Maestría. Robert Greene

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Maestría - Robert Greene


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brilla en su mente, más que el lustre del firmamento de bardos y sabios. Pero subestima sin chistar su pensamiento, porque es suyo. En cada obra de genio reconocemos ideas nuestras que hemos rechazado; ellas vuelven a nosotros con cierta majestad prestada.

      —RALPH WALDO EMERSON

      Si todos nacemos con prácticamente el mismo cerebro, con más o menos la misma configuración y potencial para la maestría, ¿por qué en la historia sólo un número limitado de personas parece haber sobresalido en verdad y realizado ese potencial? En un sentido práctico, ésta es sin duda la pregunta más importante que hemos de responder.

      Las explicaciones comunes de un Mozart o un Leonardo da Vinci giran alrededor del talento y la capacidad natural. ¿De qué otra forma explicar sus logros asombrosos sino en términos de algo con lo que nacieron? Sin embargo, miles y miles de niños exhiben una habilidad y talento excepcional en algún campo, pero relativamente pocos de ellos llegan a algo, mientras que personas menos brillantes en su juventud tienden a alcanzar mucho más. El talento natural o un alto cociente intelectual no pueden explicar los logros futuros.

      Como un ejemplo clásico, compara las vidas de sir Francis Galton y su primo, mayor que él, Charles Darwin. A decir de todos, Galton era un supergenio, con un cociente intelectual sumamente elevado, muy superior al de Darwin (según estimaciones de expertos posteriores a la invención de ese parámetro). Galton fue un joven maravilla que habría de desplegar una ilustre carrera científica, pero jamás dominó ninguno de los campos en los que incursionó. Era muy inquieto, como suelen ser los niños prodigio.

      Darwin, en contraste, es celebrado con justicia como un científico de primera línea, uno de los pocos que han cambiado para siempre nuestra visión de la vida. Como admitió él mismo, era “un chico muy ordinario, más bien inferior en intelecto a la norma común. [...] No poseo una mente ágil. [...] Mi capacidad para seguir un razonamiento largo y puramente abstracto es muy limitada”. Sin embargo, Darwin debe haber tenido algo de lo que Galton carecía.

      En muchos sentidos, una mirada a los primeros años de su vida puede ofrecer una respuesta a ese misterio. Darwin tenía de niño una gran pasión: coleccionar especímenes biológicos. Su padre, que era médico, quería que siguiera sus pasos y estudiara medicina, y lo inscribió en la Universidad de Edimburgo. Pero a Darwin no le agradaba ese campo y fue un estudiante mediocre. Su padre, desesperado porque el hijo fuera alguien, le eligió una carrera en la Iglesia. Mientras él se preparaba para esto, un antiguo profesor le contó que el navío real Beagle zarparía pronto para navegar por el mundo y que necesitaba un biólogo a bordo que acompañara a la tripulación para recolectar especímenes para llevarlos a Inglaterra. Pese a las protestas de su padre, Darwin ocupó ese puesto. Algo lo atraía a ese viaje.

      De repente, su pasión como coleccionista halló una salida perfecta. En América del Sur pudo reunir la más increíble serie de especímenes, así como de fósiles y huesos. Pudo asociar con algo más amplio su interés en la variedad de la vida en el planeta: las grandes preguntas acerca del origen de las especies. Puso toda su energía en esa empresa, acumulando tal cantidad de especímenes que en su mente comenzó a tomar forma una teoría. Tras cinco años en el mar, regresó a Inglaterra y dedicó el resto de su vida a la tarea de elaborar su teoría de la evolución. En el camino tuvo que hacer frente a muchas y muy agobiantes labores, como la de dedicar ocho años al estudio exclusivo de los percebes a fin de establecer sus credenciales como biólogo. Debió desarrollar finas habilidades políticas y sociales para sortear los prejuicios contra una teoría de esa clase en la Inglaterra victoriana. Pero lo que lo sostuvo a lo largo de este prolongado proceso fue su pasión y sintonía con su tema.

      Los elementos básicos de esta historia se repiten en la vida de todos los grandes maestros de la historia: una pasión o predilección de juventud, un encuentro casual que les permite descubrir cómo aplicar esa pasión y un aprendizaje en el que cobran vida gracias a su concentración y energía. Destacan por su capacidad para practicar con más ahínco y seguir más rápidamente el procedimiento de que se trate, todo lo cual se deriva de la intensidad de su deseo de aprender y de la honda afinidad que sienten con su campo de estudio. Y en el núcleo de ese gran esfuerzo está, de hecho, una cualidad genética e innata; no talento ni capacidad, que es algo que debe desarrollarse, sino una inclinación firme y profunda por un tema particular.

      Esta inclinación es reflejo de la singularidad de una persona. Y esa singularidad no constituye una mera ilusión poética o filosófica: es un hecho científico que, genéticamente, cada uno de nosotros es único; nuestra composición genética exacta no ha existido nunca antes, ni se repetirá jamás. Esta singularidad se revela en nuestras preferencias innatas por actividades o temas de estudio particulares. Tales inclinaciones pueden ser por la música o las matemáticas, ciertos deportes o juegos, la resolución de problemas embrollados, la reparación y construcción de cosas o el juego con las palabras.

      Quienes se distinguen por su maestría madura experimentan dichas inclinaciones más profunda y claramente que otros. Las experimentan como un llamado interior, el cual tiende a imperar en sus pensamientos y sueños. Por accidente o a través de un gran esfuerzo, hallan su camino a un oficio en el que su inclinación puede florecer. Esta intensa afinidad y ambición les permite soportar las penalidades propias del procedimiento: desconfianza en sí mismos, tediosas horas de práctica y estudio, reveses inevitables, pullas incesantes de los envidiosos. Desarrollan una seguridad y capacidad de recuperación de las que otros carecen.

      En la cultura contemporánea tendemos a igualar facultades mentales e intelectuales con éxito y realización. En muchos sentidos, sin embargo, lo que separa a quienes dominan un campo de los muchos que sencillamente ejercen un empleo es una cualidad emocional. El nivel de nuestro deseo, paciencia, persistencia y seguridad termina por desempeñar en el éxito un papel mucho más importante que la posesión de facultades mentales extraordinarias. Si nos sentimos motivados y vigorizados podemos vencer casi todo. Si estamos aburridos e intranquilos nuestra mente se cierra y nos volvemos cada vez más pasivos.

      En el pasado, sólo las elites o personas con un grado casi sobrehumano de dinamismo y energía podían elegir una carrera y dominarla. Un hombre nacía en el seno del ejército, o era preparado para el gobierno, seleccionado entre los miembros de la clase indicada. Que mostrara talento y deseo por ese trabajo era en gran medida una casualidad. A los millones de personas que no formaban parte de la clase social, género o grupo étnico correctos se les impedía tajantemente seguir su llamado. Y aun si querían responder a sus inclinaciones, el acceso a la información y conocimientos del campo respectivo estaba controlado por las elites. Por eso en el pasado había relativamente pocos maestros, y por eso destacaban tanto.

      Esas barreras sociales y políticas, sin embargo, han desaparecido casi por completo. Ahora tenemos un acceso a información y conocimientos con el que los maestros del pasado apenas si pudieron soñar. Hoy más que nunca disponemos de la capacidad y libertad de perseguir la inclinación que poseemos como parte de nuestra singularidad genética. Ya es hora de desmitificar y bajar de su pedestal la palabra “genio”. Todos estamos más cerca de ese nivel de inteligencia de lo que creemos. (El término “genio” procede del latín, y originalmente se refería a un espíritu guardián que velaba por cada persona al nacer; más tarde acabó por designar las cualidades innatas que dotan a cada persona de un talento particular.)

      Pero aunque quizá nos hallemos en un momento histórico rico en posibilidades para la maestría, en el que un número creciente de personas pueden seguir sus inclinaciones, encaramos un último obstáculo a la obtención de esa facultad, el cual es cultural e insidioso: el concepto mismo de maestría se ha denigrado, al asociársele con algo anticuado y hasta repulsivo. En general no se le ve como algo a lo que haya que aspirar. Este cambio en la valoración de la maestría es más bien reciente y puede atribuirse a circunstancias propias de nuestro tiempo.

      Vivimos en un mundo que parece cada vez más allá de nuestro control. Nuestro sustento está al capricho de fuerzas globalizadas. Los problemas que enfrentamos –económicos, ambientales, etcétera– no pueden resolverse con acciones individuales. Los políticos son distantes e indiferentes a nuestros deseos. Cuando la gente se siente abrumada es natural que reaccione replegándose en varias formas


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