El Cirujano. Tess Gerritsen

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El Cirujano - Tess Gerritsen


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bufó.

      —Déjeme decirle algo sobre mi padre. Él no es un perdedor. Y yo tampoco lo soy.

      —Por amor de Dios, Ivan, no se trata de ganar o de perder —dijo Marilyn—. Se trata de cuándo dejarlo ir.

      —Y tú estás ansiosa por hacerlo, ¿cierto? —dijo él volviéndose para enfrentarla—. Al primer indicio de dificultad, la pequeña Marilyn siempre abandona y deja que papi le solucione el problema. Bien, él nunca me solucionó un problema.

      Las lágrimas brillaban en los ojos de Marilyn.

      —El problema no es papá, ¿no? Se trata de que ganes.

      —No, se trata de darle una oportunidad para luchar. —Ivan miró a Catherine—. Quiero que se haga todo lo posible por mi padre. Espero que quede absolutamente claro.

      Marilyn se secó las lágrimas de la cara y observó a su hermano alejarse.

      —¿Cómo puede decir que lo ama cuando nunca vino a visitarlo? —Miró a Catherine—. No quiero que se le haga resucitación a mi padre. ¿Puede poner eso en la planilla?

      Era la clase de dilema ético que todo médico temía. A pesar de que Catherine compartía la postura de Marilyn, las últimas palabras del hermano conllevaban una amenaza definitiva.

      —No puedo cambiar la orden hasta que usted y su hermano se pongan de acuerdo.

      —Nunca estará de acuerdo. Ya lo escuchó.

      —Entonces tendrá que volver a hablar con él. Tendrá que convencerlo.

      —Teme que la denuncie, ¿no es así? Es por eso que no cambiará la orden.

      —Sé que está enojado.

      Marilyn asintió con tristeza.

      —Así es como gana. Así es como siempre gana.

      «Puedo coser un cuerpo y reconstituirlo, —pensó Catherine—. Pero no puedo arreglar una familia hecha pedazos».

      El dolor y la hostilidad de esa reunión todavía pesaban sobre ella al salir del hospital, media hora más tarde. Era viernes por la noche y tenía todo un fin de semana por delante, aunque mientras salía del estacionamiento del centro médico no tuvo ninguna sensación de liberación. Hoy hacía más calor que ayer, cerca de treinta y tres grados, y sólo ansiaba la frescura de su departamento, sentarse con un té helado y entretenerse con el Discovery Channel.

      Mientras esperaba en la primera intersección a que la luz se pusiera en verde, su mirada se desvió al nombre de la calle perpendicular. Worcester.

      Era la calle en donde vivía Elena Ortiz. La dirección de la víctima había sido mencionada en el artículo del Boston Globe que Catherine finalmente se había sentido impelida a leer.

      La luz cambió. Por puro impulso, dobló por la calle Worcester. Nunca antes había tenido una razón para manejar de ese modo, pero algo la obligaba a seguir adelante. La morbosa necesidad de ver dónde había atacado el asesino, de conocer el edificio en el que su propia pesadilla personal había cobrado vida para otra mujer. Sus manos estaban húmedas, y podía sentir la aceleración de su pulso mientras corroboraba el avance de la numeración de los edificios.

      Se acercó al cordón de la acera frente a la dirección de Elena Ortiz.

      No había nada distintivo en el edificio, nada que le hablara de terror y de muerte. Sólo vio otro edificio de tres pisos y ladrillos rojos.

      Bajó del auto y miró las ventanas de los pisos superiores. ¿Cuál sería el departamento de Elena? ¿El de las cortinas a rayas? ¿O aquél con la jungla de plantas colgantes? Se acercó a la entrada principal y miró los nombres de los inquilinos. Había seis apartamentos; el nombre del inquilino del 2° A estaba en blanco. Elena ya había sido borrada; la víctima había sido purgada de la lista de los vivos. Nadie quería que le recordaran la muerte.

      Según el Globe, el asesino había tenido acceso al departamento a través de la escalera de incendios. Volviendo a la acera, Catherine descubrió una verja de hierro que serpenteaba junto al edificio por el callejón. Caminó unos pocos pasos en las tinieblas del callejón y luego abruptamente se detuvo. Sentía un hormigueo en la nuca. Se dio vuelta para mirar hacia la calle y vio pasar una camioneta, luego a una mujer corriendo. Una pareja se metió dentro de un auto. Nada que la hiciera sentirse amenazada, si bien no podía ignorar los mudos gritos de pánico.

      Volvió a su auto, trabó las puertas, y destrabó el freno de mano, repitiéndose: «Todo está bien. Todo está bien». Mientras el aire frío surgía desde la ventilación, sintió que su pulso gradualmente disminuía su ritmo. Por fin, con un suspiro, se reclinó sobre el asiento.

      Su mirada volvió, una vez más, hacia el departamento de Elena Ortiz.

      Sólo entonces le llamó la atención el auto estacionado en el callejón.

      La placa que llevaba el paragolpes.

      Posey5.

      Al instante revolvió su cartera en busca de la tarjeta del detective. Con manos temblorosas marcó su número desde el teléfono del auto.

      La atendió una voz con tono expeditivo.

      —Detective Moore.

      —Habla Catherine Cordell —dijo ella—. Usted vino a verme un par de días atrás.

      —Sí, la doctora Cordell.

      —¿Elena Ortiz manejaba un Honda verde?

      —¿Perdón?

      —Necesito saber su número de placa.

      —Temo que no entiendo su…

      —¡Sólo dígamelo! —Su brusca orden lo sorprendió. Se produjo un largo silencio en la línea.

      —Déjeme buscarlo —dijo él. Detrás ella escuchó voces de hombres, teléfonos que sonaban. Moore volvió al teléfono—. Es una placa personalizada —dijo—. Supongo que tiene que ver con los asuntos del negocio familiar.

      —Posey Cinco —murmuró ella.

      Una pausa.

      —Sí —dijo él, con la voz extrañamente calma. Alerta.

      —Cuando hablamos el otro día, me preguntó si conocía a Elena Ortiz.

      —Y usted dijo que no.

      Catherine dejó escapar un suspiro entrecortado.

      —Estaba equivocada.

      Seis

      Caminaba de un lado a otro de la sala de emergencia, con la cara pálida y tensa, su pelo cobrizo como una crin enmarañada suelta sobre sus hombros. Miró a Moore en cuanto entró en la sala de espera.

      —¿Tenía razón? —dijo ella.

      Él asintió.

      —Posey Cinco era el apodo que usaba en Internet. Lo chequeamos en su computadora. Ahora dígame cómo sabía todo esto.

      Ella echó un vistazo a la bulliciosa sala de emergencias y dijo:

      —Vamos a una de las salas de guardia.

      El cuarto que eligió era una pequeña cueva oscura, sin ventanas, amueblada sólo con una cama, una silla y un escritorio. Para un médico exhausto cuya única intención es dormir, ese cuarto debía de ser perfecto. Pero en cuanto la puerta se cerró, Moore fue agudamente consciente del reducido espacio con que contaban, y se preguntó si esa forzada intimidad la pondría a ella tan incómoda como a él. Ambos buscaron un lugar donde sentarse. Por fin ella se ubicó sobre la cama, y él tomó la silla.

      —En realidad nunca conocí a Elena —dijo Catherine—. Ni siquiera sabía su nombre. Pertenecíamos a una misma sala de chat en Internet. ¿Sabe lo que es una sala de chat?

      —Es una manera de tener una conversación


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