada, creía Reyes que expresarían la intensidad de sus impresiones, su grandísimo amor a la melodía; pero más parecían signos de una irremediable asfixia; hacían pensar en la apoplejía, en cualquier terrible crisis fisiológica, pero no en el hermoso corazón del melómano, sencillo como una paloma.

      Por no molestar a nadie, ni gastar dinero de su mujer, puesto que propio no lo tenía, en comprar papeles de música, pedía prestadas las polkas y las partituras enteras de ópera italiana que eran su encanto, y él mismo copiaba todos aquellos torrentes de armonía y melodía, representados por los amados signos del pentagrama. Emma no le pedía cuenta de estas aficiones ni del tiempo que le ocupaban, que era la mayor parte del día. Sólo le exigía estar siempre vestido, y bien vestido, a las horas señaladas para salir a paseo o a visitas. Su Bonifacio no era más que una figura de adorno para ella; por dentro no tenía nada, era un alma de cántaro; pero la figura se podía presentar y dar con ella envidia a muchas señoronas del pueblo. Lucía a su marido, a quien compraba buena ropa, que él vestía bien, y se reservaba el derecho de tenerle por un alma de Dios. Él parecía, en los primeros tiempos, contento con su suerte. No entraba ni salía en los negocios de la casa; no gastaba más que un pobre estudiante en el regalo de su persona, pues aquello de la ropa lujosa no era en rigor gasto propio, sino de la vanidad de su mujer; a él le agradaba parecer bien, pero hubiera prescindido de este lujo indumentario sin un solo suspiro; además, creía ocioso y gasto inútil aquello de encargar los pantalones y las levitas a Madrid, exceso de dandysmo, entonces inaudito en el pueblo. Conocía él un sastre modesto, flautista también, que por poco dinero era capaz de cortar no peor que los empecatados artistas de la corte. Esto lo pensaba, pero no lo decía. Se dejaba vestir. Su resolución era pesar lo menos posible sobre la casa de los Valcárcel, y callar a todo.

      -II-

      Emma era el jefe de la familia; era más, según ya se ha dicho, su tirano. Tíos, primos y sobrinos acataban sus órdenes, respetaban sus caprichos. Este dominio sobre las almas no se explicaba de modo suficiente por motivos económicos, pero sin duda estos influían bastante. Todos los Valcárcel eran pobres. La fecundidad de la raza era famosa en la provincia; las hembras de los Valcárcel parían mucho, y no les iban en zaga las que los varones hacían ingresar en la familia, mediante legítimo matrimonio. Procrear mucho y no querer trabajar, este parecía ser el lema de aquella estirpe. Entre todos los Valcárcel no había habido más hombre trabajador en todo el siglo que el padre de Emma, el abogado, que también había sido, dentro del matrimonio, menos prolífico que sus parientes. Ya se ha dicho que Emma era hija única, y, por tanto, heredera universal del abogado romántico y flautista. Pero los ahorros del aprovechado jurisconsulto llegaron a su hija un tanto mermados. Parece ser que la castidad de D. Diego Valcárcel no era tan extremada como se creía; su verdadera virtud había consistido siempre en la prudencia y en el sigilo; sabía que el mal ejemplo y el escándalo son los más formidables enemigos de las sociedades bien organizadas, y él, visto que no le era posible conservarse en casta viudez, entre seducir a las criadas de casa y a las doncellas de su hija, y, tal vez, como la tentación le había apuntado varias veces a la oreja, a las respetables clientes, desamparadas señoras que acudían a su despacho en demanda de luces jurídico-morales, como él decía; entre esto y reglamentar el vicio, las inevitables expansiones de la carne flaca, optó por lo último, organizando con sabia distribución y prudentísimo secreto el servicio de Afrodita, como decía él también. Y allí, fuera del pueblo, en las aldeas vecinas adonde le llevaban a menudo los cuidados de la hacienda propia y negocios ajenos, llegó a ser, valga la verdad, el Abraham—Pater Orchamus—irresponsable de un gran pueblo de hijos naturales, muchos adulterinos. Ni su conciencia, ni la del cura que le confesó, que en vida le había ayudado a veces a evitar escándalos, ni ciertas amenazas de bochornosas confesiones por parte de algunas pecadoras, le consintieron, a la hora un tanto apurada de hacer testamento, dejar en completo olvido ciertas obligaciones de la sangre; y como se pudo, guardando los disimulos formales que fueron del caso, se dejaron mandas aquí y allá, que disminuyeron en todo lo que la ley consentía la herencia de Emma. No fue esto lo peor, sino que, previa consulta del mismo director espiritual, D. Diego había hecho antes subrepticiamente muchas enajenaciones inter vivos, a que, muy a su pesar, le obligó el miedo al escándalo, que era su gran virtud, según se ha dicho. En suma, Emma se vio con bastante menos caudal que su padre, pero ella apenas lo supo casi, porque la daban jaqueca los papeles, síncopes los números y grima la letra de los curiales. Allá el tío, decía siempre que se trataba de intereses. Ella no entendía de nada más que de gastar. Bien hubiera querido D. Juan Nepomuceno, antes curador de Emma y actual mayordomo, sacudir todas las moscas que en forma de parientes zumbaban alrededor del mermado panal de la herencia; mas no era esto hacedero, porque el entrañable cariño que a los Valcárcel pretéritos y presentes y futuros había cobrado la sobrina, exigía que la hospitalidad más generosa acogiera a todos los suyos. D. Juan tuvo que contentarse con ser el único administrador de aquella prodigalidad gentílica, pero no llegó su influencia a evitar el despilfarro, ni siquiera a conseguir que redundara sólo en provecho propio la generosidad excesiva de su antigua pupila.

      Emma, que tuvo un mal parto, salió de una crisis de la vida lisiada de las entrañas, con el estómago muy débil, y perdió carnes y ocultó prematuras arrugas. Mas no podía esconder un brillo frío y siniestro de la mirada, antipático como él solo; en aquel brillo y en la expresión repulsiva que le acompañaba, se había convertido el misterioso fulgor de aquellos ojos que habían cantado, a la guitarra, varios parientes de la enfermucha mujer, nerviosa, irascible. De aquellos parientes, enamorados los más en secreto tiempo atrás, cada cual según su temperamento, hizo su corte Emma, que cada día despreciaba más a su marido, a quien sólo estimaba como físico, y sentía más vivo el cariño por los de su raza.

      Reyes comprendía bien que, sin culpa suya, se iba convirtiendo en el enemigo de sus afines, enemigo vencido y humillado gracias a que su mujer le entregaba indefenso, atado de pies y manos, a cuantos parientes quisieran hacer de él un pandero.

      Los Valcárcel, oriundos de la montaña, habían bajado a las villas de las vegas y de la llanura a procurarse vida más holgada y muelle, y por todo recurso acudían al expediente de buscar matrimonios de ventaja, seduciendo a los ricachos de pueblo con pergaminos y escudos de piedra labrada, allá en los caserones de los vericuetos, y a las tiernas doncellas con las buenas figuras de arrogante vigor y señoril gentileza que abundaban en la familia. Casi todos los Valcárcel eran buenos mozos, aunque no tanto como el abuelo heroico, esbeltos; pero de palabra tarda, ceño adusto, voz ronca, trato oscuro y orgullosos sin disimulo; distinguíanse también por su apego exagerado a la capa, cuyo uso era excusado la mayor parte del año en los poblachones bajos, templados y húmedos, donde solían buscar novias. Algunos llevaron su audacia, sin dejar la capa, a extender sus correrías de caballeros pobres hasta las puertas de la misma capital de la provincia, y por fin, D. Diego, el padre de Emma, el genio superior de la familia sin duda alguna, entró en la ciudad sin miedo, fue estudiante emprendedor y calavera, y al llegar a la mayor edad y tomar el grado, cambió de carácter, de repente, se hizo serio como un colchón, abrió cuarto de estudio, acaparó la clientela de la montaña, aduló a los señores del margen, magistrados serios también y amigos de las fórmulas más exquisitas, hizo buena boda, salió de pobre, brilló en estrados con fulgor de faro de primera clase, y, sin perjuicio de ser romántico en el fuero interno, y hasta de escribir octavillas en el seno del hogar, y dejar válvulas de seguridad a los vapores del sentimentalismo en las llaves de la flauta, en que soplaba con lágrimas en los ojos, fue con todo el más rígido amador de la letra y enemigo del espíritu y de toda interpretación arriesgada e irreverente de la ley sacrosanta. Y no se cuenta que una sola vez tuviera la Sala que dirigirle el más comedido apercibimiento; ni de la pulcritud de su lenguaje en estrados se hizo la magistratura sino lenguas, llegando en este punto a caer D. Diego, valga la verdad, en cierto culteranismo, disculpable, eso sí, porque mediante él procuraba que su elocuencia saliese como el armiño de las cenagosas aguas de la podredumbre privada, adonde le arrastraban, en ocasiones, las necesidades del foro. Alguna vez tuvo que acusar, mal de su grado, a un sacerdote indigno, de delitos contra la honestidad; y si bien en el fondo procuró estar fuerte, terrible, implacable, no hubo modo de que su lengua usase epítetos duros, ni siquiera enérgicos ni


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