La Regenta. Leopoldo Alas

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La Regenta - Leopoldo Alas


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llamaba Joaquín Orgaz y se timaba con todas las niñas casaderas de la población, lo cual quiere decir que las miraba con insistencia y tenía el gusto de ser mirado por ellas. Había acabado la carrera aquel año y su propósito era casarse cuanto antes con una muchacha rica. Ella aportaría el dote y él su figura, el título de médico y sus habilidades flamencas. No era tonto, pero la esclavitud de la moda le hacía parecer más adocenado de lo que acaso fuera. Si en Madrid era uno de tantos, en Vetusta no podía temer a más de cinco o seis rivales importadores de semejantes maneras. En los meses de vacaciones aprovechaba el tiempo buscando el trato de las familias ricas o nobles de Vetusta. Se había hecho amigo íntimo de Paquito Vegallana y, aunque de lejos, algo le tocaba del esplendor que irradiaba el célebre Mesía, flor y nata de los elegantes de Vetusta. Orgaz le llamaba Álvaro por lo muy familiar que era el trato de Paco y de Mesía, y como él tuteaba a Paquito... por eso.

      Se animó Joaquín con el buen éxito de sus murmuraciones y sostuvo que era cursi aquel respeto y admiración que inspiraba la Regenta.

      —Es una mujer hermosa, hermosísima; si ustedes quieren, de talento, digna de otro teatro, de volar más alto... si ustedes me apuran diré que es una mujer superior—si hay mujeres así—pero al fin es mujer, et nihil humani...

      No sabía lo que significaba este latín, ni a dónde iba a parar, ni de quién era, pero lo usaba siempre que se trataba de debilidades posibles.

      Los socios rieron a carcajadas. «¡Hasta en latín sabe maldecir el pillastre!», pensó el padre, más satisfecho cada vez de los sacrificios que le costaba aquel enemigo.

      Joaquinito, encarnado de placer, y un poco por el anís del mono que había bebido, creyó del caso coronar el edificio de su gloria cantando algo nuevo. Se puso en pie, estiró una pierna, giró sobre un tacón y cantó, o se cantó, como él decía:

      Ábreme la puerta,

       puerta del postigo....

      —«Era preciso acabar con las preocupaciones del pueblo. ¡La Regenta! ¿Dejaría de ser de carne y hueso? Y Álvaro siempre había sido irresistible...». Orgaz hijo suspendió el baile, que había emprendido mientras hacía observaciones. En la sala vecina habían sonado unas pisadas que hacían temblar el pavimento.

      —Ahí está el inglés—dijo entre dientes el flamenco; y se puso un poco pálido.

      En efecto, era Ronzal. Pepe Ronzal—alias Trabuco, no se sabe por qué—era natural de Pernueces, una aldea de la provincia. Hijo de un ganadero rico, pudo hacer sus estudios, que ya se verá qué estudios fueron, en la capital. Aficionado al monte, como Vinculete al tresillo, desde la adolescencia, ni durante las vacaciones quería volver a Pernueces, ganoso de no perder ni unas judías. No pudo concluir la carrera. No bastó la tradicional benevolencia de los profesores para que Trabuco consiguiera hacerse licenciado en ambos derechos.

      Una vez le preguntaron en un examen:

      —¿Qué es un testamento, hijo mío?

      —Testamento... ello mismo lo dice, es el que hacen los difuntos.

      Además de Trabuco le llamaban el Estudiante, por una antonomasia irónica que él no comprendía.

      Pasó el tiempo; murió el ganadero, Pepe Ronzal dejó de ser el Estudiante, vendió tierras, se trasladó a la capital y empezó a ser hombre político, no se sabe a punto fijo cómo ni por qué.

      Ello fue que de una mesa de colegio electoral pasó a ser del Ayuntamiento, y de concejal pasó a diputado provincial por Pernueces. Si nunca pudo sacudir de sí la prístina ignorancia, en el andar, y en el vestir y hasta en el saludar, fue consiguiendo paulatinos progresos, y se necesitaba ser un poco antiguo en Vetusta para recordar todo lo agreste que aquel hombre había sido. Desde el año de la Restauración en adelante pasaba ya Ronzal por hombre de iniciativa, afortunado en amores de cierto género y en negocios de quintas. Era muy decidido partidario de las instituciones vigentes. Se peinaba por el modelo de los sellos y las pesetas, y en cuanto al calzado lo usaba fortísimo, blindado. Creía que esto le daba cierto aspecto de noble inglés.

      —«Yo soy muy inglés en todas mis cosas—decía con énfasis—sobre todo en las botas».

      «Militaba» en el partido más reaccionario de los que turnaban en el poder.

      —«Dadme un pueblo sajón, decía, y seré liberal».

      Más adelante fue liberal sin que le dieran el pueblo sajón, sino otra cosa que no pertenece a esta historia.

      Era alto, grueso y no mal formado; tenía la cabeza pequeña, redonda y la frente estrecha; ojos montaraces, sin expresión, asustados, que no movía siempre que quería, sino cuando podía. Hablar con Ronzal, verle a él animado, decidor, disparatando con gran energía y entusiasmo, y notar que sus ojos no se movían, ni expresaban nada de aquello, sino que miraban fijos con el pasmo y la desconfianza de los animales del monte, daba escalofríos.

      Era de buen color moreno y tenía la pierna muy bien formada. En lo que se había adelantado a su tiempo era en los pantalones, porque los traía muy cortos. Siempre llevaba guantes, hiciera calor o frío, fuesen oportunos o no. Para él siempre había el guante sido el distintivo de la finura, como decía, del señorío, según decía también. Además, le sudaban las manos.

      Aborrecía lo que olía a plebe. Los republicanitos tenían en él un enemigo formidable. Un día de San Francisco no puso colgaduras en los balcones del Casino el conserje. Ronzal, que era ya de la Junta, quiso arrojar por uno de aquellos balcones al mísero dependiente.

      —¡Señor—gritaba el conserje—si hoy es San Francisco de Paula!

      —¿Qué importa, animal?—respondió Trabuco furioso—. ¡No hay Paula que valga: en siendo San Francisco es día de gala y se cuelga!

      Así entendía él que servía a las Instituciones.

      Con rasgos como este fue haciéndose respetar poco a poco.

      Lo que es cara a cara ya nadie se reía de él. No le faltó perspicacia para comprender que el mundo daba mucho a las apariencias, y que en el Casino pasaban por más sabios los que gritaban más, eran más tercos y leían más periódicos del día. Y se dijo:

      «Esto de la sabiduría es un complemento necesario. Seré sabio. Afortunadamente tengo energía—tenía muy buenos puños—y a testarudo nadie me gana, y disfruto de un pulmón como un manolito (monolito, por supuesto.) Sin más que esto y leer La Correspondencia seré el Hipócrates de la provincia».

      Hipócrates era el maestro de Platón, maestro al cual nunca llamó Sócrates Trabuco, ni le hacía falta.

      Desde entonces leyó periódicos y novelas de Pigault—Lebrun y Paul de Kock, únicos libros que podía mirar sin dormirse acto continuo. Oía con atención las conversaciones que le sonaban a sabiduría; y sobre todo procuraba imponerse dando muchas voces y quedando siempre encima.

      Si los argumentos del contrario le apuraban un poco, sacaba lo que no puede llamarse el Cristo, porque era un rotin, y blandiéndolo gritaba:

      —¡Y conste que yo sostendré esto en todos los terrenos! ¡en todos los terrenos!

      Y repetía lo de terreno cinco o seis veces para que el otro se fijara en el tropo y en el garrote y se diera por vencido.

      Comprendía que allí las discusiones de menos compromiso eran las de más bulto y de cosas remotas, y así, era su fuerte la política exterior. Cuanto más lejos estaba el país cuyos intereses se discutían, más le convenía. En tal caso el peligro estaba en los lapsus geográficos. Solía confundir los países con los generales que mandaban los ejércitos invasores. En cierta desgraciada polémica hubo de venir a las manos con el capitán Bedoya que le negaba la existencia del general Sebastopol.

      También creyó que su fama de hombre de talento se afianzaría probando sus fuerzas en el ajedrez y aplicó a este juego mucha energía. Una tarde que jugaba en presencia de varios


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