La Montálvez. Jose Maria de Pereda

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La Montálvez - Jose Maria de Pereda


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y por adivinarlo, aceptaba y rechazaba, según que se ajustaran o no a sus deseos, cuantos síntomas y fenómenos internos y externos acepta como artículos de fe la observación del vulgo, cuando la marquesa dio a luz una hembra.

      Dudo mucho que se reciba con peor talante a un huésped desconocido que se mete a las dos de la mañana en casa de su prójimo, robándole el sueño y alborotándole el hogar, que a la recién nacida en el de sus padres, en cuanto el doctor proclamó, en voz desfallecida y con gesto de terciana, el sexo que la había tocado en suerte.

      Bautizáronla con un poco de fausto, por el qué dirán, pero a regañadientes; pusiéronla, como un castigo, el nombre de Verónica, entre el barón de Castañares y la condesa viuda de Picos Pardos, que fueron sus padrinos de mala gana; y por esto, y por el nombre, y por el chasco y por todo lo imaginable, la fábrica de epigramas funcionó sin descanso y la pusieron el aún mal desengrasado pellejito lo mismo que si la inocente criatura hubiera sido causa voluntaria de aquellas caritativas expansiones del ingenió maleante de los aristocráticos amigos de su casa.

      La entregaron inmediatamente al pecho mercenario de una nodriza; y por la razón o el pretexto de que su madre no había quedado para atender a los cuidados molestísimos de su crianza, se acordó que la nodriza se la llevara a su aldea, en el riñón de la Alcarria.

      Y allá la llevaron, con mucha impedimenta, eso sí, de pañales, y mantillas, y gorros y cuanto había que apetecer en tales casos, y un infolio de advertencias, prescripciones, avisos, encargos y hasta amenazas, sin contar el dinero que a puñados les metieron en el bolsillo a la nodriza y al zángano de su marido, que las había de acompañar en el viaje. Esto era duro, durísimo, decía el marqués, para unos padres tan blandos de corazón como ellos; pero el estado de la marquesa, tan delicado en su convalecencia, y el temperamento de la niña, que era por todo extremo linfático, según dictamen, casi en profecía, del doctor, el cual temperamento hacia indispensable para ella el aire y la libertad del campo, les obligaban a echarla de casa.

      Y la echaron, así como suena, a los quince días de haber nacido en ella, vírgenes sus tiernas carnecillas de esas vivificantes impresiones de que no carecen los hijos del más haraposo menestral: las dulces caricias, los besos amorosos y el blando y providente manoseo de una madre.

      Diez y ocho meses bien cumplidos estuvo en la Alcarria; y refería después la nodriza que, en las pocas veces que en ese tiempo fue el señor marqués a ver a su hija, se le caía la baba de gusto al contemplarla rodando por los suelos, medio desnuda, entre cerdos y rocines, tan valiente y risotona, y tan sucia y curtida de pellejo, como si fuera aquél su elemento natural y propio.

      Cuando la volvieron a Madrid, viva y sana por un milagro de Dios, alborotó la casa a berridos. Y no podía suceder otra cosa delante de aquellos espejos relucientes, entre aquellas colgaduras ostentosas, lacayos de luengos levitones y señoras muy emperejiladas, con lo arisca y cerril que ella iba de la aldea. Con su padre se las arreglaba tal cual; pero en cuanto su madre intentaba tomarla en brazos, más bien por tema ya que por cariño, se retorcía como alimaña en cepo. Le daban miedo hasta el centelleo de sus pendientes de diamantes y el olor de todos sus menjurjes y perfumerías; y acaso, acaso, algo que su instinto infantil vela en el yerto lucir de sus ojos y en el forzado sonreír de su boca, que no era la golosina que arrastra a los niños a pegar sus frescos labios en la faz regocijada de su madre.

      Muy otra debió de parecer a la desabrida marquesa su hija cuando ésta estrenó las primeras galas del hatillo que apresuradamente la hicieron al llegar a Madrid, porque se dejó oprimir entre sus brazos sin protesta, y hasta besar con estruendo en la mejilla.

      «Aquel beso»—dicen los Apuntes a este propósito—«fue el primero que recibí de los maternos labios: le recuerdo como si le hubiera recibido ayer; y esto debe consistir en que mi naturaleza estaba ávida de aquel tributo que no se le pagaba, y la fuerza de la sensación, desconocida hasta entonces, aguzó el instinto que ya columbraba los albores de la inteligencia, y estampó el suceso, para no borrarse nunca, en las tablas vírgenes de la memoria.»

      A todo esto, y desde la vuelta de su nodriza al pueblo, la habían puesto al cuidado de una niñera, que la sacaba a orearse por el Retiro tres o cuatro veces a la semana, y dormía a su lado en una de las habitaciones más apartadas de la de su madre, con el piadoso fin de que no la turbara el sueño por la noche. Y eso que desde aquel beso, y por virtud también de las ponderaciones que de la hermosura y gracias de la hija hacían delante de ella las amigas de la madre, parecía que ésta la iba cobrando cierta inclinación, que no disimulaba. Pero comenzó por entonces la marquesa a sentir muy certeros e incómodos anuncios de otro heredero, y esto la causaba grandes preocupaciones y molestias y «la quitaba el gusto para todo».

      Al abuelo, que estaba chocho con su nietecilla, le llevaba el diablo con estas cosas: apostrofaba a la hija por su frialdad, y predicaba al yerno por su injustificable indiferencia; pero el uno y la otra se encogían de hombros por toda respuesta, y no revivía el extinguido fuego de amor a la hija, que había chisporroteado un instante después del primer besó de la madre. ¿Quién sabe el rumbo que hubiera tomado el astro de los destinos de la niña sin los prosaicos inconvenientes en que fundaba la marquesa su nuevo alejamiento de ella, y el acontecimiento que sobrevino poco después?

      El acontecimiento fue nada menos que la llegada al mundo del anhelado varón. Todo fue júbilo entonces y locura y desconcierto en la casa, de la cual pudiera decirse, sin gran exageración esta vez, que fue echada por la ventana. Se revolvió medio Madrid para el bautizo; medio Madrid, que le comió al marqués, digo, al abuelo, medio costado; se consiguió elegir los padrinos entre lo más cogolludo de la nobleza, y se le pusieron al flamante heredero todos los nombres de los grandes reyes, de los mayores santos del cielo, de todos los conquistadores célebres, y de los más gloriosos poetas y artistas de la tierra. Entre tanto, el recién nacido, más que criatura humana, parecía un ratón en salmuera: ni era mucho más grande, ni más rollizo, ni más pulcro, ni mejor encarado. Nació gimiendo; entre gruñidos y pataleos recibió el agua del bautismo, y gruñendo volvió a casa y continuó, sin cesar, muchos días, comiéndose los puños apretados y perneando rabioso, como sapo clavado en estaca, mientras la pacífica y rozagante Verónica, olvidada de su familia en el último confín del hogar, no se moría de hambre porque la niñera cuidaba, de propio impulso, de esos y otros menesteres.

      Desde aquellos días se echó en la casa de los marqueses de Montálvez una raya por debajo de lo vivido hasta allí, y se abrió una vida nueva, cuyo centro, cuyo eje, era el recién nacido heredero de los títulos y preeminencias de su padre; por lo que la pobre Verónica, elemento principalísimo de la vida vieja, quedó entre lo más alto y olvidado de la raya para arriba, como trasto inútil en obscuro desván.

      No puede negarse que el medio ambiente, tan traído y tan llevado ahora por la gente de mi oficio, influye mucho en la condición moral y hasta en el desarrollo físico de los caracteres y de las naturalezas; pero no es menos cierto que las hay de tal fibra, que, con ambiente y sin ambiente, echan impávidas por la calle de en medio, y por ella siguen sin torcerse ni extraviarse, aunque las ladren canes y las tiren vestiglos de la ropa.

      Prueba de ello es que cuando Verónica llegó a la edad de los celos y de las envidias, y tuvo razón bastante para distinguir los halagos de las durezas, no echó de menos los extremados mimos que se le prodigaban a todas horas a su hermano, criatura de lo más encanijado, llorón y cascarrabias que hubo venido nunca al mundo. La tenían sin cuidado los tumultos que se armaban a cada instante en la casa porque el angelito no comía, o se descalabraba, o tosía ronco, o se retorcía cárdeno y pataleaba con un dolor de tripas; las ponderaciones que de su imaginada hermosura se hacían delante de ella a parientes y amigos, que se guardaban muy bien de afirmar lo contrario, y hasta los injustos vituperios que se la enderezaban porque con sus juegos le quitaba el sueño, o no discurría cosa con gracia para entretenerle y alegrarle. La niñera no tenía otra obligación que la de mirar por ella y acompañarla incesantemente; la quería de todo corazón, y era esclava de sus menores caprichos; hacíanla estrenar un vestido cada semana, y no se ponía tasa a sus antojos de juguetes. Con todas estas ventajas, hasta bendecía el alejamiento a que se la condenaba en su propio hogar, porque, al fin y al cabo, le


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