La bodega. Висенте Бласко-Ибаньес

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La bodega - Висенте Бласко-Ибаньес


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necesarios para la correspondencia extranjera; pero don Pablo les mostraba cierto despego, al uno por su falta de religiosidad y al otro por ser luterano. Los demás empleados, que eran españoles, vivían sujetos a la voluntad del jefe, cuidándose, más que de los trabajos de la oficina, de asistir a todas las ceremonias religiosas que organizaba don Pablo en la iglesia de los Padres Jesuitas.

      Montenegro temía que su jefe supiera a aquellas horas dónde había pasado el domingo. Conocía las costumbres de la casa: el espionaje a que se dedicaban los empleados para ganarse el afecto de don Pablo. Varias veces notó que don Ramón, el jefe de la oficina y director de la publicidad, le miraba con cierto asombro. Debía estar enterado de la reunión; pero a éste no le tenía miedo. Conocía su pasado: su juventud, transcurrida en los bajos fondos del periodismo de Madrid, batallando contra todo lo existente, sin conquistar un mendrugo de pan para la vejez, hasta que, cansado de la lucha, acosado por el hambre, y bajo el pesimismo del fracaso y la miseria, se había refugiado en el escritorio de Dupont para redactar los anuncios originales y los pomposos catálogos que popularizaban los productos de la casa. Don Ramón, por sus anuncios y sus alardes de religiosidad, era la persona de confianza de Dupont el mayor; pero Montenegro no le temía, conociendo las creencias del pasado que aún perduraban en él.

      Más de media hora pasó el joven examinando sus papeles, sin dejar de mirar, de vez en cuando, al vecino despacho, que seguía desierto. Como si quisiera retardar el momento de ver a su jefe, buscó un pretexto para salir del escritorio y cogió una carta de Inglaterra.

      —¿Adónde vas?—preguntó don Ramón viéndole salir del escritorio, después de haber llegado con tanto retraso.

      —Al depósito de las referencias. Tengo que explicar el pedido.

      Y salió del escritorio para internarse en las bodegas, que formaban casi un pueblo, con su agitada población de arrumbadores, mozos de carga y toneleros, trabajando en las explanadas, al aire libre o en las galerías cubiertas, entre las filas de barricas.

      Las bodegas de Dupont ocupaban todo un barrio de Jerez. Eran aglomeraciones de techumbres que cubrían la pendiente de una colina, asomando entre ellas la arboleda de un gran jardín. Todos los Duponts habían ido añadiendo nuevas construcciones a la antigua bodega, conforme se agrandaban sus negocios, convirtiéndose a las tres generaciones, el primitivo y modesto cobertizo, en una ciudad industrial, sin humo, sin ruido, plácida y sonriente bajo el cielo azul cargado de luz, con las paredes de una blancura nítida y creciendo las flores entre los toneles alineados en las grandes explanadas.

      Fermín pasó frente a la puerta de lo que llamaban el Tabernáculo, un pabellón ovalado, con montera de cristales, inmediato al cuerpo de edificio donde estaban el escritorio y la oficina de expedición. El Tabernáculo contenía lo más selecto de la casa. Una fila de toneles derechos ostentaba en sus panzas de roble los títulos de los famosos vinos que sólo se dedicaban al embotellado; líquidos que brillaban con todos los tonos del oro, desde el resplandor rojizo del rayo de sol al reflejo pálido y aterciopelado de las joyas antiguas: caldos de suave fuego que, aprisionados en cárceles de cristal, iban a derramarse en el ambiente brumoso de Inglaterra o bajo el cielo noruego de boreales esplendores. En el fondo del pabellón, frente a la puerta, estaban los colosos de esta asamblea silenciosa e inmóvil; los Doce Apóstoles, barricas enormes de roble tallado y lustroso como si fuesen muebles de lujo; y, presidiéndolos, el Cristo, un tonel con tiras de roble esculpidas en forma de racimos y pámpanos, como un bajo-relieve báquico de un artista ateniense. En su panza dormía una oleada de vino; treinta y tres botas, según constaba en los registros de la casa, y el gigante, en su inmovilidad, parecía orgulloso de su sangre, que bastaba para hacer perder la razón a todo un pueblo.

      En el centro del Tabernáculo, sobre una mesa redonda, mostrábanse formadas en círculo todas las botellas de la casa, desde el vino, casi fabuloso, viejo de un siglo, que se vende a treinta francos para las fiestas tormentosas de archiduques, grandes-duques y famosas cocottes, hasta el Jerez popular que envejece tristemente en los escaparates de las tiendas de comestibles y ayuda al pobre en sus enfermedades.

      Fermín echó una mirada al interior del Tabernáculo. Nadie. Los toneles inmóviles, hinchados por la sangre ardorosa de sus vientres, con el pintarrajeo de sus marcas y escudos, parecían viejos ídolos rodeados de una calma ultraterrena. La lluvia de oro del sol, filtrándose al través de los cristales de la cubierta, formaba en torno de ellos un nimbo de luz irisada. El roble tallado y oscuro parecía reír con los temblones colores del rayo de sol.

      Montenegro siguió adelante. Las bodegas de Dupont formaban un escalonamiento de edificios. De unos a otros extendíanse las explanadas, y en ellas alineaban los arrumbadores las filas de toneles para que los caldease el sol. Era el vino barato, el Jerez ordinario, que para envejecerse rápidamente era expuesto al calor solar. Fermín recordaba la suma de tiempo y trabajo necesarios para producir un buen Jerez. Diez años eran precisos para criar el famoso vino: diez fermentaciones fuertes se necesitaban para que se formase, con el perfume selvático y el ligero sabor de avellana que ningún otro vino podía copiar. Pero las necesidades de la concurrencia mercantil, el deseo de producir barato, aunque fuese malo, obligaba a apresurar el envejecimiento del vino, poniéndolo al sol para acelerar su evaporación.

      Montenegro, pasando por los tortuosos senderos que formaban las filas de toneles, llegó a la bodega de los Gigantes, el gran depósito de la casa; el almacén inmenso de los caldos antes de adquirir éstos forma y nombre, el Limbo de los vinos, donde se agitaban sus espíritus en la vaguedad de lo indeterminado. Hasta la alta techumbre llegaban los conos pintados de rojo con aros negros; torreones de madera semejantes a las antiguas torres de asedio; gigantes que daban su nombre al departamento y contenían cada uno en sus entrañas más de setenta mil litros. Bombas movidas a vapor trasegaban los líquidos, mezclándolos. Las mangas de goma iban de uno a otro gigante como tentáculos absorbentes que chupaban la esencia de su vida. El estallido de una de estas torres podía inundar de pronto con mortal oleada todo el almacén, ahogando a los hombres que conversaban al pie de los conos. Saludaron los trabajadores a Montenegro, y éste, por una puerta lateral de la bodega de los Gigantes, pasó a la llamada «de Embarque», donde estaban los vinos sin marca para la imitación de todos los tipos.

      Era una nave grandiosa con la bóveda sostenida por dos filas de pilastras. Junto a éstas alineábanse los toneles en tres hileras superpuestas, formando calles.

      Don Ramón, el jefe del escritorio, recordando sus antiguas aficiones, comparaba la bodega de embarque con la paleta de un pintor. Los vinos eran colores sueltos: pero llegaba el técnico, el encargado de las combinaciones, y cogiendo un poco de aquí y otro de allá, creaba el Madera, el Oporto, el Marsala, todos los vinos del mundo, imitados con arreglo a la petición del comprador.

      Esta era la parte de la bodega de los Dupont dedicada al engaño industrial. Las necesidades del comercio moderno obligaban a los monopolizadores de uno de los primeros vinos del mundo, a intervenir en estos amaños y combinaciones, que constituían con el cognac la mayor exportación de la casa. En el fondo de la bodega de embarque estaba el cuarto de las referencias, «la biblioteca de la casa», como decía Montenegro. Una anaquelería con puertas de cristales guardaba alineados en compactas filas miles y miles de pequeños frascos, cuidadosamente tapados, cada uno con su etiqueta, en la que se consignaba una fecha. Esta aglomeración de botellas era como la historia de los negocios de la casa. Cada frasco guardaba la muestra de un envío; la referencia de un líquido fabricado con arreglo al deseo del consumidor. Para que se repitiera la remesa no tenía el cliente más que recordar la fecha, y el encargado de las referencias buscaba la muestra, elaborando de nuevo el líquido.

      La bodega de embarque contenía cuatro mil botas de distintos vinos para las combinaciones. En un cuarto lóbrego, sin otra luz que un ventanillo cerrado por un vidrio rojo, estaba la cámara oscura. Allí el técnico examinaba, al través del rayo luminoso, la copa de vino del barril recién abierto.

      Con arreglo a las referencias o a la nota enviada del escritorio, combinaba el nuevo vino con los diversos líquidos y después marcaba con clarión en las caras de los toneles el número de jarras que había que extraer de cada uno para formar la mixtura. Los arrumbadores,


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