La Sirena Negra. Emilia Pardo Bazan

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La Sirena Negra - Emilia Pardo  Bazan


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las espaldas, sin saludar, sin despedirme, y á paso lento me retiré á mi cuarto. Trini dijo no sé qué; acaso pronunció con ahinco mi nombre. No hice caso alguno. Ya en mi habitación, tomé sombrero, abrigo, guantes, y me fuí á ver á Rita.

       Índice

      La encontré con una hemorragia. La palangana, llena de coágulos, descansaba sobre una silla. Ella, echada en su humilde cama de hierro, apenas respiraba. Me sonrió doloridamente, como al través de un velo. La niñera y única sirviente, la guipuzcoana Marichu, entretenía á Rafaelín por medio de un carro hecho de dos carretes y unas cañas. Pero el niño, al verme, dejó sus juegos y vino á agarrarse á mis piernas.

      —¡Bapar! ¡Aúpa!

      Le aupé, le besé los ojos, le apreté firme. Reía á chorros, pegándome manotazos y tirándome de las barbas. Le dejé en el suelo, y anuncié:

      —Vuelvo con el médico.

      Vivía muy cerca uno, joven, sin clientela aún; estudioso, apurado de recursos, ansiando trabajo y lucimiento. Se echó la capa y me acompañó. Su examen de la paciente fué minucioso, su interrogatorio largo, pero sin fineza psicológica. No veía sino el cuerpo de la enferma. Recetó; la criada corrió á la botica. Yo, con Rafaelín en brazos, me fuí al cuartuco que hacía de comedor, encendí el quinqué de petróleo—no se veía, eran las cinco de la tarde—y reclamé la verdad.

      —No sé si pasará de esta noche. Si la hemorragia repite...

      Un golpe sordo me retumbó dentro. Iba á encontrarme cara á cara con la Guadañadora.

      —¿Querrá usted que me quede aquí?—interrogó el médico, expansivamente.

      —Lo agradecería.

      —Voy á avisar á mi mujer, para que no se asuste; tomaré un bocado, y aquí me tiene usted antes de una hora. ¿Gracias? No, si es un deber...

      Quedé solo. El niño se adormecía sobre mi hombro, bañado en sudor, de tanto diablear. En la alcoba se oía una inspiración lenta, irregular, cavernosa. Sobre la almohada, la cabellera fosca de Rita se expandía formando aureola de tinieblas. La cara, en medio, blanqueaba. Congojosamente me llamó:

      —¡Gaspar! ¡Gaspar!

      —¿Está usted mejor?

      —Estoy... muy bien. Como si de encima del pecho... me hubiesen quitado un peso... de una arroba.

      —No hable. No se fatigue.

      —¿Qué dice el médico?

      —Que es lo de otras veces. Un ataquillo sin importancia.

      Los ojos de mar muerto, de betún calcinado, despidieron vislumbre repentina.

      —Es el fin... ¡La de vámonos!.. Tengo miedo, Gaspar... Mucho miedo...

      —No hay miedo... Estoy aquí... ¿Qué quiere usted que haga, niña, para quitarla ese miedo bobo?

      —¡Si pudiese... Si pudiese usted... traerme un... confesor!.. Pero un confesor que sea muy bueno... que me perdone... Que sea como... como Nuestro Señor crucificado!... así, bueno, para todos... para mí... que no mire á mi iniquidad!...

      —¿Va usted á agitarse? A empeorar?.. Sosiéguese, haga por dormir. Arroró!..

      —No puedo sosegarme... No soy mora, no soy judía. He pecado, estoy en pecado mortal... ¡el mayor pecado!., y estoy... en lo último...

      —Todos pecan... Tranquilícese...

      —No, no, yo soy otra cosa; para mí no hay perdón; yo...

      Hízome con la mano señal de acercar mi oído á su boca, y entre un vaho de calentura pronunció:

      —¡Yo... estoy... condenada!.. ¡Condenada!

      —¡Qué disparate! Usted se va al cielo... dentro de muchos años... Bueno, no se aflija, la complaceré... Ahora mismo traigo al sacerdote. Tome primero la poción, recobre fuerzas...

      Regresó de la botica Marichu, y al entregarme un frasco envuelto en papel, me secreteó afanosa.

      —Un cura se necesita, pues... No ha de ir como los perros, señor... Cristiana es, cura han de llamar...

      —Iba á salir á buscarle... Tráete una cuchara de plata.

      No la había. Marichu fregó una de vil plomo. Cucharada tras cucharada, administré á Rita la dosis. Pareció reanimarse un poco, y recargó:

      —El confesor... ¡Volando!

      El médico volvía ya, dispuesto á pasar la noche á mi lado. Olía su boca barbuda á vino barato, á queso de Flandes.

      —Mandaré á la chica que le haga á usted una taza de café, doctor... Y que le saquen una botellita de cognac. Hay de todo aquí; yo confiaba en el alcohol y en la cafeína para sostener este organismo. Usted queda en su casa; voy por ahí en demanda de un sacerdote. Desea confesarse... ¿Ve usted peligro? ¿Inconveniente?

      —No. Si lo ha pedido ella misma, la servirá de consuelo. No es uno creyente fervoroso, pero hay que respetar mucho estas exigencias...

      Salí, tomé un coche y di las señas: las de un anciano ex párroco, bondadoso y sin tacha, hombre aficionadísimo á libros, y que por satisfacer sus manías de erudición y bibliografía ha renunciado un curato pingüe. Encontré al inofensivo viejo en un cuartucho donde hay pilas de infolios por el suelo y polvo de tres años, y le expuse el caso apremiante. El me conoce de tertulias de librería y de coincidencia en casas de gente estudiosa, pues yo gusto, temo que con exceso, de estas vanidades. Plegó las arrugas de su cara avellanada y titubeó antes de soltar la pregunta:

      —¿Es... parienta de usted esa... señora?

      —No. Es amiga. Nada, nada más que amiga: palabra de honor.

      Descolgó su manteo en mal uso, se arropó rezongando «corre fresquete» y rodamos hacia la vivienda de Rita. Por el camino enteré de algo al sacerdote...

      —Es un alma sin rumbo, sin norte y sin hiel; seguramente ha vivido á la inversa de lo que viviría, si poseyese fuerza de voluntad. Se acusa de maldad tremenda; asegura que para ella no hay perdón.

      —Oveja descarriada...—asintió él.—¡Pobrecilla! Más suele ser el yerro que la malicia en esta clase de pecados. Y que no es maligna, se ve en el solo hecho de llamarme. Este rato que ahora tiene que pasar es el que decide la suerte de las personas... Una buena muerte; y lo demás no supone nada. El pensamiento del soneto está íntegro en el último verso.

      Se me escapó una frase confidencial:

      —Todas las muertes son buenas, porque todas son la conclusión de la vida.

      Soltó el viejo una risita inocente.

      —¡Jesús! ¡Dios nos dé vida, hasta que se le antoje, el más tiempo posible!.. Yo no estoy á mal con la vida. Si tuviese sitio donde colocar tanto librote como se me junta, me consideraría feliz. En otro tiempo, con mis aficiones, estaría yo en grande en un convento, de esos de biblioteca regia y muchas horas para disfrutar, revolviendo los estantes. Hogaño no; en los conventos no hay libertad, no hay frailes privilegiados, á quienes se les deje con su manía del estudio, y las bibliotecas que algo valían, ¡dónde irán ellas! Ayer mismo, en casa de Celso el anticuario, ¿qué dirá usted que encontré? Un libro de profesiones de Santo Domingo el Real: todo lleno de acuarelas y empresas y alegorías de los profesos...

      Antes de que pudiese pegar la hebra de su tema favorito, estábamos en casa de la enferma. Me adelanté para anunciar:

      —¡Rita, criatura, aquí le traigo á un sacerdote amigo mío; ya ve que los caprichos se le cumplen! ¿Quiere usted


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