El imperativo estético. Peter Sloterdijk

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El imperativo estético - Peter  Sloterdijk


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desarrollo en que aún no estaba habituado a la libertad de distanciarse de las cosas y las circunstancias, sino en un modo de enclaustramiento libre de conflictos que lo aislaba del medio acústico de la vida exterior. Al mismo tiempo, cuando la música activa el registro de la impetuosidad, es capaz de traducir a figuras sonoras la dinámica de antiguas luchas. Por eso es ella el espacio donde siempre se articula de nuevo la transición de la confrontación a la inmersión. El oído musical constituye el órgano que participa en la realidad de los aconteceres sonoros y tonales exclusivamente en el modo de la inmersión. La inmersión en general es el tema de una instrucción más atrevida. Si sabes algo, no dudes en hablar. Esto es lo que supuestamente tenía Nietzsche en mente cuando amplió el vocabulario de la musicología con el peligroso nombre de Dioniso.

      Todavía debemos aclarar de qué manera el oído es musical. La musicalidad, en el sentido estricto de la palabra, presupone que el oído adulto puede ocasionalmente tomarse unas vacaciones y evadirse de la audición trivial de la ruidosa cotidianidad eligiendo determinados sonidos. El mundo tal como habitualmente lo experimentamos es espacio completamente alejado de la música. Lo que en él domina son los aconteceres ruidosos de nuestros entornos; ante todo, el inevitable parloteo de nuestros semejantes, que hoy los medios amplifican al máximo, y luego la diversidad de ruidos cotidianos con la impronta acústica de nuestro entorno doméstico, nuestro lugar de trabajo y nuestro tráfico callejero. El oído humano es así un órgano esclavo, secretarial y servil, pues en principio no puede hacer otra cosa que plegarse a la autoridad de cualquier presencia ruidosa. La amusicalidad es la voz del amo, y amusical es el tono con que la realidad de las cosas nos ordena entenderlas. En cambio, la música tiene la virtud de apartarnos de ellas. Ella nos invita a pasar a otra obediencia, y esta implica, por indirecto que sea, el retorno al reino de los latidos cardiacos y la arcaica voz de soprano. Apenas podemos imaginar las implicaciones de estas observaciones antropológicas con todas sus consecuencias: la prosa de la existencia ordinaria se basa en el hecho de que los niños hacen, desde el momento del nacimiento, un descubrimiento tan trivial como inconcebible: el mundo es un lugar hueco y silencioso donde el latido cardiaco y la voz de soprano primordial han enmudecido catastróficamente. La existencia en el mundo iluminado lleva aparejado un expolio que nunca podremos asimilar: desde el primer minuto, el humano ser-en-el-mundo cargará con la exigencia de renunciar al continuum sonoro de la primera intimidad. El silencio es ahora la señal de alarma del ser. Sólo la voz materna, ahora escuchada desde fuera, levanta un precario puente entre el antes y el ahora. Como esta renuncia es casi imposible de aceptar, el recién traído al mundo deberá superar la barrera prosaica que lo aparta de la esfera de los encantamientos acústicos. Hay música porque los humanos son seres que insisten en que quieren volver a tener lo mejor. Toda música, especialmente la elemental o primitiva, comienza enteramente gobernada por el reencuentro, y también obsesionada por la repetición, y, hasta en las más altas creaciones, la fascinación específica del arte musical, junto con sus momentos de evidencia, cuando nos conmueve y nos llena de feliz asombro, está ligada al efecto de retorno de una presencia sonora que se cree olvidada. Cuando más esencial es la música, nos aparece como musique retrouvée.

      Tras el éxodo del oído al mundo exterior, todo gira en torno al arte de restablecer el vínculo roto con la dependencia original. Pero lo que en esta era una relación íntima sin comparación y del todo singularizada, más tarde sólo puede recuperarse en la esfera pública del grupo cultural que escucha unido. En este vi­raje a lo público y cultural se impone la regla de que aquello que comenzó como encantamiento, debe regresar en libertad. Lo que llamamos naciones, y más tarde sociedades, son también cons­tructos sonoros –los describo en otro lugar como el fonotopo–, cada uno de los cuales cumple a su particular manera la misión de integrar los oídos de sus miembros en un mundo de ruido y sonido común. Por medio de la audición pública ofrecen a sus miembros sustitutos del paraíso perdido de la percepción auditiva íntima. Así puede interpretarse el efecto «de tierra natal», pues esta expresión evoca ante todo una disposición acústica que activa la liaison obsesiva entre oído, comunidad y paisaje. Con razón han interpretado algunos teóricos de la música de la última generación el oír rutinario del oído localizado y socializado como reducción a un paisaje sonoro propio, a un sound­scape. Sin razón se quiso hacer de estos entornos sonoros una in­terpretación directamente musical; sin razón, porque los milieus sonoros cotidianos muestran en todo caso cualidades semimusicales, ya que la auténtica música sólo comienza cuando el mero oír sonidos cesa. Algo que se nos confirma cuando observamos cómo la moderna industria de la música, que es pura industria del sonido, propaga su plaga con el pretexto de la música popular, y con el pretexto de la música pop provoca epidemias que sólo podemos considerar contrafiguras acústicas de la gripe española, contra las cuales no se ha encontrado hasta hoy un medicamento eficaz.

      Si aceptamos estas conclusiones, inmediatamente comprenderemos por qué el camino a la música es inseparable de la restitución de la individualidad e intimidad del oír. Esta restitución sólo puede producirse, como he indicado, mediante un rodeo por los eventos sonoros públicos y en el nivel que establecen los medios técnicos. En este sentido se puede decir que la participación en la civilización significa progresar hacia la música individuada. Esta aseveración da una idea de la magnitud de la aventura en que los compositores y músicos de la modernidad europea se embarcaron cuando se lanzaron a descubrir nuevas tierras con nuevas estructuras audibles.

      En la curvatura del mundo

      Retengamos la definición recién ofrecida: la civilización, entendida en un sentido más exigente de su concepto, es el proceso en el cual se liberan las oportunidades de individualización, entre ellas las que promueven en los miembros adultos de una nación cultural la intimidad en el acto de escuchar. Aquí no tarda en revelarse la tensión entre las exigencias de la existencia adulta individualizada y sus tendencias a la intimidad. Esta tensión es lo que permite calificar de demoniaco el territorio de la música. Individualización entraña musicalización. En ello radica la creciente capacidad de los individuos de conectar con sus estados fluidos, receptivos y mediales, independientemente de que los entiendan como estados presubjetivos o preobjetivos, con lo que el hombre plenamente musicalizado, producto extremo de la cultura implantada en la modernidad europea, sería a la vez aquel que, además de una capacidad desarrollada de trabajo y de conflicto, disfrutaría de la máxima libertad para la regresión. Cualquiera que sea nuestro concepto de estas idealizaciones psicagógicas, sólo dentro del contexto tensional en que la disposición de instrumentos y procedimientos se fusiona con el abandono a las corrientes que arrastran la subjetividad, se puede razonablemente hablar de una evolución de la música; más aún: de una historia de la música orientada por tendencias y, finalmente, de una participación de las producciones musicales en las invenciones, los descubrimientos e investigaciones de la época moderna.

      No se puede mencionar el concepto de modernidad sin recordar la resonante formulación de Jacob Burckhardt, según la cual la cultura del Renacimiento consistió en «el descubrimiento del mundo y del hombre». El enfoque clásico tiene la ventaja de entender el proceso de la modernidad generalmente como un volverse hacia fuera. El espíritu investigador serio siempre quiere ir «a las cosas». Sólo existen nuevos territorios cuando los habitantes de viejos cantones ensimismados despiertan y abrazan a la extraversión. Desde esta perspectiva, la nueva música articu­lada desde los siglos XVI y XVII era solidaria con el expansionismo de las culturas europeas basadas en la capacidad y la competencia. Del mismo modo que las cartas de los navegantes que después de Colón surcaron regularmente los océanos hicieron navegables, gracias a sus claras notaciones, mares antes incalculables, los nuevos mapas de los músicos, las partituras escritas, fijaron los itinerarios de las voces en el espacio del acontecer tonal para futuros movimientos vocales e instrumentales. En ambos casos, aquellas empresas, náuticas o musicales, debían ser repetibles, y lo que en el primer caso conseguían las inversiones de los navieros y sus planes de navegación, lo creaban en el segundo las necesidades de representación y las prácticas de escenificación cortesanas, clericales y burguesas. Lo nuevo de la auténtica modernidad consistía en asegurar, a la vez que ampliar, el radio de disponibilidad: si la civilización promovía la música, la música promovía el virtuosismo. En este respecto es una con la técnica en movimiento. Su tradición a través de generaciones de músicos dotados respalda la disposición crónica a avanzar desde lo ya alcanzado hasta lo


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