El imperativo estético. Peter Sloterdijk

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El imperativo estético - Peter  Sloterdijk


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      Akal / Los Caprichos 10

      Peter Sloterdijk

      EL IMPERATIVO ESTÉTICO

      Escritos sobre arte

      Edición y epílogo de: Peter Weibel

      Traducción de: Joaquín Chamorro Mielke

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      En el presente libro, Peter Sloterdijk toca todos los géneros modernos de las artes, de la música a la arquitectura, pasando por el uso de la luz, el cine o la institución del museo. Transita por todos los campos de lo visible y lo invisible, de lo audible y lo inaudible, en un arco histórico que se extiende desde la Antigüedad hasta Hollywood. Cuando aplica su par­ticular método de distanciamiento del discurso a la contem­pla­ción de obras y géneros artísticos, los objetos descritos se muestran súbitamente bajo una luz diferente, y con su des­pier­­to y combativo sentido de la actualidad nos conduce lejos, muy lejos de los caminos trillados del comentario artístico.

      A lo largo de sus páginas se despliega la manera singularí­sima, a un tiempo irónica y seria, con que el gran filósofo ale­­mán analiza los fenómenos más dispares, caracterizando lo estético del arte y de las artes.

      Peter Sloterdijk, nacido en 1947, es profesor de Estética y Filosofía en la Escuela Superior de Diseño de Karlsruhe, institución de la que además es rector. Autor de una prolífica bibliografía, en Ediciones Akal ha publicado Sin salvación.

      Diseño portada:

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      Título original: Der ästhetische Imperativ. Schriften zur Kunst. Herausgegeben und mit einem Nachwort versehen von Peter Weibel

      © Suhrkamp Verlag, Berlin, 2014

      Todos los derechos reservados y controlados por Suhrkamp Verlag Berlin.

      © Ediciones Akal, S. A., 2020

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       www.akal.com

      ISBN: 978-84-460-4958-6

      I

      MUNDO SONORO

      La musique retrouvée

      Territorio demoniaco

      Damas y caballeros:

      Muchos han sido los intentos de definir la esencia de la música. Unas veces se la ha definido como tiempo estructurado, otras como síntesis de orden calculado y arbitrariedad insondable, y otras más como región donde se observa en sus más altas manifestaciones el encuentro de la forma rigurosa con los gestos de la libre autoexpresión o, más sencillamente, la colisión entre el mundo de los números y la pasión. Ninguna de estas caracterizaciones coincide con el célebre dictum de Thomas Mann en su novela Doktor Faustus, donde, inspirado por Kierkegaard, llegó a la conclusión de que «la música es territorio demoniaco».

      Esta sentencia, devenida mantra de los musicólogos, es notable en varios respectos; además, siempre requerirá nuevos comentarios. Cuando, en 1947, Mann publicó su obra, no sólo quería iluminar los tenebrosos secretos de la cultura alemana, donde se ha dicho que musicalidad y bestialidad se habían entrelazado de una manera confusa. Se piensa que, al mismo tiempo, quiso evidenciar cómo en el terreno de la modernidad pudo lo bello artístico transformarse en el mal artístico y cómo la astucia del diablo fue capaz de transformar las mejores fuerzas de una civilización elevada en sus contrarias. Desde la perspectiva actual, el aserto de Mann cobra especial relevancia por la circunstancia de que en él se sustituye una definición por un aviso, como si el autor hubiese querido manifestar la opinión de que hay ciertos objetos de los que no cabe hacer teoría, puesto que tales objetos, mientras se teoriza sobre ellos, no permanecen quietos. Cual monstruos que dormitan, levantan la cabeza cuando se habla de ellos. Según el autor de Doktor Faustus, los musicólogos estarían bien aconsejados si tuviesen en cuenta la idea de los demonólogos cristianos, según la cual el demonio no admite la neutralidad. No es un objeto-modelo que se deje estudiar a una distancia segura, sino un poder que responde a la llamada. Quien llama al espíritu oscuro, ya lo ha invocado, y quien lo ha invocado, debe saber que puede encontrarse ante una instancia que es más poderosa que él. Por eso, los viejos libros populares sobre el doctor Fausto dicen: Si algo sabes, quédate callado.

      Detengámonos un momento en la pregunta por la clase de demonios que intervienen cuando se entra en el territorio de la música –suponiendo que sea un «territorio» que pueda pisarse como un suelo o un terreno–. La respuesta hemos de buscarla en la antropología acústica, que en el curso de los últimos decenios ha puesto en nuestro conocimiento multitud de nuevos y estimulantes hallazgos sobre la génesis del oído humano. A estos hallaz­gos hay que agradecer que en la especie Homo sapiens, como en los demás mamíferos, esto es, animales vivíparos, pero también en muchas aves, el oído sea una competencia adquirida en un momento tan temprano como el medio prenatal. El oído es sin duda el órgano que dirige el contacto humano con el mundo, y lo es ya en un momento del desarrollo orgánico en que el individuo como tal no está «ahí» –si con el adverbio «ahí» indicamos la posibilidad de que un sujeto se halle a una distancia suficiente de las cosas como para poder un referirse a un objeto o una circunstancia–. Incluso en adultos, la audición en general no es meramente un efecto que un sujeto experimenta en relación con una fuente de sonido, sino que en ella acontece una inmersión del órgano sensible y de su portador en un campo acústico. Esto es mucho más pronunciado en la audición del aún no nacido. Si la primera audición es un preludio fetal al uso maduro del sentido auditivo, lo es principalmente porque el estado de flotación en un medio totalitario es más puro. Ya la primera audición posee de suyo la característica de una escuela primaria de la apertura al mundo, y, sin embargo, asistimos a esa escuela, efectiva école maternelle, en un estadio de la vida en que carecemos de mundo por hallarnos en un pre-mundo. El devenir individual permanece hasta nuevo aviso en su reserva íntima, encerrado en una vaga noche claustral, pero escucha lo que suena tras la puerta que se le abrirá a la existencia. Sería erróneo caracterizar al feto oyente como un espía pegado a la pared. Es característico de la forma primigenia de ser del oyente el que, desde el principio, se halle sumido en un continuum sonoro interno dominado por dos emanaciones del medio materno: por una parte, los latidos del corazón, que le dan el repetitivo ritmo existencial, y, por otra, la voz de la madre, cuyas libres producciones prosódicas impregnan el oído fetal de un dialecto melódico. Estos dos factores universales de la formación intrauterina del oído, el bajo continuo cardiaco y la voz de soprano materna, circunscriben el continente utópico de la protomúsica o endomúsica, y solamente fuera de estas inextinguibles y más o menos continuas presencias se abre el horizonte en el que procesos acústicos menos familiares, más intensos y más distantes despliegan un relampagueo acústico proveniente del mundo.

      En estas relaciones habremos de pensar en adelante cuando repitamos la frase de la música como territorio demoniaco. La naturaleza del fenómeno demoniaco-musical se entiende algo mejor en cuanto concedemos que, cuando la relación acústica con el mundo se hace musical, siempre podremos activar el registro de las


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