La Verdad Y La Verosimilitud. Guido Pagliarino

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La Verdad Y La Verosimilitud - Guido Pagliarino


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en vez del sobrino. Tirlotti manifestaría a la contraparte que el tiempo fijado para el encargo estaba muy cerca y pediría un vencimiento más alejado. Si no hubiera sido posible, no firmarían el contrato. Pero habían perdido tanto tiempo que era poco probable una expedición puntual.

      Desgraciadamente el acuerdo, como temía el doctor Fringuella, preveía aunque fuera un simple contratiempo, la cancelación de la mercancía, ningún pago y el derecho a una cifra alta en concepto de daños y perjuicios; consiguieron mandar un pequeño anticipo de mercadería, que por contrato fue rechazado. De nada sirvieron los intentos del director administrativo de obtener un aplazamiento: el material era necesario para una película histórica colosal, una coproducción italoamericana de miles de millones de liras en gastos2 con actores procedentes de medio mundo. No se podía atrasar la grabación ni un día. Usarían el papel maché de siempre en lugar del Polvo para construir montañas, le dijeron al doctor por teléfono; en lo que al anticipio respectaba, tenían pleno derecho contractual de quedárselo en concepto de indemnización por daños y perjuicios. Todo un contrato suicida para el caballero. Fue un completo desastre; y pensar que si hubiera tenido una sola semana de margen trabajando sin descanso lo hubieran conseguido. Culpa de Pittò, no había duda, por su maldita superstición.

      Â¿Qué podían hacer? Nada de nada; inmediatamente después los otros les mandaron una carta muy seria del abogado que pedía sin dilación la penalización.

      El caballero acusó de forma refleja al doctor Fringuella por haber iniciado la producción sin su consentimiento:

       Debería reclamarle los daños a usted por la retención de la mercancía y por el material que no ha conseguido vender en las tiendas.

       Â¡Es usted un imbécil! —soltó a modo de respuesta el enfurecido director administrativo, insultándole por primera y no última vez con el rostro a pocos centímetros del jefe, escupiéndole saliva y bilis.

      Intimidado, dio media vuelta y desapareció suspirando un «piojoso, piojoso» y picando de manos como solía, aunque no demasiado enérgicamente. En cuanto se fue por el pasillo más cercano el ruido de sus pasos fue silenciado de repente por otro sonido inconfundible. Una ensordecedora y formidable flatulencia reprimida seguida de un potente y miserable: «¡doctor de los cojones!».

      Fringuella corrió hacia la voz pero no vio a nadie en el pasillo, tal era la habilidad del caballero para eclipsarse.

      Entonces el director empezó, o reanudó, a beber sin moderación, no solo en las comidas como se adivinaba en el aliento que despedía; también en el desayuno. Poco a poco se convirtió en un estorbo para la empresa, por no decir una toxina. Se habituó a agredir verbalmente no solo a Pittò, sino también al heredero. Bruno se preguntó si aquel hombre, bajo el espíritu de alcohólico, vería reflejada en él la imagen del tío y le castigaba por haber entrado en la vida del despreciado jefe. Puede que sí, pero no era aquello lo que volvía descortés al doctor. Un día se delató solo cuando le soltó fríamente al joven, mirándole a los ojos:

       Ya van dos meses que los trabajadores no cobran, yo incluido. ¿Por qué su padre no sufraga nuestra empresa? ¿No cree que sería lo justo?

       Â¡Â¿Pero qué dice?! —se alarmó Bruno.

       Digo, querido, que vuestra posición se debe a Pittò y ahora debería devolverle el favor.

       Nuestra pos...

       Sí, ¿hablo en chino? Vuestra posición. Todo el mundo sabe que su tío subvencionó a fondo perdido la oficina del doctor Seta —Bruno permaneció con la boca abierta— y que él os regaló la casa donde ahora vivís por el afecto que le profesaba a su madre, a quien quiso como a la hija que su mujer nunca le pudo dar.

       La hija, la mujer, la madre... ¿se refiere a mi madre?

       Sí, ¿por?, ¿es que no ha tenido madre? —se mofó con una risa burlona.

       Â¡Pero si mi madre ya estaba muerta cuando el caballero conoció a mi tía!

      Fringuella iba a contestar pero el joven se le adelantó:

       Además, el despacho ya era de mi abuelo, igual que el apartamento. ¿Ahora lo entiende?

      El doctor siguió mirándole burlonamente, como diciendo: «¿A mí que me cuentas?».

      Bruno se irritó aún más:

       Â¡Deje de mirarme así, imbécil!

      Entonces el otro, sin alzar la voz y sin levantarse de la silla donde se había acomodado:

       Â¡Mentiroso! De hecho estoy convencido de que ahora mismo Pittò esconde dinero de su padre mientras espera la quiebra.

       Â¿Está loco o qué? —agarró el respaldo con ambas manos y tiró al suelo a Fringuella. Seguidamente se fue a buscar a su tío. En realidad se arrepintió al instante de la agresión: en el fondo el hombre estaba borracho y él ya no era un chiquillo. Sin embargo ya no podía disculparse: sería como aceptar que el director tenía razón en todo. Se quedó con el remordimiento.

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