La Montálvez. Jose Maria de Pereda
Читать онлайн книгу.y Gonzalo es el único heredero de las grandezas y caudales de la otra; se acuerda entre ambas familias que Gonzalo y yo nos casemos... «para que se cumplan las profecías»: no se admiten consultas, ni protestas, ni reparos, porque, como «ellos» dicen, lo principal es que se haga el matrimonio, «lo demás no importa tres cominos»; a esta idea nos vamos haciendo, y a este papel nos vamos acomodando poco a poco el galán y la dama de esta comedia de la buena sociedad... hasta que llega la hora del desenlace, nos echan la bendición, se baja la cortina... y cada comediante o vivir como Dios le dé a entender. Esto, después de bien mirado, es hasta cómodo. ¿No te parece a ti lo mismo, Nica?
Y Nica dijo que sí, pero sin dejar de sonreírse. En seguida preguntó a su amiga:
Pero ¿no puede ocurrir que la dama de esa comedia tenga, al llegar ese desenlace, el corazón interesado por otro galán de los de la sala?
¡Yo lo creo!..., ¡y a quién se lo preguntas!—respondió Sagrario en un arranque de sinceridad de los suyos.
—Pues, entonces...
—Entonces ¿qué?
—Más claro: tú no amas a Gonzalo
—Naturalmente.
—¿Y no preferirías para marido al hombre a quien amaras?
—Ponlo en presente: a quien amo.
—Lo pongo: a quien amas.
—Corriente... Pues te respondo que quizás no.
—¿Que no?
—Que no... ¿Te asombras? Pues no hay motivo para ello. Yo tengo acá mi teoría sobre el caso; y no es así, al aire y como se quiera, sino fundada en la observación y en el propio sentir. De pronto te parecerá un lugar común de la manoseada sátira contra el matrimonio, porque algo así se ha dicho en esas rutinas desacreditadas; pero es cosecha de mi caletre, créelo. Te la expondré en forma de máxima, como hacemos siempre los sabios para acreditar vulgaridades: «si quieres conservar el amor que sientas por un hombre, con todo lo que de este amor se sigue y se desprende, no te cases con él».
—¡Cáspita!
—Así como suena, hija mía. Parece duro y un si es no es atrevido; pero es la pura verdad. Y si no, tiende un poquito la vista sobre todo lo que conoces en derredor de ti: es un semillero de comprobantes de mi modo de pensar sobre el caso. Otra máxima: «el amor se alimenta de deseos, de privaciones y de contrariedades; dale todo cuanto pida, sin cortapisas y a pasto, y cátale muerto en dos días; y muerto por hartazgo de prosa, que es, de todos los hartazgos, el más abominable.
Sonreíase otra vez la amiga de Sagrario al oír cómo ésta se despachaba, vuelta ya al pleno dominio de su carácter, y replicola:
—Eso dependerá de la calidad del amor... me parece a mí.
—No hay más que una calidad de amor—repuso con ademán resuelto Sagrario—, y el amor tonto, que no reza con nosotras.
—Y suponiendo que tú tengas razón—preguntó Verónica a su amiga, de cuyas palabras parecía estar pendiente, sin duda por la gracia que le hacían—, ¿es lícito eso?
Revolvió aquí un poco en el sillón el lindo cuerpo la interrogada, y, después de vacilar un instante, respondió con gran desparpajo a su amiga:
—Verdaderamente que no me he puesto nunca a mirar el caso por ese lado; pero muy ilícito no debe de ser, cuando tanto se usa.
—¿Qué es lo que tanto se usa, Sagrario?
—¡Caramba!, pues el vivir con el marido y el gozar con el amante... Me parece que cosa más corriente...
Después de estas palabras, fue Verónica quien se quedó un brevísimo rato algo suspensa; en seguida, sin dejar de mirar con marcada fijeza a su amiga, la dijo:
—¿Y qué piensa Gonzalo de esa teoría tuya?... Porque supongo que se lo habrás dado a conocer...
A lo que respondió Sagrario con igual frescura que si el asunto no rezara con ella:
—¡Yo lo creo que lo conoce! Pero ¿qué se le importa a él? ¡Gracias a Dios, no tiene por qué callar! ¿No sé yo la vida que ha hecho, la que hace y la que hará? ¡Ni más ni menos que la mía! ¡Para él estaba! Además, ¿qué pone por su parte en este fregado? Sus lacras, sus deformidades y sus vicios. ¿Puede, en buena justicia, y aunque pudiera, aspirar al pleno y singular dominio y usufructo de esta mi «lozana y exuberante juventud», como dijo de ella nuestro poeta Aljófar en su anteúltimo sahumerio? ¡Oh!, sobre estas materias, ni él ni yo podemos llamarnos nunca a engaño, por muy recio que truene. Estamos los dos bien enterados, bien prevenidos y bien conformes. Y ¡cómo no estarlo! Nuestro casamiento es lo que menos importa aquí, por lo tocante a las inclinaciones y propósitos de cada uno. Nos lo hemos dicho muchas veces, y ayer hicimos un esmerado resumen de todas las anteriores advertencias y prevenciones: «nos casamos por razón de Estado, como si dijéramos; habrá de común entre los dos el hogar, los bienes y el ceremonial que es propio de la jerarquía en que se nos coloca. Fuera de esto, cada cual se atenga a lo suyo, guarde su alma en su almario y haga de su vida lo que mejor le parezca..., por supuesto, respetando siempre las buenas formas y las conveniencias sociales...», porque a esto, bien lo sabes tú, Beronic, no se debe faltar jamás... Conque ya ves.
—¿Y tan conformes los dos?—dijo la otra, mirando a Sagrario con los ojos un poco fruncidos, mientras se abanicaba lentamente y se recostaba contra el respaldo del sillón.
—Tan conformes—repitió la novia.
—¡No es poca fortuna!—añadió su amiga sin cambiar de postura—; sobre todo, para ti.
—Y para él ¿por qué no?
—Porque como en Gonzalo no hay grandes prendas que admirar, ni bellezas que apetecer, se comprende sin dificultad que tú te avengas sin gran esfuerzo a ese convenio; pero que él se resigne a no ser dueño y señor absoluto de una mujer tan hermosa como tú, siendo esta mujer la suya propia, me parece una abnegación... inverosímil.
Aquí se sonrió Sagrario, contó con los ojos y con el pulgar y el índice de su mano izquierda las varillas de su abanico abierto; y sin cesar en este entretenimiento ni mirar derechamente a su interlocutora, la replicó con acento de indiferencia:
—Después de todo, ¿qué más le da?
—¡Pues me gusta!...
—Lo dicho, Nica—añadió Sagrario animándose un poco más—; y si te parece mucho así, pongamos casi, casi.
—No lo entiendo, hija—respondió Verónica con visibles muestras de curiosidad, y otras tantas de sus intenciones de tirar de la desjuiciada lengua de Sagrario—. Si no lo pones más claro, como si callaras.
Volvió la rubia a contar el varillaje de su abanico; cerrole de pronto con estrépito; incorporose de un salto; rodeó con sus brazos el cuello de su miga, y la dijo al oído un secreto.
—¡Pobrecillo!—exclamó la otra, en cuanto Sagrario volvió a sentarse, abriendo el abanico con las dos manos y poniéndose también a contar el varillaje con los ojos un tantico cobardes.
—Como lo oyes—dijo la otra algo lisonjeada con el éxito de su confidencia.
—Y tú ¿de qué lo sabes?—preguntó Verónica atreviéndose poco a poco.
—De que me lo ha confirmado él con la mayor desvergüenza.
—¡Confirmado! ¿Luego ya lo sabías?
—Por Leticia, a quien se lo dijeron amigos íntimos de Gonzalo.
Volvió a contar las varillas de su abanico Verónica; calló también Sagrario, mirando el paisaje del suyo; y dijo a poco rato la primera, acaso por mudar de conversación, quizás porque realmente deseaba ver a su amiga apurar la materia a que se referían sus