Dublineses. Джеймс Джойс

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Dublineses - Джеймс Джойс


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      DOS GALANES

      La cálida tarde gris de agosto había descendido sobre la ciudad y un aire suave y templado, un recuerdo del verano, circulaba por las calles. Las calles que, cerradas por el reposo dominical, bullían con un alegre y colorido gentío. Las farolas brillaban como perlas iluminadas en las cúspides de sus altos postes por encima de la trama viva bajo ellas, que variando incesantemente de forma y color, exhalaba un monótono y constante murmullo hacia el caluroso aire gris de la tarde.

      Dos jóvenes bajaban la colina de Rutland Square. Uno de ellos estaba en ese preciso momento concluyendo un largo monólogo. El otro, que caminaba por el borde de la acera y que a veces, a causa de la brusquedad de su acompañante, se veía obligado a pisar la calzada, tenía un gesto de divertida atención. Era bajo y rubicundo. Llevaba una gorra de capitán de yate echada muy atrás de la frente, y la narración que escuchaba hacía que sobre su rostro brotaran constantes oleadas de expresión que partían apresuradamente de los extremos de las fosas nasales, de los ojos y de la boca. Pequeños espasmos de resollante risa surgían uno tras otro de su convulso cuerpo. Sus ojos, centelleando de malicioso gozo, miraban a cada momento la cara de su acompañante. Una o dos veces recolocó el ligero impermeable que se había puesto sobre un hombro al estilo toreador. Sus pantalones, sus blancos zapatos de suela de goma y su garbosamente lucido impermeable expresaban juventud. Pero en la cintura su figura caía en la redondez, su pelo era escaso y gris, y su rostro, una vez que las oleadas de expresión habían pasado por él, tenía un aspecto devastado.

      Cuando estuvo completamente seguro de que la narración había concluido se rio calladamente durante medio minuto contado. Entonces dijo:

      —¡Bueno...! ¡Eso se lleva la palma!

      Su voz parecía purgada de vitalidad; y para reforzar sus palabras añadió con humor:

      —Eso se lleva la exclusiva, la inigualable, y se me permite llamarla así, la recherché palma.

      Una vez dicho esto se puso serio y se quedó callado. Tenía la lengua cansada, pues había estado toda la tarde hablando en un pub de Dorset Street. Mucha gente consideraba a Lenehan un gorrón, pero a pesar de su reputación, su habilidad y su elocuencia habían siempre evitado que sus amigos adoptaran una postura común en su contra. Tenía un modo animoso de acercarse a un círculo en un bar y mantenerse con destreza en los márgenes de la reunión hasta que le incluían en una ronda. Era un errabundo buscavidas pertrechado de una abundante reserva de anécdotas, agudezas y acertijos. Era insensible a todo tipo de descortesía. Nadie sabía cómo lograba solucionar la dura tarea de la vida, pero su nombre se asociaba vagamente con las listas de las carreras[1].

      —¿Y dónde la conociste, Corley? –preguntó.

      Corley se pasó la lengua rápidamente por el labio superior.

      —Una noche, chaval –dijo–, iba por Dame Street y me fijé en una guapa damisela que estaba bajo el reloj de Waterhouse[2] y ya sabes, le di las buenas noches. Así que fuimos a dar un paseo por el canal y me dijo que estaba de marmota en una casa de Baggot Street[3]. Esa noche la rodeé con el brazo y la estrujé un poco. Al domingo siguiente, chaval, quedamos para vernos. Fuimos hasta Donnybrook[4] y me la llevé allí a un descampado. Me dijo que solía salir con un lechero... Estaba bien, chaval. Me traía cigarrillos todas las noches y pagaba el tranvía, la ida y la vuelta. Y una noche me trajo dos cigarros cojonudos; material de primera, ya sabes, de lo que solía fumar el viejo... Chaval, tuve miedo de que la diera por la cosa de la familia. Pero se sabe los trucos.

      —Igual se cree que te vas a casar con ella –dijo Lenehan.

      —Le dije que estaba sin trabajo –dijo Corley–. Le dije que estaba en Pim[5]. No sabe mi nombre. No soy tan tonto para decírselo. Pero cree que tengo cierta clase, ya sabes.

      Lenehan volvió a reír, calladamente.

      —Esa es buena. De todas las que he oído –dijo–, esa de verdad que se lleva la palma.

      El andar de Corley acusó el elogio. El balanceo de su fornido cuerpo obligó a su amigo a ejecutar algunos brincos de la acera a la calzada y otra vez de vuelta a la acera. Corley era hijo de un inspector de policía y había heredado la corpulencia y los andares de su padre. Andaba con las manos en los costados, manteniéndose erguido y haciendo oscilar la cabeza de lado a lado. Su cabeza era grande, globular y grasienta; sudaba hiciera el tiempo que hiciera; y su gran sombrero redondo, ladeado sobre ella, parecía un bulbo que hubiera crecido a partir de otro. Siempre miraba recto al frente como si estuviera desfilando, y cuando deseaba seguir con la mirada a alguien por la calle, le era necesario mover el cuerpo desde de las caderas. De momento estaba por ahí. Cuando quedaba algún trabajo vacante siempre había un amigo dispuesto a pasarle el aviso. A menudo se le veía paseando con policías de paisano, hablando seriamente. Se conocía los entresijos de todo tipo de asuntos y le gustaba pronunciar juicios categóricos. Hablaba sin escuchar lo que decían sus compañías. Su conversación era esencialmente sobre sí mismo: lo que le había dicho a tal persona y lo que tal persona le había dicho a él y lo que él ha­bía dicho para concluir el asunto. Cuando relataba estos diálogos aspiraba la primera letra de su nombre al estilo de los florentinos[6].

      Lenehan le ofreció un cigarrillo a su amigo. Los dos jóvenes andaban entre la gente y Corley se volvía de cuando en cuando a sonreír a algunas de las chicas que pasaban, pero la mirada de Lenehan estaba fija en la gran luna tenue rodeada de un doble halo. Observaba con seriedad el paso de la malla gris del crepúsculo cruzar su cara. Finalmente dijo:

      —Bueno... Corley, dime. Supongo que serás capaz de conseguirlo, ¿eh?

      Corley guiñó expresivamente un ojo como respuesta.

      —¿Puedes jugársela? –preguntó Lenehan desconfiadamente–. Con las mujeres nunca se sabe.

      —Ella es cabal –dijo Corley–. Sé cómo convencerla, chaval. Se ha encariñado un poco de mí.

      —Eres lo que yo llamo un alegre Lotario[7] –dijo Lenehan–. ¡Y un Lotario como se debe ser, además!

      Un matiz de burla relajaba el servilismo de sus formas. Para salvaguardarse tenía la costumbre de dejar que sus halagos admitieran una interpretación burlesca. Pero Corley no era una mente sutil.

      —No tiene mérito pegársela a una buena marmota –afirmó–. Sé lo que me digo.

      —De uno que las ha catado a todas –dijo Lenehan.


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