El Santuario de la Tierra. Sixto Paz Wells

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El Santuario de la Tierra - Sixto Paz Wells


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de las que podemos entender amigo mío.

      –¿Y qué más podemos hacer además de escucharla Lucien? –preguntó Marie, inquieta por su hija.

      –Ya le dije a ella que debe orientar su energía para que no termine descargándola en casa. Debe hacer gimnasia, natación, artes marciales, todo aquello que le sirva para descargar el exceso de energía propio de su edad y de su nivel evolutivo. Es un alma avanzada a la que hay que ayudar a que cumpla su misión. Primero ayudarla a que se reencuentre consigo misma, y luego la vida dirá.

      Los padres de Esperanza hicieron caso de las recomendaciones de su amigo francés, inscribiéndola a clases de natación, donde llegó a destacar participando en campeonatos y obteniendo siempre los primeros puestos. También cultivó la gimnasia olímpica, y, con el apoyo económico de unos tíos suyos que la querían mucho, hizo yoga y meditación, además de judo.

      A pesar de su corta edad, Esperanza también era un ratón de biblioteca. Pedía que le regalaran libros en sus cumpleaños y navidades y así iba consolidando su propia y variada colección de todo tipo de temas, desde Historia y Geografía, hasta Química, Física y Astronomía. El conocimiento era para ella una especie de ansiedad, como si fuese a contrarreloj y tuviera que aprovechar cada segundo de su existencia para prepararse.

      C

      V. VOLVIENDO SOBRE LOS PASOS PERDIDOS

      Si es que hemos vivido múltiples existencias, igualmente han sido múltiples las vivencias, los escenarios, las circunstancias y las relaciones. Hay momentos en nuestra presente vida en que el destino nos lleva a recorrer la misma ruta, y a volver sobre nuestros pasos perdidos para recuperar el hilo conductor de nuestra trayectoria y realización.

      Esperanza iba a cumplir diecisiete años y su clase del colegio había planeado con mucha anticipación el viaje de fin de curso y de graduación. Harían un viaje a la turística y siempre fascinante ciudad de Cuzco. Para ella significaba volver después de once años a un lugar que la había conmocionado por dentro y le había hecho tener extraordinarias vivencias internas, por lo cual regresar era algo muy especial para ella. Su padre, don José, insistió para que no dejara de visitar a su amigo Aarón y le llevara sus saludos.

      Durante los años de su educación había sido una alumna brillante, destacando y consiguiendo el reconocimiento de sus maestros. De ahora en adelante se le presentaba una nueva etapa en donde tendría que sentar las bases de su futuro, planificando la carrera que le permitiera sentirse realizada y la llevara a ocupar un rol comprometido en la sociedad.

      Los alumnos llegaron de madrugada al aeropuerto de Lima para tomar el primer vuelo de la mañana que los trasladaría al Sureste del país; así aprovecharían para aclimatarse y sacar provecho a todo el día en el lugar, ya que el viaje de casi 1.000 kilómetros se hacía en aproximadamente una hora. Lo que siempre demandaba más tiempo era el traslado a la terminal aérea cruzando toda la ciudad; después venía el check-in de pasajes y maletas, y la larga espera para embarcar.

      Entre sus compañeros estaba Carmen Tiravanti, una joven sencilla, de buen ver, trigueña, de bello cabello ondulado y destacada en los estudios. También formaba parte de su círculo más íntimo Raquel Vega, quien había crecido junto a su amiga, y que al cabo de los años se había estilizado, luciendo un cuerpo bello y delgado, sin haber perdido el candor de su infancia. Otro de los amigos era Uriel Fernández, buen mozo, alto y fuerte, que destacaba en los deportes aunque no mucho en los estudios. De corazón noble, se sentía inclinado a proteger a Esperanza, a Carmen y a Raquel, sus entrañables amigas. Formaba el grupo también otro chico llamado Guillermo Dancuart, el popular «Guille», intelectual, de mediana altura, rostro redondo, amplia frente, delgado y con gafas, experto en solucionar cualquier situación con la lógica, la estadística y los recursos que extraía siempre de la manga como un mago. Completaba el círculo Daniel Lee, un joven risueño, no muy alto, de rasgos orientales, siempre al día con las últimas noticias de interés para compartirlas con todos sus compañeros de clase y sus amigos del vecindario.

      El vuelo de una hora fue tranquilo, aunque tranquilo es un decir con el bullicio que tenía el grupo escolar, inmerso en sus comentarios y bromas.

      En cuanto llegaron a Cuzco, toda la clase se arremolinó en torno a las maletas que iban saliendo lentamente por la banda mecánica. Después, acompañados de sus tutores se trasladaron al estacionamiento situado fuera del aeropuerto, donde los esperaba el autobús contratado para recogerlos. Uno a uno fueron subiendo al vehículo mientras cotejaban sus nombres en una lista y se anotaba el número de maletas que iban en el bus. De allí se dirigieron al hotel. La llegada fue una locura. En la recepción se agolpaban todos sentados sobre sus maletas hablando sin parar, poniendo a prueba la paciencia de sus maestros y de los pobres empleados del hotel, que trataban de concentrarse en recibir y organizar al grupo.

      Al cabo de un rato se logró poner orden distribuyendo a toda la clase en sus habitaciones. Se les dio de beber a todos las imprescindibles infusiones de hojas de coca, para que después se retiraran a descansar.

      Al cabo de dos horas se reunieron en la recepción del alojamiento para repasar las indicaciones del tour organizado por la escuela. Entre los tutores estaba la profesora Leonor, su profesora desde sus primeros años en la escuela.

      Aquel primer día de tour, el grupo fue trasladado en un autobús privado a las imponentes ruinas de Sacsayhuamán situadas a poca distancia de la ciudad sobre la colina que domina la vista de todo el valle. En el lugar se les explicó como había sido construido aquel magnífico monumento, su estilo arquitectónico y como lo utilizaron como fortaleza durante la resistencia a los conquistadores. Esperanza sonrió recordando el viaje y el recorrido que había realizado con su padre años atrás, mientras escuchaba a los profesores explicar que el lugar había sido originalmente un gigantesco templo dedicado al Sol, al agua y al arcoíris. También mencionaron como la estructura había sido saqueada y desmantelada a lo largo de los siglos hasta adquirir su estado ruinoso actual, que deja ver solo la tercera parte del material original. La explicación corrió por cuenta del profesor de Historia de la clase, don Raúl Sánchez, hombre mayor pero bien conservado, canoso y de profusa barba, que tenía mucha habilidad para contar las cosas haciéndoselas vivir a los oyentes. Se veía que amaba su profesión y su capacidad pedagógica era un arte.

      Los chicos posaron con sus tutores para las fotografías de rigor delante de las imponentes piedras de los muros de hasta 360 toneladas, colocadas en las paredes como si fueran piezas de un inmenso rompecabezas. Esperanza estaba que no cabía en sí de gozo al haber vuelto al lugar y poder compartirlo con sus queridos amigos de la escuela. Ella, más que escuchar las explicaciones –pues las conocía bien–, quería respirar el lugar y sentirlo profundamente una vez más.

      Mientras estaban allí caminando y mirando, se les acercó un hombre mayor de apariencia indígena, vestido pobremente con un atuendo propio de la zona, poncho y chullo (que es el gorro multicolor de lana que cubre las orejas) y, dirigiéndose directamente a Esperanza le dijo:

      –¡Mamita, volviste!

      Esperanza, que estaba rodeada de algunos amigos y enfrascada en una animada conversación, se giró y, observando a aquel extraño personaje, le contestó:

      –¿Perdón?... ¿Me habla a mí, señor?

      –¡Volviste! Eso significa que ya es tiempo.

      –¿Tiempo para qué, señor?

      –¡Para que el puma despierte y abra los ojos! El puma es el Kay Pacha, el mundo de aquí, que tiene que despertar y dar cuenta del final del ciclo y el inicio del otro.

      En ese momento, uno de los maestros, don Luis Gutiérrez, profesor de Geografía, hombre relativamente joven, grueso, alto, de pelo castaño oscuro y gafas, se acercó y pidió al hombre que no molestara a los chicos, haciéndole alejarse.

      –¡Siendo una ciudad turística no se puede evitar que abunden los pedigüeños! Así que tened cuidado chicos y evitad que se os acerquen –dijo el profesor justificando su acción.

      –Ese hombre profesor no me había pedido nada. Solo me dijo que «ya era tiempo para que el puma despertara y abriera los ojos»


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