La reina de los caribes. Emilio Salgari

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La reina de los caribes - Emilio Salgari


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      1. Sayón: verdugo que ejecutaba las penas a que eran condenados los reos.

      

      4

      Sitiados en el torreón

      Cinco minutos después, el Corsario Negro, llevado en brazos por sus fieles marineros, se encontraba en el torreón de la casa del señor de Ribeira. Hasta la joven india había querido seguirle, no obstante los consejos de Carmaux, a quien disgustaba exponer a aquella joven a los peligros de un asalto.

      El torreón era una pequeña construcción, ni muy alta ni muy sólida, dividida en dos estancias circulares y comunicadas por medio de una escalera de madera con el terrado de la casa. Aunque no fuese muy elevado, desde él se dominaba no solo la ciudad, sino hasta el puerto, en medio del cual estaba el Rayo.

      —¡Por vida de cien mil ballenas! —exclamó—. Desde aquí podremos cambiar señales con nuestra nave. ¡Ah! ¡Mis queridos señores españoles, aún hemos de darles mucho que hacer! ¡Ya sabía yo que sin el consentimiento del señor Morgan no nos prenderían! ¡Ya verán qué peladillas lanza el Rayo contra sus casas!

      —¿Has visto mi nave? —le preguntó el Corsario con cierta emoción.

      —Sí, capitán —le contestó Carmaux.

      —¿No la han asaltado?

      —Por ahora, no.

      —Entonces, es preciso resistir hasta la llegada de los refuerzos que nos enviará Morgan.

      —Esta fortaleza no me parece en mal estado.

      —¿Y la escalera?

      —La desharemos, capitán.

      —¡Con tal que los españoles no prendan fuego a la casa!

      —El señor de Ribeira no lo consentiría. Esta casa debe valer lo menos mil onzas de oro.

      —Ocúpense pronto en destruir la escalera.

      —Saco de carbón y Wan Stiller están ya demoliéndola. Les he ordenado que traigan aquí los maderos.

      —¿Para qué, Carmaux?

      —Para encender una hoguera en el tejado. El señor Morgan comprenderá la señal.

      —Bastará encenderla tres veces, con intervalos de cinco minutos —dijo el Corsario—. Morgan comprenderá que estamos en peligro y que necesitamos auxilio.

      En aquel momento se oyó en la calle un endemoniado estrépito. Parecía que alguien intentaba forzar alguna entrada.

      —¿Son los nuestros que deshacen la escalera?

      —No, capitán —dijo Carmaux, que se había asomado—; son los españoles. Echan abajo la puerta con palancas: parece que tienen prisa por prendernos.

      —Entonces, dentro de poco estarán aquí.

      —Encontrarán un hueso duro de roer —repuso Carmaux—. Voy a levantar una barricada en el paso del torreón. ¡Mil ballenas!

      —¿Qué te ocurre? —preguntó el Corsario.

      —Creo que ninguno de nosotros querrá morir de hambre o de sed. Aquí no veo ni panes ni botellas. Un sitiado sin víveres es hombre muerto. Antes de encerrarnos pensemos en proporcionarnos algo en que hincar el diente.

      —Veamos, bella muchacha: ¿sabes dónde está la despensa del señor de Ribeira?

      —No te preocupes —dijo la joven india—. Yo te facilitaré víveres.

      —Permíteme que te acompañe. Los españoles acaso hayan entrado ya por el pasaje secreto.

      —No les temo —repuso la joven con fiereza—. Déjame que vaya sola, mientras tú velas por el capitán.

      —¡Tiene corazón la chiquilla! —dijo Carmaux viéndola bajar tranquilamente, como si se tratase de una cosa sencillísima.

      —Síguela —le dijo el Corsario—. Si la sorprenden trayéndonos víveres, acaso la maten.

      Carmaux desenvainó el sable y salió detrás de la joven, resuelto a protegerla a toda costa. Wan Stiller y Moko, armados de hachas, se preparaban a deshacer la escalera, a fin de impedir a los españoles subir al piso superior en el caso de que lograsen echar abajo la puerta del torreón.

      —¡Un momento, amigos! —les dijo Carmaux—. Primero, los víveres; después, la escalera.

      —Esperamos tus órdenes —repuso Wan Stiller.

      —Por ahora, vengan conmigo. Trataremos de aprovisionarnos de buenas botellas. Don Pablo debe tener algunas muy añejas, que sentarán muy bien a nuestro capitán.

      Dejaron su refugio y bajaron al piso de don Pablo. La joven india había entrado ya en una estancia donde se conservaban las provisiones de la casa, y, llenando un cesto de toda clase de viandas, volvía rápidamente al torreón. Carmaux y Wan Stiller, viendo buen número de botellas polvorientas, alineadas en una estantería, se apresuraron a apoderarse de ellas. No obstante, tuvieron el buen sentido de coger dos odres llenos de agua. Ya se preparaban a volver a su refugio cuando en el corredor inferior oyeron precipitados pasos.

      —¡Que vienen! —exclamó Carmaux apoderándose de la cesta.

      —¡Deben de haber forzado el pasadizo secreto! —dijo Wan Stiller—. ¡Pronto! ¡Huyamos!

      Enfilaron a paso ligero el corredor que conducía al torreón, y ya iban a franquear la puerta tras la cual los esperaba el compadre Saco de carbón, cuando por el lado opuesto apareció un soldado.

      —¡Eh! ¡Alto, o hago fuego! —gritó el español.

      —¡Que te ahorquen! —contestó Carmaux.

      Sonó un disparo, y una bala horadó uno de los odres que llevaba el hamburgués. El agua se derramó por el agujero.

      —¡Cuidado! —gritó Carmaux—. ¡El agua puede sernos más útil que el jugo de Noé!

      Y entraron, cerrando tras sí la puerta, mientras gritos de rabia se oían en el exterior.

      —¡Hagamos una barricada! —gritó el negro Carmaux.

      En pocos minutos Carmaux y el negro acumularon dichos muebles ante la puerta, formando una barricada tan maciza que podía desafiar las balas de los mosquetes.

      —¿Debo cortar la escalera? —preguntó Moko.

      —Todavía no —dijo Carmaux—. Siempre estaremos a tiempo.

      —¿Qué esperas, compadre blanco?

      —Quiero divertirme un rato.

      —Asaltarán la puerta.

      —Y nosotros les contestaremos, querido Saco de carbón. Es necesario resistir el mayor tiempo posible. Por otra parte, las municiones no escasean.

      —Yo tengo cien cargas.

      —Y Wan Stiller y yo otras tantas, sin contar las pistolas del capitán.

      En aquel momento los españoles llegaban ante la puerta. Al observar que estaba atrancada, se enfurecieron.

      —¡Abran o los mataremos a todos! —gritó una voz imperiosa; y golpearon las tablas con la culata de un mosquete.


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