El cuerpo lleva la cuenta. Bessel van der Kolk

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El cuerpo lleva la cuenta - Bessel van der Kolk


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se han convertido en el sostén de nuestra cultura, con unas consecuencias dudosas. Pensemos en los antidepresivos. Si fueran tan eficaces como se ha llegado a creer, la depresión se habría convertido en un problema menor en nuestra sociedad. En cambio, aunque el número de antidepresivos sigue creciendo, ello no ha repercutido en una reducción de los ingresos hospitalarios por depresión. El número de personas tratadas por depresión se ha triplicado en las dos últimas décadas, y actualmente uno de cada diez americanos toma antidepresivos.24

      La nueva generación de antipsicóticos, como Abilify, Risperdal, Zyprexa y Seroquel, son los fármacos que más se venden en Estados Unidos. En 2012, el sector público gastó 1.526.280.000 $ en Abilify, más que en cualquier otra medicación. En el tercer puesto se encontraba Cymbalta, un antidepresivo que vendió más de 1000 millones de dólares en pastillas,25 aunque nunca se ha demostrado que sea superior a otros antidepresivos como el Prozac, para el que existen genéricos mucho más baratos. Medicaid, el programa sanitario federal de Estados Unidos para las personas pobres, se gasta más en antipsicóticos que en cualquier otro tipo de fármacos.26 En 2008, el año más reciente para el que existen datos completos, financió 3600 millones de dólares para medicaciones antipsicóticas, hasta 1650 millones en 1999. El número de personas menores de 20 años a las que se les han recetado medicamentos antipsicóticos financiados por Medicaid se triplicó entre 1999 y 2008. El 4 de noviembre de 2013, Johnson & Johnson aceptó pagar más de 2200 millones de dólares en sanciones penales y civiles para resolver las acusaciones de haber promocionado indebidamente el antipsicótico Risperdal entre adultos, niños y personas con discapacidades de desarrollo.27 Pero nadie considera responsables a los médicos que lo recetaron.

      Medio millón de niños en Estados Unidos toman actualmente fármacos antipsicóticos. Los niños pertenecientes a familias con pocos ingresos tienen cuatro veces más probabilidades de tomar medicamentos antipsicóticos que los niños que tienen seguros privados. Las medicaciones suelen utilizarse para que los niños que han sufrido malos tratos y abandono sean más dóciles. En 2008 se recetaron antipsicóticos a 19.045 niños de hasta 5 años a través de Medicaid.28 Un estudio basado en los datos de Medicaid de 13 estados reveló que el 12,4 % de los niños que están en acogida temporal toma antipsicóticos, frente al 1,4 % de los niños elegibles según Medicaid en general.29 Estas medicaciones hacen que los niños sean más dóciles y menos agresivos, pero también interfieren con la motivación, el juego y la curiosidad, elementos imprescindibles para madurar y convertirnos en miembros sanos y beneficiosos para la sociedad.

      Los niños que los toman también corren el riesgo de sufrir obesidad mórbida y de desarrollar diabetes. Mientras tanto, las sobredosis provocadas por la combinación de medicaciones psiquiátricas y analgésicas siguen aumentando.30

      Como los fármacos se han convertido en algo tan rentable, las principales revistas médicas raramente publican estudios sobre el tratamiento de los problemas de salud mental sin fármacos.31 Los profesionales que exploran estos tratamientos son marginados por ser considerados «alternativos». Los estudios de los tratamientos sin fármacos no suelen financiarse a menos que incluyan lo que se llama protocolos manualizados, en los que los pacientes y los terapeutas recorren unas secuencias estrechamente prescritas que permiten poca adaptación a las necesidades individuales de los pacientes. La medicina generalista está firmemente decidida a mejorar nuestra vida con sustancias químicas, y la posibilidad de cambiar realmente nuestra fisiología y nuestro equilibro interior por medios no farmacológicos solo se considera en raras ocasiones.

      ¿ADAPTACIÓN O ENFERMEDAD?

      El modelo de enfermedad cerebral ignora cuatro verdades fundamentales: (1) nuestra capacidad de destruirnos entre nosotros coincide con nuestra capacidad de curarnos mutuamente. Restaurar las relaciones y la comunidad es básico para restaurar el bienestar: (2) el lenguaje nos da el poder de cambiarnos nosotros y de cambiar a los demás comunicando nuestras experiencias, ayudándonos a definir lo que sabemos y encontrando un significado común; (3) tenemos la capacidad de regular nuestra propia fisiología, incluyendo algunas de las llamadas funciones involuntarias del cuerpo y del cerebro, mediante actividades básicas como respirar, movernos y tocar; y (4) podemos cambiar las condiciones sociales para crear entornos en los que los niños y los adultos puedan sentirse seguros y en los que puedan prosperar.

      Cuando olvidamos estas dimensiones por excelencia de la humanidad, privamos a las personas de nuevas maneras de superar el trauma y de recuperar su autonomía. Ser paciente, en lugar de participante en el propio proceso de curación, separa de su comunidad a las personas que sufren y las aísla de su yo interior. Teniendo en cuenta las limitaciones de los fármacos, empecé a preguntarme si podríamos encontrar formas más naturales de ayudar a la gente a manejar sus respuestas postraumáticas.

      CAPÍTULO 3

      ANALIZAR EL CEREBRO:

      LA REVOLUCIÓN DE

      LA NEUROCIENCIA

      Si pudiéramos mirar a través del cráneo el cerebro de una persona consciente, y si las zonas de excitabilidad óptima estuvieran iluminadas, deberíamos ver sobre la superficie cerebral un punto luminoso, con unos fantásticos y ondulantes bordes con un tamaño y una forma en constante fluctuación, rodeado por oscuridad, más o menos profunda, cubriendo el resto del hemisferio.

      –Ivan Pavlov

      Se observa mucho mirando.

      –Yogi Berra

      A principios de los noventa, las nuevas técnicas de imagen cerebral nos dieron la posibilidad nunca antes imaginada de comprender de forma sofisticada cómo el cerebro procesa la información. Máquinas gigantescas, que valen varios millones de dólares, basadas en la física avanzada y en la informática convirtieron rápidamente la neurociencia en uno de los ámbitos de investigación más populares. La tomografía por emisión de positrones (PET) y más adelante la resonancia magnética funcional (RMf) permitieron a los científicos visualizar cómo se activan diferentes partes del cerebro cuando la gente realiza ciertas tareas o cuando recuerda acontecimientos del pasado. Por primera vez, podíamos ver el cerebro procesando recuerdos, sensaciones y emociones y empezamos a cartografiar los circuitos de la mente y de la consciencia. La tecnología anterior de medición de las sustancias químicas cerebrales como la serotonina o la norepinefrina permitió a los científicos observar qué alimentaba la actividad neural, que es como intentar comprender el motor de un coche estudiando la gasolina. Las imágenes neuronales permitieron ver dentro del motor. Por eso, también transformaron nuestros conocimientos sobre el trauma.

      La Facultad de Medicina de Harvard estaba y está a la vanguardia de la revolución de la neurociencia, y en 1994 un joven psiquiatra, Scott Rauch, fue nombrado primer director del laboratorio de neuroimagen del Massachusetts General Hospital. Después de considerar las cuestiones más relevantes a las que podía responder esta nueva tecnología y de leer algunos artículos que yo había escrito, Scott me preguntó si pensaba que podríamos estudiar el cerebro de las personas que tienen flashbacks.

      Yo había acabado recientemente un estudio sobre cómo se recuerda el trauma (descrito en el capítulo 12), en el que los participantes me contaban constantemente lo angustiante que era verse asaltado repentinamente por imágenes, sentimientos y sonidos del pasado. Cuando varios dijeron que desearían saber qué mal trago les estaba jugando su cerebro durante esos flashbacks, les pregunté a ocho de ellos si estarían dispuestos a volver a la clínica y permanecer inmóviles en un escáner (una experiencia completamente nueva que les describía en detalle) mientras recreábamos una escena de los acontecimientos dolorosos que los asaltaban. Para mi sorpresa, los ocho aceptaron, y la mayoría expresó su esperanza de que lo que descubriéramos sobre su sufrimiento pudiera ayudar a otras personas.

      Mi asistente de investigación Rita Fisler, que trabajó con nosotros antes de matricularse en la Facultad de Medicina de Harvard, se sentó con todos los participantes y construyó minuciosamente un guion que recreaba su trauma momento a momento. Deliberadamente,


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