La reina de los caribes. Emilio Salgari

Читать онлайн книгу.

La reina de los caribes - Emilio Salgari


Скачать книгу
está dispuesto, capitán —dijo Morgan.

      El Corsario Negro se sentó y miró hacia la salida de la bahía. La noche no era muy oscura y permitía distinguir a las dos fragatas. En los Trópicos y en el Ecuador las noches tienen una extraordinaria transparencia. La luz proyectada por los astros basta para distinguir un objeto, aun pequeño, a distancias notables, casi increíbles.

      Las dos grandes naves no habían tocado sus anclas y su masa se destacaba en la línea del horizonte. El flujo las había aproximado algo, dejando a babor y estribor un espacio suficiente para que cada una pudiera maniobrar libremente.

      —Pasaremos sin que nos dé mucho que sentir el fuego de los treinta y dos cañones —dijo el Corsario—. ¡Todos a su puesto de combate!

      —Ya están, señor. Y un hombre de confianza al mando del brulote, Carmaux..

      —¡Un valiente! Está bien —repuso el Corsario—. Le dirás que, apenas prendido el fuego a la carabela, embarque a sus hombres en la chalupa y venga a bordo con la mayor celeridad posible. Un retraso de pocos minutos puede ser fatal. ¡Ah!

      —¿Qué tienes, señor?

      —Veo luces cerca de la playa.

      Morgan se volvió, frunciendo el entrecejo.

      —¿Tratarán de sorprendernos? —dijo.

      —Llegarán tarde —añadió el Corsario—. Manda levar anclas y orientar las velas.

      Y volviéndose a la joven india, le dijo:

      —Retírate al cuarto, Yara.

      —No, señor.

      —Dentro de poco lloverán aquí balas y granadas. Y silbará la metralla.

      —Si tú desafías todo, quiero desafiarlo contigo.

      —Puede sorprenderte la muerte.

      —Moriré a tu lado, señor. La hija del cacique de Darién no ha temido nunca el fuego de los españoles.

      —¿Has combatido alguna vez?

      —Sí; al lado de mi padre y de mis hermanos.

      —Ya que eres valiente, quédate a mi lado. Acaso rae traigas buena suerte.

      Con un esfuerzo se puso de rodillas, y empuñando la espada que tenía junto a sí, gritó con voz de trueno:

      —¡Hombres del mar, al puesto de combate! ¡Acuérdense del Corsario Rojo y del Corsario Verde!

      —¡Al largo el brulote, Carmaux! —gritó Morgan.

      La carabela estaba ya libre de sus amarras. Carmaux empuñaba el timón y la guiaba hacia las dos fragatas, mientras sus compañeros encendían los dos fanales y las antorchas de las bordas, para que los españoles pudiesen ver el estandarte de los señores de Ventimiglia que ondeaba en la popa. Un alarido terrible se alzó a bordo del brulote y del Rayo, perdiéndose sobre el mar.

      —¡Viva la filibustería! ¡Hurra por el Corsario Negro!

      —¡Esa es la música! —gritó Carmaux—. ¡Cuidado con los confetti! ¡Son algo duros, y podrían causar dolores de vientre!

Illustration

      1. Brulote: barco cargado de materias combustibles e inflamables, que se dirigía sobre los buques enemigos para incendiarlos.

      2. Esparto: sus hojas son empleadas para hacer soga y esteras.

      3. Gallardete: tira o faja volante que va disminuyendo hasta rematar en punta, y se pone en lo alto de los mástiles de la embarcación.

      4. Crucetas: meseta que en la cabeza de los masteleros sirve para los mismos fines que la cofa en los palos mayores, aunque más pequeña.

      

      8

      Un combate terrible

      Las dos fragatas, viendo avanzar aquella nave con las velas desplegadas y toda iluminada, creyeron que corría sobre ellas con intención de abordarlas, y por eso se acercaron la una a la otra cuanto les permitían las cadenas de sus anclas, para prestarse mutua ayuda.

      A los gritos de alarma de los hombres de guardia, ambas tripulaciones se habían precipitado sobre cubierta, prontas a sostener vigorosamente la lucha, y los artilleros se situaron junto a las piezas, mecha en mano. A una orden de los capitanes, los cañones de proa fueron apuntados hacia el brulote, y a la primera descarga toda la población de Puerto Limón y la guarnición del fuerte habían corrido a la playa.

      Aquellos disparos no habían sido infructuosos: habían caído sobre el brulote. Una parte del alto castillo de proa se había hundido bajo el choque de una granada, y dos gallardetes, destrozados por un proyectil, habían caído sobre cubierta a pocos pasos de la barricada de popa. El brulote no había contestado, a pesar de que entre los cañones fingidos que llevaba tuviese dos auténticos.

      —¡Dejemos que desfoguen a su capricho! —dijo Carmaux—. Esta pobre carabela está de todos modos destinada a volar por los aires.

      Se volvió hacia el islote y vio al Rayo avanzar a menos de doscientos metros, tratando de doblar la punta del promontorio. Tampoco la filibustería había contestado a las provocaciones de las dos fragatas, a pesar de contar con catorce grandes piezas de artillería y de tener a bordo los mejores artilleros de las Tortugas. Por otra parte, les convenía más permanecer en silencio para no atraer la atención de las fragatas.

      —El Corsario Negro es un ladino —dijo Carmaux a Wan Stiller, que estaba a su lado—. Reserva sus golpes para el momento decisivo.

      —¡Ohé! ¡Cuidado! ¡Van a soltarnos una andanada!

      Aún no había terminado de decirlo cuando las dos fragatas dispararon simultáneamente con estruendo horrible. De las baterías surgían lenguas de fuego y sobre el puente se elevaban gruesas columnas de humo densísimo. Artilleros y fusileros habían abierto un fuego infernal contra la pobre carabela, con la esperanza de echarla a pique antes de que pudiese llegar al abordaje. El efecto de aquella descarga fue tremendo. Las bordas y el castillo de proa del brulote volaron en pedazos, y el mastelero1, cortado por su base, cayó sobre cubierta con crujido horrendo, hundiendo con su peso parte de la toldilla.

      —¡Mil delfines! —gritó Carmaux, que estaba oculto tras la barricada—. ¡Otra descarga como esta y nos vamos a pique!

      Se alzó y miró por una rendija, sin temor a la metralla que silbaba por todas partes. La primera fragata estaba a unos quince metros, y el brulote, que aún conservaba en pie su palo mayor y los foques2 del bauprés3 desplegados, corría hacia ella empujado por el viento de tierra.


Скачать книгу