El alma del mar. Philip Hoare

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El alma del mar - Philip Hoare


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atún muerde su níveo cuerpo. Él se ríe a carcajadas. Trata de inspirar el agua, «profunda, deliberadamente, como uno se entrega a la anestesia». Pero incluso cuando empuja su cuerpo hacia abajo verticalmente, hundiéndose como «una estatua blanca en el mar», es devuelto a la superficie, «a la claridad de las estrellas».

      Finalmente, Eden llena los pulmones de aire y se sumerge de cabeza, más allá de los luminosos atunes, tan hondo como puede. De su cuerpo salen cientos de burbujas. Es consciente de una intermitente luz brillante, como un faro en su cerebro. Siente que cae por una escalera interminable: «Y en algún lugar del fondo, se sumió en la oscuridad. Hasta ahí supo. Se había sumido en la oscuridad. Y, en el mismo instante en que supo, dejó de saber». Eden, este atractivo marinero cuyo cuerpo se describe como sólido, impecable y bronceado, es comprimido por el peso y la oscuridad del mar; se queda dormido en su lecho, tan quieto que ni sacudiéndole el hombro se le podría despertar. Ha sido sacrificado en el altar de sus ideales, de su propia masculinidad. London dice que su novela trataba sobre un hombre que tenía que morir, «no por su falta de fe en Dios, sino por su falta de fe en los hombres». Su escritura es tan vívida que recuerda su propio intento de ahogarse siendo joven en la bahía de San Francisco, cuando «me obsesioné con cierta delirante fantasía de irme con la marea». Escribió: «El agua estaba deliciosa. Era una forma de morir digna de un hombre».

      He vivido momentos en el agua que he sentido que podían ser los últimos. Una oscura tarde de noviembre nadaba frente a Brighton, a la sombra de su quemado West Pier, mientras una bandada de estorninos volaba encima de mí sobre las herrumbrosas costillas del muelle. Hasta que no entré en el agua, no me di cuenta de la fuerza de la resaca, ni de que me atraparía y tomaría el control a medida que nadase, volteándome para luego arrastrarme a la superficie de nuevo.

      Había perdido el control sobre el mundo. Los pesados guijarros de la playa rodaban sobre el fondo debajo de mí y, en la creciente oscuridad, cuando las farolas se encendieron en el paseo marítimo, pensé en lo banal que sería morir a la vista de una carretera de dos carriles, frente a una hilera de tiendas de pescado con patatas y de hamburgueserías. Y me pregunto, cuando esté muerto, qué pensamientos quedarán en mi cabeza, como si fuera la caja negra de un avión estrellado.

      En otra ocasión, en la bahía occidental de Dorset, bajo sus monumentales acantilados, la resaca me jugó una mala pasada similar. Pronto me di cuenta de lo que había hecho e intenté salir del agua. De nuevo, fui volteado por mi impudicia y enviado bocabajo contra los guijarros; mis facciones quedaron aplastadas como si fuera una momia del pantano. Mark me dijo que así era como los surfistas se herían en la cara, y esa tarde, en la ciudad, alguien me advirtió de que aquella playa era tristemente célebre: hacía unos meses un joven se había ahogado allí.

      Y yo pensé en el momento en que sacaron el cuerpo de Virginia Woolf del río, como si su muerte fuera la culminación de todas sus palabras, dirigiéndose inexorablemente hacia el mar.

      Es extraño regresar a los libros que eran lectura obligatoria en la universidad, con sus lomos incólumes forrados de plástico transparente para protegerlos contra el futuro, preservados para un tiempo en que de verdad pudiera entenderlos, aunque sus páginas estén ahora enmarcadas por viñetas marrones, como si el sol hubiera penetrado por sus bordes cerrados. Esperan que los abra, que los devuelva a la vida, familiares, extraños y peligrosos, como si los leyera por primera vez.

      Al faro está ambientada en las Hébridas, pero se alimenta de las vacaciones de la infancia de Woolf en Cornualles y de los recuerdos de su madre victoriana. La señora Ramsay oye y siente cómo las olas se transforman «en un fantasmal tamborileo que imitaba inexorable el ritmo de la vida»; le hacen pensar «en la destrucción de la isla y su desaparición bajo el mar». Por la noche, mientras sus invitados se sientan en la mesa a la luz de las velas, ella mira por las ventanas sin cortinas hacia el oscuro y ondulado espejo —«un reflejo en el que las cosas temblaban y desaparecían, como en un mundo acuático», como si todo el mundo estuviera en el mar—, y piensa en ella misma como una marinera que, si se hubiera hundido su barco, «habría dado vueltas y más vueltas hasta encontrar reposo en el fondo del mar». A lo lejos, el faro se yergue alto y blanco sobre la roca.

      Para Woolf, el agua poseía un poder ambivalente. Una noche de luna, cuando era joven, ella y Rupert Brooke nadaron desnudos en el río Cam en la reserva de Byron’s Pool, llamada así en honor del poeta, que nadaba allí cuando vivió en Cambridge. Brooke se sentía orgulloso de su improbable y byrónica habilidad de emerger del agua con una erección. Más adelante, Woolf se unió a Brooke y a sus neopaganos, como ella los llamaba, cuando acamparon en Dartmoor y nadaron en el Teign, el río de los páramos. Virginia, puritana y liberada a la vez, no se sentía del todo cómoda con esos intentos de estar en comunión con la naturaleza; su futura biógrafa, Hermione Lee, lamentaría que las fotografías que le tomaron allí desnuda no hayan sobrevivido.

      Woolf —solo una «o» de más para no ser ella misma un animal, una loba virgen—17 tenía una relación con el mundo natural paradójica a la par que depredadora. La naturaleza no tenía sentimientos, seguía su curso. La playa no ofrecía ningún consuelo. En Al faro, tras una escena en la que «el mar se agita y se rompe y, en el caso de que algún durmiente, con la esperanza de encontrar en la playa respuesta para sus dudas, o un compañero para su soledad, aparte de la ropa de la cama, y descienda solo para pasear por la arena [a] hacerle a la noche esas preguntas sobre causas y motivos, sobre el cómo y el porqué que tientan al durmiente a abandonar su lecho en busca de respuesta», descubrimos, casi de pasada, que la señora Ramsay ha muerto. Después, el mar parece apoderarse de la casa, como la muerte se ha apoderado de los Ramsay. De sus ocho hijos, Andrew muere en la guerra y Pru fallece dando a luz. La madre de la propia Virginia, Julia, había muerto a los cuarenta y nueve años, y su hermano Thoby, de fiebre tifoidea cuando tenía veintiséis. Para Woolf, el agua significaba tanto muerte como vida.

      El resto de miembros de la familia Ramsay y de sus amigos regresa diez años después. La casa, antes tan llena, está vacía; los elementos amenazan con dominarla. Esperamos que el diluvio de la guerra la haya arrastrado consigo, pero la rescata su ama de llaves, a quien la señora Ramsey se aparece como «una débil y vacilante imagen», una especie de fantasma, «como un rayo amarillo o el círculo al extremo del catalejo, una dama con un sobretodo gris, inclinándose sobre las flores». El recuerdo es eléctrico, casi cinematográfico: Julia, la madre de Virginia, fue fotografiada por su tía, Julia Margaret Cameron, en más de cincuenta ocasiones, mostrando un perfil o el otro. Su pelo liso, los ojos glaucos y la extraña expresión ausente son los mismos que los de su hija. Viste un traje negro con puños y cuello blanco, retratada en el camino a Freshwater, moviéndose en sus ropas negras; luego quieta, detenida en el instante, o retornando la marcha, «los pesares estelares de ojos inmortales».18

      También Virginia posaría para Vogue en 1924 con el vestido de su madre, forzada por un mar prerrafaelita, actuando como su propio fantasma en sepia, ensayando su última escena, flotando con la corriente del Ouse como Ofelia: «Sus ropas se extendieron, / llevándola a flote como una sirena». Tras la muerte de su padre, después de que Virginia y sus hermanos huérfanos se mudaran a Bloomsbury, ella colgó los fantásticos retratos de Cameron de hombres famosos y bellas mujeres en el pasillo en un gesto irónico. A pesar de su modernismo, Virginia estaba anclada en un pasado victoriano, conformada y dañada por la historia de esa época, y por la suya propia.

19

      Fotografía de Maurice Adams Beck y Helen Macgregor, vestida con la ropa de Julia Stephen, en 1924.

      Aquellos remotos veranos junto al mar permanecerían con ella. En su libro, el feroz Atlántico se convierte en un personaje, como el páramo en Cumbres borrascosas o la ballena en Moby Dick (libro del que poseía dos ejemplares y que había leído al menos tres veces): «En ambos libros —escribió en un ensayo sobre Brontë y Melville en 1919— se nos brinda la visión de una presencia más allá de los seres humanos, de un significado que representan, sin dejar de ser ellos mismos». El faro blanco de Woolf es la ballena blanca de Melville; una misión imposible sobre aguas insondables.

      Cam,


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