Jane Eyre. Шарлотта Бронте

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Jane Eyre - Шарлотта Бронте


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y decretó:

      —Déjenla sentada en ese asiento media hora más y no la permitan hablar en todo lo que queda de día.

      Así, yo, que había asegurado que no soportaría la afrenta de permanecer en pie en el centro del salón, hube de estar expuesta a la general irrisión en un pedestal de ignominia. No hay palabras para definir mis sentimientos: me faltaba el aliento y se me oprimía el corazón.

      Y entonces una muchacha se acercó a mí y me miró. ¡Qué extraordinaria luz había en sus ojos! ¡Qué cambio tan profundo inspiró en mis sentimientos! Fue como si una víctima inocente recibiese en la hora suprema el aliento de un mártir heroico. Dominé mis nervios, alcé la cabeza y adopté en mi asiento una firme actitud.

      Helen Burns —era ella— fue llamada a su sitio por una observación referente a la labor. Pero al volverse, me sonrió. ¡Oh, que sonrisa! Al recordarla hoy, comprendo que era la muestra de una inteligencia delicada, de un auténtico valor, mas entonces su rostro, sus facciones, sus brillantes ojos grises, me parecieron los de un ángel. Y, sin embargo, no hacía una hora que Miss Scartched había castigado a Helen a pasar el día a pan y agua porque al copiar un ejercicio, echó un borrón. Así, es la naturaleza humana: los ojos de Miss Scartched, atentos a aquellos mínimos defectos, eran incapaces de percibir el esplendor de las buenas cualidades de la pobre Helen.

       VIII

      El fin de la media hora coincidió con las cinco de la tarde. Todas se fueron al refectorio. Yo me retiré a un rincón oscuro de la sala y me senté en el suelo. Los ánimos que artificialmente recibiera empezaban a desaparecer y la reacción sobrevenía. Rompí en lágrimas. Helen no estaba ya a mi lado y nada me confortaba. Abandonada a mí misma, mis lágrimas fluían a torrentes.

      Yo había procurado portarme bien en Lowood. Conseguí amigas, gané el afecto y el aprecio de todos. Mis progresos habían sido muchos: aquella misma mañana Miss Miller me otorgó el primer lugar en la clase. Miss Temple sonrió con aprobación y me ofreció que, si continuaba así dos meses más, se me enseñaría francés y dibujo. Las condiscípulas me estimaban: las de mi edad me trataban como una más y ninguna me ofendía. Y he aquí que, en tal momento, se me hundía y se me humillaba. ¿Cómo podría levantarme de nuevo?

      "De ningún modo", pensaba yo.

      Y deseé ardientemente la muerte. Cuando estaba expresando este deseo con desgarrador acento, apareció Helen Burns. Me traía pan y café.

      —Anda, come —me dijo.

      Pero todo era inútil. Yo no podía reprimir mis sollozos ni mi agitación. Helen me miraba, seguramente con sorpresa.

      Se sentó junto a mí en el suelo, rodeó con sus brazos sus rodillas y permaneció en aquella actitud, silenciosa como una estatua india. Yo fui la primera en hablar.

      —Helen, ¿por qué te acercas a una niña a quien todo el mundo considera una embustera?

      —¿Todo el mundo, Jane? Aquí no hay más que ochenta personas y en el mundo hay muchos cientos de millones.

      —Sí, ¿pero qué me importan esos millones? Me importan las ochenta personas que conozco, y ésas se burlan de mí.

      —Te equivocas, Jane. Seguramente ni una de las de la escuela se burla de ti ni te desprecia, y estoy segura de que muchas te compadecen.

      —¿Cómo van a compadecerme después de lo que ha dicho Mr. Brocklehurst?

      —Mr. Brocklehurst no tiene aquí muchas simpatías, ¿comprendes? Las profesoras y las chicas puede que te miren con cierta frialdad un día o dos, pero si sigues portándote bien, la simpatía que todas tienen por ti se expresará, y más que antes. Además, Jane...

      Y se interrumpió.'

      —¿Qué Helen? —pregunté, poniendo mi mano entre las suyas.

      Ella me acarició los dedos, como para calentármelos, y prosiguió:

      —Aunque todo el mundo te odiase, mientras tu conciencia estuviese tranquila, nunca, créelo, te faltarían amigos.

      —Mi conciencia está tranquila, pero si los demás no me quieren, vale más morir que vivir. No quiero vivir sola y despreciada, Helen.

      —Tú das demasiada importancia al aprecio de los demás, Jane. Eres demasiado vehemente, demasiado impulsiva. Piensa que Dios no te ha creado sólo a ti y a otras criaturas humanas, tan débiles como tú. Además de esta tierra y además de la raza humana, hay un reino invisible poblado por otros seres, y ese mundo nos rodea por todas partes. Esos seres nos vigilan, están encargados de custodiarnos... Y si se nos trata mal, si se nos tortura, los ángeles lo ven, reconocen nuestra inocencia (porque yo sé que tú eres inocente: lo leo en tus ojos) y Dios, cuando nuestra alma deje nuestro cuerpo, nos dará recompensa merecida. Así que, ¿a qué preocuparte tanto de la vida, si pasa tan pronto y luego nos espera la gloria?

      Yo callé. Helen me había tranquilizado, pero en la calma que me infundía había algo de inexpresable tristeza. Sin saber por qué, mientras ella hablaba, yo sentía una vaga angustia, y cuando, al concluir, tosió con tos seca, olvidé mis propios sufrimientos para pensar en los de mi amiga.

      Apoyé la cabeza en los hombros de Helen y la abracé por el talle. Ella me atrajo hacia sí y las dos permanecimos silenciosas. Ya llevábamos largo rato de aquel modo cuando sentimos entrar a otra persona. El viento había barrido las nubes del cielo y a la luz de la Luna que entraba por la ventana reconocimos en la recién llegada a Miss Temple.

      —Venía a buscarte, Jane —dijo—. Acompáñame a mi cuarto. Puesto que Helen está contigo, que venga también.

      Seguimos a la inspectora a través de los laberínticos pasillos del edificio, ascendimos una escalera y llegamos a su cuarto. Un buen fuego ardía en él. Miss Temple mandó sentarse a Helen en una butaca baja, junto a la chimenea; ella se sentó en otra y me hizo ir a su lado.

      —¿Qué? —dijo, mirándome a la cara—. ¿Se te ha pasado ya el disgusto?

      —Yo creo que no se me pasará nunca. —¿Por qué?

      —Porque me han acusado injustamente y porque creo que usted y todas van a despreciarme desde ahora. —Nosotras te consideraremos siempre como te merezcas, pequeña. Sigue siendo una niña buena y te querré lo mismo.

      —¿Soy buena, señorita?

      —Sí lo eres —repuso, abrazándome—. Y ahora dime: ¿Quién es esa que Mr. Brocklehurst llama tu bienhechora?

      —Mrs. Reed, la viuda de mi tío. Mi tío murió y me dejó a cargo de ella.

      —¿Así que no te recogió ella de por sí?

      —No. Yo he oído siempre a las criadas que mi tío la hizo prometer, antes de morir, que me tendría siempre a su lado.

      —Bueno, Jane, ya sabes, y si no lo sabes yo te lo digo, que cuando se acusa a un criminal se le deja defenderse. Puesto que te han acusado injustamente, defiéndete lo mejor que puedas. Dime, pues, toda la verdad, pero sin añadir ni exagerar nada.

      Pensé que convenía hablar con moderación y con orden y, después de concentrarme para organizar un relato coherente, expliqué toda la historia de mi triste niñez. Estaba tan fatigada —y además tan influida por los consejos de Helen— que acerté a exponer las cosas con mucho menos apasionamiento y más orden que de ordinario, y comprendí que Miss Temple me creía.

      En el curso de la historia mencioné a Mr. Lloyd y no omití lo sucedido en el cuarto rojo, porque me era imposible olvidar el sentimiento de dolor y agonía que me acometió cuando, tras mi angustiosa súplica, mi tía ordenó de nuevo que me recluyesen en aquel sombrío y oscuro aposento.

      Al terminar mi relato, Miss Temple me miró durante unos minutos en silencio, y luego dijo:

      —Conozco algo a Mr. Lloyd: le escribiré y, si lo que él me diga está de acuerdo con lo que me has contado,


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