Regreso al planeta de los simios. Eladi Romero García

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Regreso al planeta de los simios - Eladi Romero García


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sumido en sus pensamientos.

      Aspiró profundamente el aroma a laurel y eucalipto, sintiendo cómo la naturaleza tranquilizaba su ánimo. El alzhéimer podía hacer de las suyas en las personas que necesitaban recordar, convertirse en un auténtico drama para sus familiares, aunque no era este el caso de Adrián. Desde que se instaló en Poo de Llanes, todo su pasado había quedado relegado al olvido. Su fracasado matrimonio, roto muchos años atrás... El alejamiento de su único hijo, al que solo escuchaba por Navidades, cuando uno u otro se decidía a telefonear para felicitar el nuevo año. Sus amores imposibles con Olvido, aquella colega de la que se enamoró perdidamente, y con la que nunca pudo llegar a nada por estar ella felizmente casada con otro... De hecho, Adrián carecía ya de sueños e ilusiones, y también de alguien que sintiera preocupación por él. Con su humilde casita y la compañía de sus dos gatos le bastaba para soportar lo que le quedaba de vida. ¿Qué problema había en haber olvidado un día de su existencia, cuando todos los días, desde hacía ya bastante tiempo, transcurrían de la misma manera? ¿Acaso había hecho algo especial aquel difuminado 14 de febrero, aparte de adquirir las entradas para un concierto? Casi con toda seguridad, no. Habría sacado a sus gatos; habría cumplido con la acostumbrada hora y media de caminata por el sendero costero; de haber lucido el sol habría acudido a la playa para leer tumbado en la arena; habría visto alguna película en su ordenador..., y poca cosa más, aparte de calmar sus necesidades de higiene corporal, alimento y evacuación de órganos internos. En definitiva, no se había perdido nada trascendental, de ahí que no se sintiera excesivamente preocupado por aquel fallo en su memoria.

      Por curiosidad, comprobó su móvil de primera generación, un teléfono que carecía de conexión a Internet e incluso de cámara fotográfica. Un aparatito pequeño, que se abría en dos hojas para dejar a la vista un minúsculo teclado y una pantalla aún más diminuta, adquirido al menos veinte años atrás. Adrián lo empleaba exclusivamente para telefonear una o dos veces por semana como mucho, principalmente para solventar asuntos derivados de la adquisición de la casa, y escuchar la radio durante sus caminatas, aunque dicha función apenas la activaba al preferir el canto de los pájaros o el silencio de la naturaleza a las estupideces de tertulianos, políticos y espontáneos empeñados en divulgar sus estúpidas opiniones a toda costa.

      El día 14, es decir, ese día del que no tenía memoria, curiosamente había realizado dos llamadas, una a la biblioteca de Llanes y otra a un teléfono fijo con prefijo 947 que no tenía registrado. Lo pulsó para comprobar a quién pertenecía y le respondió de inmediato una dulce voz femenina.

      —Centro cultural Casa del Cordón, ¿dígame?

      Al principio Adrián se sorprendió, aunque tras unos instantes de duda logró recordar que de una forma u otra había contactado ya con dicha institución.

      —Perdone, ¿mañana canta ahí Pablo und Destruktion?

      —Sí, a las ocho de la tarde.

      —¿Y puedo comprar entrada por Internet?

      —Claro, en nuestra página web. Creo que ayer ya se lo expliqué.

      —No me diga...

      —Su voz me suena... Me parece que fue usted quien hizo esa misma consulta, la única que tuve ayer sobre ese mismo asunto.

      —Ya..., es que ando un poco flojo de memoria últimamente.

      —No se preocupe, para eso estamos.

      —Pues ahora mismo compro la mía. Gracias y perdone.

      —Hágalo ya, porque el concierto es mañana, no se le olvide otra vez —concluyó con cierta sorna la mujer.

      Por lo que respecta a su llamada a la biblioteca de Llanes, Adrián intuyó que simplemente la habría realizado para consultar algún dato de su catálogo, gestión que solía realizar con relativa frecuencia.

      «En fin, puesto que ayer, sin comerlo ni beberlo, me entraron unas repentinas ganas de escuchar a Pablo García, y con la entrada ya pagada, pues habrá que mañana viajar a Burgos... Eso si me acuerdo al despertarme...

      El resto de la jornada transcurrió con normalidad. El desmemoriado pensionista cumplió con el ritual de caminar por los paisajes costeros del concejo llanisco, comió cuando el estómago le hizo memoria de que debía hacerlo, volvió a sacar a los gatos media hora más, bajó un rato a la playa para leer y, cuando comenzó a anochecer, vio una película mientras cenaba. El mismo programa de siempre. También imprimió la entrada del concierto, ya que le hacía ilusión asistir a él. Sin duda la misma ilusión que debía de haber sentido el día anterior. La única ocasión en que había acudido a un recital musical había sido al que Lluís Llach dio en Lérida, allá por los años setenta (su enflaquecida memoria no le permitía concretar cuál de ellos), y ahora parecía sentir la necesidad de hacerlo de nuevo.

      Por la noche, ya en la cama, y con los dos gatos lamiéndose las pezuñas antes de dormir, Adrián se encomendó a quien tramitara esos asuntos para que al día siguiente pudiera recordar lo que había hecho el 15 de febrero de 2019. Si no todo, al menos lo suficiente para poder acudir a Burgos en condiciones.

      Como siempre desde que se instaló en Poo de Llanes, durmió como un niño mimado. Y se despertó descansado, capaz de afrontar con optimismo todo lo que la nueva jornada pudiera deparar. Al descorrer las cortinas de la ventana, comprobó que incluso el sol lucía en todo su estimulante esplendor, circunstancia que lo animó aún más, habida cuenta de que sin apenas esfuerzo fue capaz de rememorar sus vivencias del día anterior.

      —Chicos, parece que todo ha vuelto a la normalidad. Hoy vais a tener ración doble de paseo porque me siento generoso..., y porque esta tarde la voy a pasar fuera, pequeños.

      Chapinete maulló un «sí, gracias» y bajó corriendo la escalera seguido de Chavico, siempre más comedido a la hora de expresar sus emociones.

      Después de comer, tomar el café y amodorrarse unos veinte minutos, volvió a sacar a los gatos y se dispuso para su viaje a Burgos. Se sentía ciertamente ilusionado por romper de aquella forma una rutina cotidiana que, aunque le resultara reconfortante, también convenía variar de vez en cuando para no percibirse excesivamente monótona. Así que montó en su modesto Dacia Sandero color mierda de gato, el único que encontró en el concesionario en el momento de adquirirlo, y puso rumbo a la capital castellana primero siguiendo la autovía del Cantábrico y, una vez llegado a Torrelavega, desviarse hacia el sur por el interior de Cantabria. Entre los numerosos estímulos visuales con los que se encontró lo sorprendió sobremanera la iglesia de San Jorge, en el pueblecito de Las Fraguas, un edificio católico que imitaba hasta sus mínimos detalles un templo romano. De hecho, fue tanto el impacto que su visión causó en Adrián, que este decidió detenerse para contemplarlo de forma más pormenorizada. Nunca hubiera imaginado encontrar algo así en aquel rincón de la Cantabria más rural, un edificio que al parecer había sido fruto del capricho de un aristócrata de la Restauración que llegó a regentar la alcaldía de Madrid. Gracias a un lugareño que transitaba por la zona, se enteró además de que, cerca de la iglesia, se alzaba también el palacio de los Hornillos, levantado por encargo del mismo noble e inspirado en una residencia rural inglesa. Tan inglés parecía, que en él se rodó la película Los otros, una cinta de Alejandro Amenábar cuya acción transcurría precisamente en una isla británica. Sin embargo, Adrián solo pudo contemplar el edificio desde una cierta distancia, pues seguía siendo de propiedad privada. En España, por muchas transformaciones democráticas que pudieran llevarse a cabo, lo esencial nunca cambiaba.

      Para el viejo profesor, Burgos no escondía demasiados secretos, pues la había visitado en diversas ocasiones, dedicando en una de ellas varios días a investigar sobre su condición de capital rebelde durante parte de la Guerra Civil. De hecho, tal circunstancia lo llevó a recorrer minuciosamente, aprovechando sus obras de remodelación, el palacio de la Isla, la que fuera residencia del general Franco situada junto al río Arlanzón. Hacia las seis de la tarde, aparcó su coche en el arranque de la avenida del Cid Campeador, junto a una funeraria, para seguir caminando tranquilamente hacia el centro. Anochecía ya cuando, al sentir que la temperatura comenzaba a refrescar


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