El niño perdido. Thomas Wolfe

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El niño perdido - Thomas  Wolfe


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su chimenea, al vapor y a los soldados pasando frente a edificios como éste, hechos de ladrillos que parecen bizcochos, escuetos y sobrios, con un letrero que dice «J. Wilson Imprenta» o «Almacén».

      Y detrás de las viejas y sucias ventanas con barrotes, el montacargas cubierto de lodo. Era algo que siempre entristecía un poco al chico. Y también lo hacía un poco feliz. Quizás tenía que ver con la estación y la luz. Porque la luz iba y venía. Cuando la luz era la apropiada, incluso los ladrillos que parecían bizcochos y el muro vacío podían resultar formidables. Era difícil de explicar. Mucho más para un niño de menos de doce años. Digamos simplemente que era América, que era el Sur. Familiar como la carne y la sangre de un hombre, familiar como los vientos de marzo, como una garganta irritada, como la nariz cuando te pica, como el barro colorado lleno de paja y desolación. O como abril, abril y un enamoramiento salvaje. Digamos que era simplemente todo esto, escueto, desolado, como un bizcocho, adorable, lírico y maravilloso. Digamos simplemente que era difícil de explicar. América, viejos ladrillos con aspecto de bizcocho, un almacén y abril. Y el Sur.

      Y por encima de todo y dentro de todo y a través de todo, bañándolo todo hasta que parecía que hubieran remojado la propia madera del mostrador con aquello, hasta que todo parecía impregnado, sazonando incluso las tablas del suelo, por un único, múltiple, complejo, abarcador e indefinible, pero glorioso, Gran Olor. Un olor del que no valía la pena hablar porque no había palabras para hacerlo, un olor que no podía ser descrito porque no existía un lenguaje para ello, un olor que nunca podría ser nombrado porque no había palabras para algo así. Lo único que se podía decir era que había en él un aroma firme y penetrante a queso amarillo, el aroma del barril de los pepinillos dulces y el aroma del eneldo, el aroma del café recién tostado y el té, el aroma del beicon y la leche, el aroma de todas las cosas buenas y suculentas que existían, todas y cada una, solas y por separado, juntas y mezcladas, revueltas en un aroma embriagador, este grandioso Gran Aroma para el cual no había palabras.

      Pues en estos olores no sólo estaba el reconocimiento de las cosas pasadas, la percepción de sus identidades separadas. Había más, mucho más que eso: la magia de la asociación, de los deseos imposibles. Estaban allí, él no sabía cómo, sólo sabía que estaban allí, los aromas de la India y Brasil, el olor del oscuro Sur y del dorado y desconocido Oeste, el olor del grandioso y espléndido Norte, el olor de Inglaterra y Francia, de los portentosos ríos y de las grandes plantaciones, de las gentes foráneas y las lenguas extrañas, toda la gloria del mundo desconocido, todo el esplendor del mundo aún por visitar, todo el misterio, la belleza, la magnificencia de la prodigiosa tierra, como si ésta hubiera sido construida a partir de las esplendorosas imágenes sacadas de la altiva y febril visión de un niño.

      Tuvo que detenerse a mirar por un instante, no podía pasar de largo. Era como estar paseando por Arabia. Frente a la tienda se hallaba el carro del reparto, el viejo caballo gris, mustio, doblado sobre la inestable carga. De vez en cuando el viejo caballo levantaba una de sus escuálidas patas traseras y daba una fuerte coz contra el suelo. Grover conocía bien a aquel viejo caballo, siempre lo miraba con una dulce nostalgia. Le recordaba al verano y al aguacero repentino. Había pasado por la plaza en un día así. Hacía calor. Las nubes se habían acumulado de pronto. Realmente estaban preparando una amenaza sulfurosa y eléctrica. Y ahora todo el aire rumiaba la amenaza de la tormenta. La luz se puso violeta, la aglomeración de nubes llegó hasta el culmen del relámpago. Y entonces el rayo apareció, se desató la tormenta.

      Llegó de una sola vez, en un diluvio torrencial como Grover nunca había visto. Sencillamente se desplomó sobre ellos, como si el Misissippi hubiera brotado de los cielos. Cayó pesada, instantáneamente. Y en un momento la plaza entera quedó vacía, sin rastro de vida, como si se tratara de las ruinas de una ciudad antigua. La lluvia siseaba al caer, las alcantarillas espumeaban, las aceras parecían presas abiertas, los canalones chorreaban cataratas. Y Grover buscó refugio en el almacén. Desde allí miraba hacia afuera, al gran diluvio que caía sobre la yerma plaza. Oyó el tremendo estallido de la tormenta y se sintió dichoso.

      En la plaza no quedaba sino el carro de reparto del almacén y el viejo caballo gris. La tormenta castigaba el carro y tendía sobre su techo una sábana. La lluvia caía a cántaros sobre el caballo, el viejo caballo bajaba la cabeza. La lluvia rasgaba y fustigaba sus flancos. Silbaba y goteaba desde el alargado desfiladero de su lomo huesudo. Una nube de vapor salía de sus viejas y macilentas costillas, que iban a hundirse en las cuencas de las huesudas caderas. El viejo caballo mantenía la cabeza gacha pacientemente y el aguacero seguía cayendo. Aullaba y atravesaba la plaza de arriba abajo con ráfagas cegadoras. Se clavaba y rompía los toldos, bajaba como una avalancha que se arrojaba contra los edificios, hasta convertir la plaza entera en una sábana de agua.

      Y de repente, casi tan rápidamente como había llegado, cesó la tormenta. La oscuridad de tinta fresca se disipó, la luz cayó de nuevo sobre la plaza, las cunetas y los desagües gorjearon y gorgotearon la corriente. Y el viejo caballo se quedó allí, apestando a humedad, con una vaga expresión de cansada gratitud; levantó su vieja cabeza, su largo cuello gris y en un instante se puso rígido, dando coces contra el suelo.

      Grover estaba allí, mirándolo todo. De algún modo aquello lo llenaba de una sensación de maravilla, magia y felicidad. Y no podía olvidar los sulfurosos cielos de tinta fresca, esponjados y con nubes preñadas de electricidad, ni el oscuro y premeditado relámpago, tan siniestro, que admiraba, paralizado y en suspenso, con aquella especie de éxtasis metida en sus entrañas.

      Y entonces venía el glorioso estruendo de la tormenta, la furia ululante y torrencial. Y el viejo caballo se inclinaba contra la tormenta como una vieja roca hecha de tiempo. Y Grover no podía olvidarlo. Dondequiera que se encontrara veía el viejo caballo gris o pensaba en él, recordaba el tiempo, la luz mágica, la mágica irrupción de la tormenta en ese sepultado día de verano, el goce salvaje y primitivo y todos los olores, la oscuridad y la gente esperando dentro del almacén.

      Y ahora volvía a ver otra vez el caballo y a pensar en él y miraba dentro del almacén con esa clase de arrebato profundo y sin nombre que siempre le producía el almacén. Respiraba hondo y se empapaba los pulmones en aquel glorioso y penetrante aroma. Lo miraba con añoranza, con deleite y con un asombro misterioso y también con humor y afecto. No sabía por qué, pero la gente de la tienda, el señor Garrett y los dependientes, siempre despertaba en él ese tipo de humor y afecto. Quizás era la amabilidad, una especie de untuosa amabilidad en sus tonos, como si la mantequilla se derritiera en sus lenguas. Eran tan engolados, tan untuosos, tan persuasivos al hablar…

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