Tradiciones peruanas. Ricardo Palma

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Tradiciones peruanas - Ricardo  Palma


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Fernández de Castro, marqués de Almuña e hijo del virrey.

      Salcedo fué ejecutado en el sitio llamado Orcca-Pata, a poca distancia de Puno.

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      Cuando la esposa de Salcedo supo el terrible desenlace del proceso, convocó a sus deudos y les dijo:

      —Mis riquezas han traído mi desdicha. Los que las codician han dado muerte afrentosa al hombre que Dios me deparó por compañero. Mirad cómo le vengáis.

      Tres días después la mina de Laycacota había dado en agua, y su entrada fué cubierta con peñas, sin que hasta hoy haya podido descubrirse el sitio donde ella existió.

      Los parientes de la mujer de Salcedo inundaron la mina, haciendo estéril para los asesinos del justicia mayor el crimen a que la codicia los arrastrara.

      Carmen, la desolada viuda, había desaparecido, y es fama que se sepultó viva en uno de los corredores de la mina.

      Muchos sostienen que la mina de Salcedo era la que hoy se conoce con el nombre del Manto. Este es un error que debemos rectificar. La codiciada mina de Salcedo estaba entre los cerros Laycacota y Cancharani.

      El virrey, conde Lemos, en cuyo período de mando tuvo lugar la canonización de Santa Rosa, murió en diciembre de 1673, y su corazón fué enterrado bajo el altar mayor de la iglesia de los Desamparados.

      Las armas de este virrey eran, por Castro, un sol de oro sobre gules.

      En cuanto a los descendientes de los hermanos Salcedo, alcanzaron bajo el reinado de Felipe V la rehabilitación de su nombre y el título de marqués de Villarrica para el jefe de la familia.

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      crónica de la época del vigésimo virrey del perú

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      Mi buen amigo y alcalde don Rodrigo de Odría:

      Hanme dado cuenta de que, en deservicio de Su Majestad y en agravio de la honra que Dios me dió, ha delinquido torpemente Juan de Villegas, empleado en esta Caja real de Lima. Por ende procederéis, con la mayor presteza y cuidando de estar a todo apercibido y de no dar campo para grave escándalo, a la prisión del antedicho Villegas, y fecha que sea y depositado en la cárcel de corte, me daréis inmediato conocimiento.

      Guarde Dios a vuesa merced muchos años.

      El conde de Castellar.

      Hoy 10 de septiembre de 1676.

      Sentábase a la mesa en los momentos en que, llamando a coro a los canónigos, daban las campanas la gorda para las tres, el alcalde del crimen don Rodrigo de Odría, y acababa de echar la bendición al pan, cuando se presentó un alguacil y le entregó un pliego, diciéndole:

      —De parte de su excelencia el virrey, y con urgencia.

      Cabalgó las gafas sobre la nariz el honrado alcalde, y después de releer, para mejor estimar los conceptos, la orden que dejamos copiada, se levantó bruscamente y dijo al alguacil, que era un mozo listo como una avispa:

      —¡Hola, Güerequeque! Que se preparen ahora mismo tus compañeros, que nos ha caído trabajo, y de lo fino.

      Mientras se concertaban los alguaciles, el alcalde paseaba por el comedor, completamente olvidado de que la sopa, el cocido y la ensalada esperaban que tuviese a bien hacerles los honores cotidianos. Como se ve, el bueno de don Rodrigo no era víctima del pecado de gula; pues su comida se limitaba a sota, caballo y rey, sazonados con la salsa de San Bernardo.

      —Ya me daba a mí un tufillo que este don Juan no caminaba tan derecho como Dios manda y al rey conviene. Verdad que hay en él un aire de tuno que no es para envidiado, y que no me entró nunca por el ojo derecho a pesar de sus zalamerías y dingolodangos. Y cuando el virrey que ha sido su amigote me intima que le eche la zarpa, ¡digo si habrá motivo sobrado! A cumplir, Rodrigo, y haz de ese caldo tajadas, quien manda, manda, y su excelencia no gasta buenas pulgas. Adelante, que no hay más bronce que años once, ni más lana que no saber que hay mañana.

      Y plantándose capa y sombrero, y empuñando la vara de alcalde, se echó a la calle, seguido de una chusma de corchetes, y enderezó a la esquina del Colegio Real.

      Llegado a ella, comunicó órdenes a sus lebreles, que se esparcieron en distintas direcciones para tomar todas las avenidas e impedir que escapase el reo, que, a juzgar por los preliminares, debía ser pájaro de cuenta.

      Don Rodrigo, acompañado de cuatro alguaciles, penetró en una casa en la calle de Ildefonso, que según el lujo y apariencias no podía dejar de ser habitada por persona de calidad.

      Don Juan de Villegas era un vizcaíno que frisaba en los treinta y cinco años, y que llegó a Lima en 1674 nombrado para un empleo de sesenta duros al mes, renta asaz mezquina aun para el puchero de una mujer y cuatro hijos, que comían más que un cáncer en el estómago. De repente, y sin que le hubiese caído lotería ni heredado en América a tío millonario, se le vió desplegar gran boato, dando pábulo y comidilla al chichisbeo de las comadres del barrio y demás gente cuya ocupación es averiguar vidas ajenas. Ratones arriba, que todo lo blanco no es harina.

      Don Juan dormía esa tarde, y sobre un sofá de la sala, la obligada siesta de los españoles rancios, y despertó, rodeado de esbirros, a la intimación que le dirigió el alcalde.

      —¡Por el rey! Dése preso vuesa merced.

      El vizcaíno echó mano de un puñal de Albacete que llevaba al cinto y se lanzó sobre el alcalde y su comitiva, que aterrorizados lo dejaron salir hasta el patio. Mas Güerequeque, que había quedado de vigía en la puerta de la calle, viendo despavoridos y maltrechos a sus compañeros, se quitó la capa y con pasmosa rapidez la arrojó sobre la cabeza del delincuente, que tropezó y vino al suelo: entonces toda la jauría cayó sobre el caído, según es de añeja práctica en el mundo, y fuertemente atado dieron con él en la cárcel de corte, situada en la calle de la Pescadería.

      —¡Qué cosas tan guapas—murmuraba don Rodrigo por el camino—hemos de ver el día del juicio en el valle de Josafat! Sabios sin sabiduría, honrados sin honra, volver cada peso al bolsillo de su legítimo dueño, y a muchos hijos encontradizos del verdadero padre que los engendró. Algunos pasarán de rocín a ruin. ¡Qué bahorrina, Señor, qué bahorrina! Bien barruntaba yo que este don Juan tenía cara de beato y uñas de gato... ¡Nada! Al capón que se hace gallo, descañonarlo; que como dice la copla:

      Arbol tierno aunque se tuerza

       recto se puede poner;

       pero en adquiriendo fuerza

       no basta humano poder.

      Tres meses después, Juan de Villega, que previamente recibió doscientos ramalazos por mano del verdugo, marchaba en traílla con otros criminales al presidio de Chagres, convicto y confeso del crimen de defraudador del real tesoro, reagravado con los de falsificación de la firma del virrey y resistencia a la justicia.

      Cuando el virrey conde de Castellar, que a la sazón contaba cuarenta y seis años, vino a Lima, trajo en su compañía, entre otros empleados que habían comprado sus cargos en la corte, a don Juan de Villegas. Durante el viaje tuvo ocasión de frecuentar el trato del virrey, que le tomó algún cariño y lo invitaba a veces a comer en palacio... Pero caigo en cuenta que estoy hablando del virrey sin haberlo presentado en forma a mis lectores. Hagamos, pues, conocimiento con su excelencia.


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