Un mundo sin depresión. Alfonso Basco
Читать онлайн книгу.depresión realmente vino cuando después de conseguir todo lo que conseguí, el peso deseado, las buenas notas, el saber hacerlo «todo sola», las cosas seguían igual o incluso peor. Ese fue un momento de gran bajón. Había asociado el conseguir todas esas metas con la perfección, con ser feliz, y cuando llegué… no había nada. Es como en las novelas o las películas, cuando dicen que al llegar a la cima allí estará el tesoro y ya no tendrás que esforzarte más y serás feliz… Fue exactamente así pero sin tesoro en la cima. Bueno sí, conseguí ganar a la báscula y a los exámenes; ahora, ¿a qué precio? Perdí amigos, salidas, experiencias de adolescente, pasé muchas horas encerrada sola en mi habitación, en el gimnasio… Y nada cambió. Mi madre lloraba en la cama, mi padre leía libros sobre cómo ayudarme, los vecinos me ofrecían comer en sus casas… Pero nadie vino a hablar conmigo, a ver qué necesitaba, qué ocurría, cuándo pensaba poner fin a esa carrera sin fondo, dejar de perseguir la cima cuando la vida era más sencilla y confortable en el valle. Y yo tampoco lo hablaba con nadie, para mí lo que hacía era normal… Claro que nadie sabía realmente lo que sucedía, solo lo sospechaban al verme tan delgada. Imagino que porque la verdad era más dolorosa que la sospecha. Imagino que el no hablar del tema era hacer como que no existía. Yo por mi parte era como si no llegase a ser consciente de lo que pasaba porque ser bulímica lo relacionaba con devolver todo, todos los días y ser un esqueleto andante. Y yo, esqueleto, esqueleto… tampoco me veía.
Hubo otro punto de inflexión… A los dieciocho años, y tras años devolviendo a escondidas, un día mi padre vino a casa en la hora de la comida, algo raro; él comía siempre fuera de casa. Pero ese día su objetivo no era venir a comer a casa; creo que se quedó sin comer por hablar conmigo. Ese día me había pillado devolviendo el desayuno. No sé por qué no me lo dijo en el momento, sino que esperó a la hora de la comida. Me amenazó, me dijo que si seguía devolviendo iría a un centro de día con chicas que hacían lo mismo que yo, devolver. Después de cinco años fue la primera vez que me planteé dejar de vomitar. Fue la primera vez que me planteé hacer algo diferente. Fue un jarro de agua fría que te despierta de esa ensoñación y te trae el presente. Y desde ahí miré en perspectiva dónde estaba, a dónde había llegado, y dije, ¿para qué? Puedo seguir sacando buenas notas; el cuerpo perfecto es relativo y yo me veo igual aunque la báscula indique otro peso. ¿Qué estoy haciendo?
A partir de ahí hice un trato conmigo misma: solo devolvería cosas con mucha grasa y con mucho dulce, y si hacía más de dos horas de deporte al día, esa comida se quedaría en mi interior. No te voy a engañar, no fue fácil. Hubo días que rompí ese trato conmigo misma. Lo que sí te puedo decir es que seguí con esa idea en la cabeza, aunque sabía que el objetivo final era comer sano y no vomitar. Pero como primer tramo del trayecto me parecía motivador. Seguí comiendo mucho dulce, sentía que me envenenaba. Y cuando digo mucho es mucho: un paquete de galletas al día, tres palmeras grandes de chocolate, cualquier cosa con chocolate… Era como si nunca fuera suficiente, como si no hubiera suficiente dulce para llenar el vacío, la soledad, el malestar que sentía. Es como si el dulce me anestesiara por un rato. Y por unos momentos tenía muy claro lo que hacer: vomitar.
Y seguí así, con esas «rutinas» que poco a poco me fueron aislando. Supe que tenía depresión cuando, aproximadamente a los veinte años, ya no me apetecía relacionarme con nadie. Me sentía un bicho raro, como si no fuera de este planeta y no encajase en este mundo. Me di cuenta de que tenía un problema cuando me apetecía más estar sola en mi habitación que en el cumpleaños de mis amigas. ¿Cuándo perdí la felicidad, las ganas de vivir? Yo creo que a los dos años de que este proceso empezara; no sabría señalar un evento o un momento concreto. Porque me fui metiendo poco a poco en el pastel «ausencia de perfección» y me di cuenta tarde de que estaba metida. De hecho, hasta que no salí de allí no empecé a darme cuenta de que había estado allí. Puede parecer broma o sonar a chiste, pero fue así. Me costó mucho reconocer la bulimia y la anorexia. Y aún a día de hoy, más de diez años después, me cuesta reconocer la depresión. No uso esa palabra en mi vocabulario. Supongo que esa palabra me hubiese acercado a los médicos y/o psicólogos, un territorio del que huía.
Claro que en esos años me irritaba todo para saltar con furia o encogerme como un caracol. Estaba en extremos: o muy eufórica, imagino que de comer tanto dulce, o muy de bajón, triste. Más que llorar me recuerdo cabizbaja, pensativa. Pensando que en algún momento todo eso pasaría por arte de magia, que era una época pasajera. Pero claro, desde ese estado de tristeza incluso un arcoíris me parecía gris. Sí, en ocasiones recuerdo ver a gente reírse y pensar «¿qué les hará estar así?». Como si me molestara verles así. Como si yo no tuviera permiso para disfrutar o pasármelo bien. Como si toda mi vida fuera «la búsqueda de la perfección» y lo demás no importara, no tuviera sentido. Recuerdo estar ausente; no me importaba nada, ni nadie. Bastante tenía yo con lo mío. Aunque quisiera ayudar, no tenía fuerzas suficientes para concentrarme en las conversaciones o darme cuenta de las necesidades que tenía el de enfrente. Era como si la voz de mi cabeza sonara más fuerte que las voces del exterior.
Viví la depresión como si fuera un bache. Un bache que duró unos cinco años. Y cuando por fin parecía estar un poco estable, mi padre enfermó de cáncer… y falleció. Eso sí dolió, eso sí fue un golpe. En ese caso sí identifico más señales corporales como apretar las mandíbulas, pasarme el día diciendo que no con la cabeza, la respiración entrecortada, agotamiento, desgana, no ver motivos para salir de la cama, darme igual conducir a cierta velocidad o sin control.
Aquella fue una época difícil. Cuando parecía que había pasado lo peor llegó ese golpe, que fue incluso más duro que todo lo que había vivido anteriormente. Antes de aquella terrible noticia sentía que veía la luz de la salida del pozo y esa muerte me volvió a llevar a la mitad del camino. Si la vida me daba igual hasta ese momento, con la pérdida de mi padre me daba aún más igual. Es como si en ese momento la vida careciera de valor. Qué triste; mientras unos luchan por vivir (mi padre con su enfermedad sin ir más lejos), yo jugaba con mi vida sin apreciarla. No llegué a pensar en el suicidio, pero tampoco me sorprendía que la gente lo hiciera. ¿Cómo no pensarlo con lo duro que parecía todo? Yo tenía veintidós años; fue un golpe durísimo… aunque seguí luchando.
¿Qué es lo peor de aquella época? Que durante todos esos años con depresión creí que eso era vivir, que era lo normal. Que todo el mundo se sentía como yo… Pero nada más lejos de la realidad. Sí, a mi alrededor había gente que se emocionaba un montón y gente mucho más seria, pero eran momentos y estados de ánimo, como les ocurre a la mayoría. Yo en aquel entonces creía ser una persona emocionalmente estable, y lo que estaba era «dormida»; vivía la vida de forma comparable al estado de «duermevela», cuando estás a punto de dormirte. Pero poco a poco empecé a despertar. Por ejemplo, al empezar a salir con mi primera pareja descubrí que discutíamos una vez al mes y… ¡qué casualidad! Coincidía con la regla. Así me di cuenta de que también tenía cambios de humor, que me irritaban cosas de la gente de mi alrededor. Cambios emocionales absolutamente normales y que no había nada malo en ello.
Volviendo atrás, si pudiera nombrar una primera razón por la que poco a poco salí de la depresión fue gracias a aquel día en el que mi padre encontró las huellas «del delito»… y me escuchó devolviendo. Recuerdo como si fuera ayer sus palabras, firmes, tajantes «como sigas devolviendo te encierro en un centro». Más que una amenaza, sonó a causa-efecto. Si haces esto el resultado es encerrarte.
A día de hoy me doy cuenta de que mi padre me tocó en mi valor principal: «la libertad». Y fue por ahí por donde poco a poco comencé a salir de la enfermedad. Nada merece perder mi libertad, el ir donde yo quiera, cuando yo quiera, con quien yo quiera y comer lo que me apetezca, más o menos saludable, en mayor o menor cantidad. Las palabras de mi padre cambiaron algo mi chip. Sentí que no podía seguir así, que tenía que hacer algo diferente. Además, mis padres me propusieron pedir ayuda. Ir al hospital a que me vieran un endocrino, un psiquiatra y un psicólogo. Y acepté. Pero no fue bien. Fue casi más deprimente ir… La endocrina me dijo que me ayudaría a no pesar más de 60 kilos. Llegué a los 65 kilos y no hizo nada. Ni dieta, ni consejos, ni pastillas… nada. En cuanto a los psicólogos, los recuerdo sentados con bata blanca, serios, muy lejos de mí y callados. Recuerdo llorar y limpiarme los mocos en la manga.