Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre
Читать онлайн книгу.bestias. Nos fustigaban con los bastones sin motivo alguno y a uno de ellos lo sodomizó un esbirro durante varias noches, ante las risotadas de sus congéneres. Yo apartaba la mirada, protestaba, y me caía una lluvia de palos.
Estábamos resignados a ser esclavos, y en mi despreciable insignificancia mi alma se partió en dos, tras sucumbir ante tamaña desgracia. Atravesé oscuros desiertos de tormento interior y me refugié en los confines inaccesibles de mis recuerdos. Admití con resignación que tal vez la muerte resultara a la postre una liberación para tanto sufrimiento. Me veía como un desheredado del mundo y me encontraba solo e indefenso a decenas de estadios de mi querida Jerusalén y de mi gente.
Observé desalentado la trémula luz de la claraboya, y razoné que mi certeza de liberación era tan mínima como aquel débil rayo que caía sobre los mohosos hierros que aprisionaban mis pies magullados. La esclavitud, pensé en aquel instante, transmite una sensación opresiva y el entendimiento de quien la padece se niega a aceptar su dolorosa realidad.
Con una incontenible irrupción de llanto, maldije al cielo. Ezra ben Fazael Eleazar, recién nombrado escriba de la ley de Dios, había muerto. Con los dramáticos sucesos que se habían producido, la amenaza de sepultar mi pasado era real.
Mi capacidad de razonar se abismaba en la incoherencia y la desolación. Al instante, un silencio sobrecogedor se adueñó de aquel lugar de miseria y de cadenas.
VIII
AFRODITA CORINTIA
Año XIV del reinado de Tiberio César
En los primeros meses de esclavitud soporté un dolor desmedido.
Los abusos, el terror y el tormento eran nuestra ley. El tétrico antro donde estaba encerrado no era sino un inmundo depósito de esclavos de donde solo saldríamos muertos, o para ser vendidos en los mercados cercanos a Cesarea, o bien para embarcarnos hacia Occidente. A mí, que estaba destinado a Roma, me arrastraron sin conmiseración a un barracón cercano a las murallas.
Un miedo espantoso me dominó y comprendí que el destino del hombre es indisociable del sufrimiento. Mi expresión se volvió atormentada, mi respiración penosa y mi mirada como la de un agonizante. Y poco a poco me fui introduciendo en la senda de la locura.
Los sicarios de Sayed, provistos de mazas de hierro, me encerraron en una bodega inmunda y de atmósfera irrespirable junto a otros desesperados, entre escorias e inmundicias, y con un hedor insoportable a paja podrida y orines, donde a veces merodeaban las arañas, las tarántulas y algún alacrán que matábamos con las sandalias. A media tarde traían una cesta con trozos de pan negro, unas escudillas con una papilla repugnante y un odre de vino aguado que nos disputábamos como alimañas.
En algún momento, mi voluntad dejó de obedecerme y creí volverme loco, lo reconozco, y gritaba como un poseso. Hoy me avergüenzo al evocarlo. Mis oídos estallaban con el crepitar del latigazo y mi cuerpo temblaba de pavor, confirmándome a mí mismo que no estaba preparado para el abusivo atropello de mis carceleros, que nos fustigaban y amedrentaban con una insensible saña.
Ni encomendarme al Único, al Bendito, suponía consuelo para mi alma.
Así que en un acceso de desesperación determiné quitarme la vida, aunque yo sabía como sofrín de la ley de Mosisés que suicidarme me excluía del Juicio Final y de la visión eterna del Padre, como nos enseña el Génesis: «Demandaré al hombre que derrame su propia sangre». Pero yo no podía acostumbrarme a vivir en un mundo sin estrellas, sin el calor de la familia, sin la luz del afecto y constantemente vapuleado y afrentado, así que consideré en mi desesperación que Yavé había puesto un precio altísimo a mi existencia.
Una calurosa mañana, con la luz del alba, mi situación cobró la dureza de la cruda realidad y no pude soportar más tanto horror. Como cada amanecer, nos sacaron fuera atados los pies con grilletes para, según Sayed, mantener el ánimo firme, no engordar y ganarnos el asqueroso pan que comíamos. Éramos una veintena de hombres y otras tantas jovencitas de diversas naciones venidas de otro barracón que nos dedicábamos a limpiar, baldear y asear los alrededores, las celdas, la cocina, los cuartos de los guardias armados y las cuadras, pertrechados con escobones, cubos de cal y agua y rastrillos. Las niñas y niños más pequeños, la mayoría vendidos por sus propios padres a cambio de comida, o de unos sestercios, gruñían con las bocas babeantes emitiendo un sollozo lastimero y rogando comida.
En una de aquellas salidas, y en lo más recóndito de mis entrañas, albergué la intención de abalanzarme al pozo de donde extraíamos el agua y morir allí mismo indignamente y por voluntad propia. Me revolvía contra aquellos sucesos con rabia y rechazo y busqué una salida rápida. Así que miré a mi alrededor y me decidí a perpetrarlo, viendo que no me vigilaba ningún centinela y que cerca solo se hallaba una joven y dos niños de cabellos hirsutos, seguramente dacios. Hice como que me acercaba a sacar agua y comprobé la profundidad del pozo. La presión que sufría mi alma había llegado a ser tan inmensa como insoportable.
Me partiría el cuello y el espinazo. La muerte era segura.
Aunque atenazado por los hierros de los tobillos conseguí, no sin dificultad, alzar las piernas juntas, impulsándome con las manos asidas al brocal, con la intención de arrojarme al vacío, romperme la crisma con las piedras y ahogarme finalmente. Pero de repente, como salida de la nada, una esclava me asió fuertemente de un brazo y me lanzó al suelo, impidiendo mi irremisible caída. Me había disuadido de mi propósito y detenido con inusitado nervio mi intento. En un griego propio del mismísimo Platón, me conminó con dureza:
—Insensato, ¡por el padre Zeus!, ¿tan poco coraje tienes? ¡Detente! ¿Acaso eres un chiquillo asustado? Debes llevar tu desgracia como el rey lleva su corona.
Semejantes palabras sobre mi cobardía fueron un aviso en mi alterada mente.
—Mi rabia es tan grande como la tuya, pero la esclavitud siempre será mejor que el suicidio —me avisó, y vi el horror de mis retinas reflejado en sus ojos clarísimos.
Yo balbucí palabras incoherentes, me incorporé abochornado y la miré con sorpresa. A pesar de la derrota en la que nos hallábamos mostraba una noble altivez. Poseía además una rara autoridad a pesar de no ser muy alta, y su mirada de pupilas intensamente azules se clavó en mí. Sus modos eran seguros y parecía no concederle importancia al asunto, como si fuera una cosa comprensible preocuparse por un prójimo que lo precisaba, en aquel marjal de sufrimiento.
—Han arruinado mi alma, mujer, y en mi corazón no cabe más dolor —le dije también en griego.
Tenía el pelo casi rapado, muy corto y del color del trigo en la era, seguramente rapado como una condición más de su esclavitud. Aleteaba su nariz pequeña y algo respingona, y su tez sonrosada y sus labios finos no delataban crispación alguna. Aprecié su gesto y bajé confundido la cabeza.
—¿Eres un pagano de los que no temen a los dioses? ¡Eh! —insistió mirándome con aspereza—. ¿No sabes que el destino que nos marcan desde nuestro nacimiento ha de cumplirse y que ante ellos hemos de responder en el Elíseo? La venganza divina de Proserpina, la reina del Hades, hacia los suicidas es terrible.
En el vasto desierto de la desgracia había resonado la voz de Dios. La joven había sido capaz de hallar esperanza en el más desolado de los desiertos.
—¿No fueron más desgraciados que tú esos chiquillos que murieron de forma horrible tras ser castrados como cebones ante tus ojos? Yo fregaba el pórtico y los vi —volvió a censurarme—. ¡Quién sabe si esta situación no te será útil para lo que te resta de vida, por Afrodita!
Pensé que el espectáculo de sobreponerse a la adversidad es grandioso, pero es todavía más grande el de aquel que acude a socorrer al desgraciado. Le sonreí.
—Gracias por salvar mi alma de la oscuridad, muchacha. C.on tu acción he comprendido que a quien Dios aflige lo tiene de su lado. Tú has sido su voz.
—Un consejo —me dijo—, no pienses en tu estado de aflicción, que de nada favorece