La caída. Guillermo Levy

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La caída - Guillermo Levy


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de la deuda por parte del FMI que exigía ajustes drásticos en el gasto público.

      Entre el comienzo del segundo Gobierno radical y su final pasaría muy poco tiempo. No tenía más propuesta que aumentar la carga de la deuda para seguir manteniendo la convertibilidad y al mismo tiempo evitar el default. La Alianza salió corriendo a pedir salvataje del FMI, como lo haría Cambiemos en 2018 cuando, por el exceso de endeudamiento, se le cerró abruptamente a la Argentina el crédito privado, como también le ocurriría al Gobierno de Macri bastante antes de cumplir dos años de mandato. La Alianza fortaleció aún más la sumisión a la política exterior de los Estados Unidos con votos en contra de Cuba en la ONU y terminó de avanzar en la impunidad ya casi total en relación a los crímenes de la última dictadura, prohibiendo extradiciones de genocidas acusados en tribunales de otros países. Por otro lado, no hubo ninguna respuesta productiva y social que generara algún tipo de reactivación. Volvió a crecer la desocupación que alcanzó el pico de 1995 en menos de dos años y la Argentina se sumergió en una recesión creciente sin visos de recuperación.

      La leve recuperación económica que se había dado al comienzo del segundo mandato de Menem ya era pasado. Lo único que le quedaba a la Alianza era su apuesta moral, que se hizo añicos cuando senadores radicales y peronistas votaron una ley de precarización laboral con coimas pagadas desde la SIDE, hecho que denunció el entonces vicepresidente Chacho Álvarez, para luego renunciar.

      Frente a la fuga de capitales de los que veían las señales de la imposibilidad de Argentina de seguir pagando e ir a la cesación de pagos, el Gobierno, con Domingo Cavallo como ministro de Economía, decretó el “corralito”. Si algo le faltaba al descrédito creciente del Gobierno era la incautación de los fondos en los bancos de cientos de miles de ahorristas que no tenían depósitos con lógica especulativa como en diciembre de 1989, sino que solo tenían sus ahorros en los bancos. Antes de cumplirse un mes del corralito, De la Rúa renunció y se fue en helicóptero de la Casa Rosada en el marco de una represión que dejaría, entre el 19 y 20 de diciembre de 2001, 38 muertos en todo el país.

      Los vínculos y semejanzas establecidos por periodistas, militantes e intelectuales de oposición al macrismo entre el Gobierno de la Alianza y la experiencia de Cambiemos merecen ser pensados sin banalizaciones ni mimetizaciones para dos experiencias que tienen puntos en común, pero también grandes diferencias y, sobre todo, contextos nacionales y mundiales muy diferentes. La comparación pierde fuerza en la medida que el final de Cambiemos no replicó el drástico final de la Alianza, sino que su éxodo se dio en el marco de unas de las transiciones más tranquilas de nuestra corta experiencia democrática. El final de De la Rúa, escapando en helicóptero a dos años de asumir y con una aceptación menor al 5%, es sustancialmente diferente a la transición ordenada del final de Cambiemos en el Gobierno, que se fue con el 40% de los votos. Los parecidos quizás estén a la imposibilidad de ambas figuras, De la Rúa y Macri, de escapar al estigma del fracaso en todas las líneas.

      Vengo a proponerles un sueño.

      Después de la crisis que explotó en diciembre de 2001 y de varios cambios presidenciales, asumió la presidencia el senador Eduardo Duhalde para terminar el periodo presidencial trunco de De la Rúa. El año 2002 pasará a la historia por los índices de desocupación y pobreza más altos de la historia: en 2002 la pobreza arañó el 55%, superando las marcas del peor momento de la hiperinflación de 1989, y el desempleo trepó al 20%, sobrepasando la peor medición de 1995. Esos porcentajes superan por mucho los de los dos años de la Alianza, con la salida de la convertibilidad y la devaluación del 300%, la inflación se disparó al 41%, aunque en alimentos alcanzó el 75%. Ese registro inflacionario solo fue superado por el de 1991, que venía del arrastre del proceso de la hiperinflación de 1989 y se frenó drásticamente con la convertibilidad. Luego de ese año, solo 2002 mostró un salto tan pronunciado, que sería solo superado durante tres de los cuatro años del Gobierno de Cambiemos.

      La aceptación mayoritaria de que la responsabilidad de la situación crítica era del Gobierno de la Alianza le permitió a Duhalde tomar medidas importantes, no solo para iniciar un proceso de reactivación, sino para licuar grandes pasivos empresarios endeudados en dólares con la pesificación sin límites de todas las deudas luego de la devaluación del 300%. El segundo semestre de 2002, sobre todo por la recesión y el tipo de cambio repentinamente alto, comenzó la reactivación. Las exportaciones superaron las importaciones, la inflación hizo aumentar la recaudación y el planchazo de la recesión y la crisis impidió aumentos salariales que pudieran por lo menos lograr que los trabajadores no siguieran perdiendo posiciones, lo que aumentó la recaudación del Estado vía estancamiento de los salarios públicos. Todo esto impidió que siguiera creciendo la inflación, ya de por sí alta. Este escenario de reactivación y de recesión al mismo tiempo fue ideal para recuperar poder de fuego del Estado, tanto en pesos como en dólares. El otro punto fundamental de este crecimiento fue que, a partir de la cesación de pagos a los acreedores externos dictada por quien fuera presidente una semana, el dirigente peronista de San Luis, Adolfo Rodríguez Saá, el Estado argentino pudo por un tiempo disponer de recursos que hubiesen ido al pago de deuda para asistir otras urgencias.

      El asesinato alevoso por parte de la policía bonaerense de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en el Puente Pueyrredón y la enorme movilización que generó a menos de un año de que el Gobierno de De la Rúa hubiese desparramado tiros y muertos en su retirada, impidió cualquier sueño de Duhalde de ser presidente electo en las elecciones de 2003. En la Argentina del “que se vayan todos” y de la antipolítica había crecido, paradójicamente, un nivel de movilización social que excedía por mucho a la militancia de organizaciones políticas. 2001 y 2002 son años que pueden ser vistos tanto como años de tragedia, de hambre y desolación, pero también de muchísima movilización, en la que convivían militantes que hacían una fuerte impugnación al legado del neoliberalismo junto a los ahorristas que habían quedado atrapados en sus cuentas bancarias y se despertaban abruptamente de un sueño a partir del corralito. La escena se compartía, además, con toda forma de impugnación de la política. De ese clima efervescente y heterogéneo fue hijo el kirchnerismo, pero también lo sería, más tarde, el macrismo.

      Néstor Kirchner aprovechó la alteración del calendario electoral para elegir el día de su asunción, una fecha muy significativa en cuanto a las marcas que le daría a su gestión y que las anunciaría desde su primer discurso. El 25 de mayo de 2003 se cumplían treinta años de la jura de Héctor Cámpora como presidente. Era el momento “icónico” de la juventud militante que había luchado contra la proscripción y la dictadura del “Onganiato” y recuperaba el poder vía la vuelta del peronismo después de dieciocho años de proscripción. Kirchner, en su discurso, dijo que había estado en esa Plaza treinta años atrás, en uno de los momentos más potentes y emblemáticos de la historia de la militancia política. Esa Plaza era la de la militancia y de la esperanza de una generación por la liberación nacional, que quedaría trunca al poco tiempo y miles de sus constructores serían secuestrados, torturados y asesinados por un gobierno que arrancó antes de que se cumplieran tres años de esa plaza histórica con la que Kirchner mostraba de dónde venía y a dónde quería ir.

      La identificación con la generación diezmada por el genocidio y la reivindicación del carácter militante de la gestión de gobierno que vendría no tenía antecedentes en ninguno de los otros comienzos desde 1983. En este discurso, la militancia, los ideales y el papel central del Estado iban de la mano con la reivindicación de la política. Kirchner les hablaba pedagógicamente a quienes veían en la política el corazón de todos los males del país. El discurso del 25 de mayo fue de una épica a producirse. “Vengo a proponerles un sueño”. “No voy a dejar mis convicciones en la puerta de la Casa Rosada”. El flamante presidente, ex gobernador de la provincia menos densamente poblada del país y que había sacado solo el 22% de los votos, había entendido que el modelo timorato y sumiso de la Alianza era el contramodelo en medio de aquella crisis. Tiempo de épicas, de reparaciones y de crecimiento que ya había comenzado, aunque pocos lo percibieran.

      Una ingeniería de la audacia ya se percibía en ese discurso. Solvencia


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