En mi principio está mi fin. José Rivera Ramírez
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EN MI PRINCIPIO ESTÁ MI FIN
© Fundación José Rivera (www.jose-rivera.org)
© Ediciones Trébedes, 2016. Rda. Buenavista 24, bloque 6, 3º D. 45005, Toledo.
Portada: Ediciones Trébedes
Nihil obstat: Con licencia eclesiástica. Toledo, 16 de enero de 2017
www.edicionestrebedes.com
ISBN: 978-84-945948-2-3
D.L. TO 986-2016
Edita: Ediciones Trébedes
Printed in Spain.
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José Rivera Ramírez
EN MI PRINCIPIO ESTÁ MI FIN
CUADERNOS DE ESTUDIO SOBRE EL TEATRO Y LA POESÍA DE T.S. ELIOT
Ediciones Trébedes
Presentación
En primer lugar, agradezco su colaboración y aportación al Seminario Mayor de Toledo por su ayuda en la búsqueda de los textos originales en su biblioteca, a José Luis Pérez de la Roza por la revisión del texto y a la Fundación José Rivera por todas las facilidades para la publicación de estos escritos. Todos los derechos de autor serán destinados a los fondos de la Fundación José Rivera.
José Rivera Ramírez, sacerdote diocesano, nació y murió en Toledo (1925-1991). Su infancia se vio sacudida por los dramáticos sucesos de la Guerra Civil española, especialmente por la muerte de su hermano, Antonio Rivera, que le dejó una profunda huella humana y espiritual. Muy joven inicia sus estudios en diversos seminarios y es ordenado sacerdote en 1953. Tras una breve, pero intensa experiencia en la vida parroquial, pasa a desempeñar labores de acompañamiento espiritual y formación en diversos seminarios. Su labor de formador de sacerdotes le acompañará toda su vida. Igualmente destaca muy pronto como director espiritual y predicador, desarrollando una inagotable actividad de acompañamiento personal y promotor de retiros, ejercicios espirituales y charlas formativas para seminaristas, sacerdotes, religiosos y seglares.
En 1998 se abrió la etapa diocesana del Proceso de Canonización, que concluyó en el año 2000. El 30 de septiembre de 2015, José Rivera fue declarado venerable.
Además de numerosas grabaciones de sus predicaciones, José Rivera Ramírez nos ha dejado no pocos escritos. Unos más elaborados y publicados, principalmente de la mano de José María Iraburu, como los Cuadernos de Espiritualidad, luego recopilados y revisados en sucesivas ediciones de Espiritualidad Católica. A estos trabajos que pudiéramos llamar públicos, hay que sumar los escritos personales que se recopilaron tras su muerte, que hoy se distinguen entre Diarios, Cartas y Cuadernos de Estudio. Nosotros vamos a dedicar este trabajo a este último bloque, los Cuadernos de Estudio.
Los Cuadernos de Estudio son cuadernos de trabajo, en ellos José Rivera recoge apuntes relativos a sus cuantiosas lecturas, normalmente siguiendo un patrón de trabajo en el que se entrega a una lectura completa del texto a estudiar y apunta un resumen del texto según va avanzando en la lectura. Posteriormente, utiliza ese resumen para elaborar sus impresiones sobre el contenido. Si bien esta sistemática era habitual, el ritmo frenético de sus lecturas, su capacidad de mantener textos en paralelo y su capacidad de trabajo, consiguen que la lectura de sus apuntes resulte una experiencia abrumadora. El lector va como a una playa a contemplar el océano y se ve sorprendido por un tsunami.
Además de resúmenes y comentarios, José Rivera incluye impresiones del día, convirtiendo a veces los cuadernos de estudio en diarios de estudio. Sus descripciones sobre los momentos de estudio, los trajines que los rodean y las dificultades que los interrumpen, nos ofrecen un personalísimo paisaje de lo que fue la vida cotidiana de este sacerdote. Para ilustrar esta dimensión de los cuadernos de estudio transcribimos las notas del 2 de junio de 1966:
Estos días no he dejado de escribir, pero sin fechar. Me siento con desaforado vigor. Apenas duermo, pero trabajo incesante e incansablemente; únicamente siento algo así como vértigo, pero no se llama vértigo, pues no es la sensación de quien se ve en la altura, sino de quien contempla amplísima extensión. Y le acosa el ansia de recorrerla. La simple exposición de las tareas de estos días, parecería abrumadora. Lecturas ocasionales: “Ternura”, vieja comedia de H. Bataille, con algunas ideas bellas, discretamente desarrolladas. Mutación del amor en amistad “tierna”. Sensación de ancianidad: “Cuando la hora llega, querida amiga, y las hojas caen, ¿crees que el árbol hace algo por impedir que caigan?”. (Barnac a J. Morel).
Lectura de “El arte de amar”. Ovidio me abre, una vez más, el panorama inabarcable de la literatura latina. Lo importante es la “sabiduría” del autor. Su observación acerca de la tendencia sexual en la mujer, más fuerte que en el hombre. Su pensamiento acerca de la mujer madura. Evidentemente, una jovencita no es apenas una persona: podrá ser una discípula y, tal vez, proporcionar un placer físico, pero no auténtica unión. He ahí una razón más, para afirmar el matrimonio, como algo susceptible de continuo progreso. Más exactamente, como algo que debe progresar necesariamente, si los cónyuges son realmente personas ‒¡cosa que por supuesto sucede raramente!‒.
Lectura de algunos poemas de J. Hierro. Es curioso, el cambio de actitud ante la poesía. Soy incapaz de sostener la atención durante una hora seguida, cuando se trata de pura lírica. Sólo los autores que tienen pensamiento profundo me cautivan. El mero sentimiento puede deleitarme unos momentos, pero nada más. Guardo gratísimos recuerdos de Juan Ramón, los Machado, Pemán, Villaespesa... que fueron mis primeros compañeros y maestros por estos campos poéticos; pero apenas vuelvo a ellos. Aquellos días enteros leyendo versos, a mis diez, mis doce, o mis 17 años. Claro, puedo leer otra clase de poesía: Dante, Homero...
Lectura de “Tierras roturadas”. Queda en cartera, un comentario sobre Sholojov. Desde luego, me parece sobreestimado. Tierras roturadas tiene indudables aciertos, pero también errores técnicos muy graves. V.gr. la figura del anciano Chukar.
Recuerda a los graciosos de nuestros dramaturgos clásicos, pero, claro mucho más pesado, puesto que se trata de una larga novela. Menos obscena que “El Don apacible” Mantiene esa cierta imparcialidad, que no permite que el autor resulte del todo antipático. Muy interesante la visión de la vida que nos ofrece. Por ahora, me limito a copiar esta frase, especie de requiem a Davidov y a Nagulnov, dos de los principales personajes de la obra, muertos “en acto de servicio”: “...Los ruiseñores del Don dejaron de cantar a Davidov y Nagulnov, que tan caros eran a mi corazón; dejó de susurrarles el trigo a punto de sazonar; dejó de rumorearlos, sobre los peñascos, el innominado riachuelo que baja de la barranca de Gremiachi-Log... Y eso es todo. No puede llegarse a conclusión más vacía, más triste...”.
La novela se hace a ratos pesada. He notado diferencias de estilo, uso de palabras, que ignoro si se deben al autor, o a los traductores (cuyos nombres han quedado ocultos).
He escuchado música a grandes dosis. Siento viva curiosidad, por conocer el funcionamiento interior de mi capacidad para la música. Es claro, que no poseo oído para ella, y tampoco comprendo por qué, en cambio, lo tengo finísimo para la música de los versos; lo que tanto hacía sufrir a mis pequeños compañeros de Comillas, incapaces de acentuar, sin preparación, las tiradas de la Eneida, a gusto del profesor. Sin embargo, disfruto positiva y vivamente, escuchando a Beethoven ‒ayer me oí seguidas, las cinco sinfonías que tenía, además de 3 sonatas y un concierto‒. No me retiene, en cambio, la atención Scherezade, que sólo a trozos (como el joven príncipe y la joven princesa) me llena. No obstante, puedo oír agradablemente, horas enteras sin cansarme. Prefiero la música sin canto. Y no entiendo, en absoluto, ninguna de mis preferencias. Pero esto creo que seguiré sin entenderlo jamás; aunque probablemente sería interesante, me ayudaría a conocer al hombre,