La buena hija. Karin Slaughter

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La buena hija - Karin Slaughter


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con la mano sobre los ojos al salir. El sol cortaba como una espada. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

      —Ten. —Ben le pasó unas gafas de sol. Eran de ella. Debía de haberlas sacado de su coche.

      Charlie las cogió, pero no pudo apoyárselas sobre la nariz dolorida. Abrió la boca para tomar aire. El súbito calor del día la abrumó. Se inclinó, apoyando una mano sobre la rodilla.

      —¿Vas a vomitar?

      —No —contestó, y luego añadió—: Puede que sí.

      Un segundo después, vomitó un poco, lo justo para salpicar.

      Ben no se retiró. Consiguió apartarle el pelo de la cara sin tocar su piel. Charlie sufrió dos arcadas más antes de que preguntara:

      —¿Mejor?

      —Puede ser. —Abrió la boca. Esperó. Le salió un hilillo de espuma, nada más—. Sí, mejor.

      Él dejó que el pelo le cayera sobre los hombros.

      —El médico que te atendió me dijo que tenías una conmoción cerebral.

      Charlie no podía levantar la cabeza, pero dijo:

      —No pueden hacer nada al respecto.

      —Pueden mantenerte en observación por si presentas síntomas como náuseas, visión borrosa, dolor de cabeza o dificultad para recordar los nombres o para contestar cuando te formulan una pregunta sencilla.

      —Si olvidara algún nombre, ellos no lo sabrían —replicó—. No quiero pasar la noche en un hospital.

      —Quédate en La Choza. —Así llamaba Sam a la laberíntica casa de la granja, y así seguían llamándola—. Rusty puede echarte un ojo.

      —¿Qué quieres, que me muera por culpa del humo de su tabaco, en vez de morirme de un aneurisma?

      —Eso no tiene gracia.

      Sin levantar la cabeza, Charlie buscó a tientas la pared. Notar la solidez del cemento le dio fuerzas para incorporarse. Se hizo visera con la mano, y recordó que esa mañana había hecho aquel mismo gesto, pegando la mano a la ventana de la puerta de la oficina del colegio, para echar un vistazo dentro.

      Ben le pasó la botella de agua. Ya le había quitado el tapón. Ella bebió un par de tragos y trató de no dar demasiada importancia a aquel detalle. Su marido era igual de atento con todo el mundo.

      —¿Dónde estaba la señora Jenkins cuando empezó el tiroteo? —preguntó.

      —En el archivo.

      —¿Vio algo?

      —Rusty se enterará de todo cuando se levante el secreto de sumario.

      —De todo —repitió Charlie.

      Durante los meses siguientes, Ken Coin estaría obligado por ley a revelar cualquier material que obrara en poder de los investigadores y que pudiera interpretarse razonablemente como una prueba. Claro que la idea de Coin de lo que era «razonable» era tan elástica como una tela de araña.

      —¿La señora Pinkman está bien? —preguntó.

      Ben no le reprochó su lapso al llamarla Heller; ese no era su estilo.

      —Está en el hospital. Han tenido que sedarla.

      Charlie debería visitarla, pero sabía que buscaría cualquier excusa para no hacerlo.

      —Has dejado que creyera que Kelly Wilson tenía dieciséis años.

      —Creía que podías descubrirlo sosteniendo en la mano una esfera y descomponiendo el tiempo.

      Charlie se rio.

      —La he cagado bien ahí dentro.

      —Bueno, esto tampoco ha estado mal.

      Charlie se limpió la boca con la manga. Volvió a notar el olor de la sangre seca. Recordaba aquel olor, como todo lo demás, de aquella otra vez. Recordaba las motas oscuras que caían de su pelo como cenizas. Recordaba que, incluso después de bañarse, incluso después de restregarse el cuerpo hasta dejarse la piel en carne viva, el olor a muerte persistía.

      —Me llamaste esta mañana —dijo.

      Ben se encogió de hombros como si no importara.

      Charlie se echó lo que quedaba del agua en las manos para limpiárselas.

      —¿Has hablado con tu madre y tus hermanas? Estarán preocupadas.

      —Sí, hemos hablado. —Volvió a encogerse de hombros—. Debería volver a entrar.

      Charlie esperó, pero Ben no se movió. Ella buscó a toda prisa un motivo para hacer que se quedara.

      —¿Cómo está Barkzilla?

      —Igual de ladrador que siempre. —Ben cogió la botella vacía. Le puso el tapón y volvió a guardársela en el bolsillo de la chaqueta—. ¿Qué tal Eleanor Roosevelt?

      —Igual de callada que siempre.

      Él bajó la barbilla y guardó silencio. No era ninguna novedad. Su marido, siempre tan hablador, apenas le había dirigido la palabra en los últimos nueve meses.

      Pero no se marchaba, ni le hacía señas de que se fuera. No le decía que el único motivo por el que no le preguntaba si estaba bien era porque sabía que le diría que sí aunque fuera mentira. Sobre todo, si era mentira.

      —¿Por qué me llamaste esta mañana? —preguntó ella.

      Él dejó escapar un gruñido. Echó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra la pared. Charlie hizo lo mismo. Observó la línea angulosa de su mandíbula. Aquel era su tipo: un friki larguirucho, desgarbado y simpático que citaba con la misma facilidad a los Monthy Python que la constitución de los Estados Unidos. Que leía novela gráfica. Que se bebía un vaso de leche todas las noches antes de irse a la cama. Al que le chiflaban la ensalada de patata, El señor de los anillos y los trenes de juguete. Que prefería el fútbol-fantasy al auténtico. Que no engordaba ni aunque le cebaras con mantequilla. Y que medía un metro ochenta y tres cuando se ponía derecho, lo cual no sucedía muy a menudo.

      Le quería tanto que le dolía literalmente el corazón cuando pensaba que tal vez no volviera a abrazarle.

      —Peggy tenía una amiga cuando tenía catorce años —dijo Ben—. Se llamaba Violet.

      Peggy era la más mandona de sus tres hermanas mayores.

      —Murió atropellada. Iba en su bici. Fuimos al entierro. No sé cómo se le ocurrió a mi madre llevarme. Era muy pequeño para ver una cosa así. El ataúd estaba abierto. Carla me aupó para que la viera. —Tragó saliva—. Me puse fatal. Mi madre tuvo que sacarme al aparcamiento. Después tuve pesadillas. Creía que era lo peor que vería nunca. Una niña muerta. Una niñita. Pero estaba limpia. No se veía lo que había pasado, que el coche la había embestido por detrás. Que se había desangrado, pero por dentro. No como la niña de hoy. No como lo que he visto en el colegio.

      Tenía lágrimas en los ojos. Cada palabra que salía de su boca rompía otro trozo del corazón de Charlie. Tuvo que cerrar con fuerza los puños para no intentar tocarle.

      —Un asesinato es un asesinato —continuó él—. Eso puedo asumirlo. Los traficantes de drogas, los pandilleros, incluso la violencia doméstica. Pero ¿una niña? ¿Una niña pequeña? —Meneó la cabeza—. No parecía estar dormida, ¿verdad que no?

      —No.

      —Parecía que la habían asesinado. Que le habían disparado a la garganta y que la bala le había desgarrado el cuello y había tenido una muerte horrible y violenta.

      Charlie levantó la vista hacia él solo porque no quería ver morir de nuevo a Lucy Alexander.

      —Ese tipo es un héroe de guerra —añadió Ben—. ¿Lo sabías?

      Se


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