El fin del armario. Bruno Bimbi

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El fin del armario - Bruno Bimbi


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      A veces respondo, con cara seria:

      –¿Y con tu novia cómo hacen? ¿Ella hace de hombre o vos de mujer?

      –¡¿Eh?!

      Es que, razonando con la misma lógica, yo debería suponer –porque me gustan los hombres– que la única explicación para que a otro hombre le guste una mujer es que ella haga de hombre. Si no, ¿cómo es posible? Pero hay hombres a los que les gustan las mujeres haciendo de mujeres, sea lo que sea que eso signifique. Aunque usted no lo crea.

      Preguntarse quién hace de mujer en una pareja gay es querer interpretarla partiendo de la imposibilidad del deseo homoerótico, como si, para que a un hombre le guste otro hombre, uno de los dos deba ser, de algún modo, femenino. Lo mismo vale para quienes piensen que, en una pareja de lesbianas, una de las dos “hace de hombre”.

      De hecho, un repaso rápido por páginas de levante gay sorprendería a muchos: están llenas de anuncios que ponen el acento, a veces estereotipado y machista, en la masculinidad. “Macho busca macho”, “Nada de afeminados”. Lo cierto es que, en una pareja gay, los dos hacen de hombre, sea lo que sea que eso signifique. “Masculino” y “femenino” son dos categorías del lenguaje, como “hétero”, “homo” y “bi”, con las que tratamos de encasillar un universo mucho más complejo, lleno de grises y, sobre todo, de colores. En una relación entre dos hombres, no hay uno que hace de mujer, salvo que se trate de un juego o fantasía sexual, que también puede darse en una cama hétero.

      ¡Vamos!

      Y ya que hablamos de la cama, aclaremos que todo lo anterior no tiene nada que ver con ser “activo” o “pasivo”. Creer que el que penetra es más hombre que el penetrado es, nuevamente, querer entender una relación homosexual como si fuera heterosexual, es decir, con un solo pene y sin imaginación. Los roles en la cama no tienen nada que ver con la identidad de género ni le hacen ganar o perder masculinidad a nadie.

      Un amigo mío suele decir: “Yo no soy puto. Yo me cojo a los putos”.

      Pero lo dice en joda.

      Además, ¿quién dijo que los roles en la cama deben ser fijos y excluyentes? Otra vez: cuando dos hombres se van a la cama, hay dos penes. Y los dos pueden ser usados, de distintas maneras. Suponer que uno debe anular automáticamente su pene para ir a la cama con otro es querer, otra vez, heterosexualizar una relación que no es heterosexual.

      Y, ¡vamos!, que entre un hombre y una mujer también pueden pasar muchas otras cosas. Para eso se inventaron los juguetes que se venden en los sex shops y la naturaleza, sabia, nos puso cinco dedos en cada mano. Eso sin tener en cuenta a las trans que no hicieron cirugía de reasignación de sexo, de modo que tienen pene e identidad de género femenina. Y, si no lo sabés, te cuento: la mayoría de los clientes heterosexuales de aquellas que se dedican a la prostitución pide ser penetrado. La sexualidad es más compleja que nuestros diccionarios y las etiquetas no alcanzan para explicarla.

      Pero hay una versión más radical de la confusión que tratamos aquí: la de quienes creen que los gays, en el fondo, quieren ser mujeres. Otra vez: no pueden dejar de vernos con anteojos heterosexuales. Como si la única explicación para que nos gustaran los hombres fuera que, de alguna forma, nos imaginemos del sexo opuesto.

      Siempre tratando de reconstruir, como sea, el molde chico/chica.

      Lamento decepcionarlos. Me gustan los hombres y me gusta ser hombre. No puedo siquiera imaginarme como mujer. Y lo que me gusta de otros hombres es su masculinidad, aunque eso, claro, es una cuestión de gustos. A otros gays les gustan otras cosas.

      ¿Viste la película La piel que habito, de Pedro Almodóvar? Los hombres que la hayan visto me van a entender. Cuando Antonio Banderas dice “Vaginoplastía”, sentí la misma impresión que ustedes. Casi les diría que me dolió.

      Y entre Vera y Vicente, elijo a Vicente, que está que se parte de lindo.

      Es muy común que algunos se refieran a la homosexualidad como una “elección” u “opción sexual”. Sin embargo, cualquier persona –sea gay, hétero o bisexual– sabe que no lo eligió: no hubo un momento de la vida en el que, frente a dos caminos posibles, “decidió” que le gusten las mujeres o los varones, luego de pensarlo, consultarlo con el horóscopo o con los amigos, buscar información en Google, probar y ver qué onda, tirar la moneda.

      (Seas gay o hétero, preguntate: ¿cuándo lo decidiste?, ¿podrías ser lo contrario? Si te gustan las mujeres, ¿podrías decidir que a partir de mañana te gusten los hombres? Si te gustan los hombres, ¿podrías decidir que a partir de mañana te gusten las mujeres? ¿Te imaginás siendo diferente? ¿No lo supiste, más o menos conscientemente, desde chico?)

      Lo curioso es que nadie habla de la heterosexualidad como una “opción”. Nadie se pregunta cuál es la “causa” de la heterosexualidad. Los negros son “personas de color”, los blancos son transparentes. Y los héteros son los blancos de la sexualidad.

      Unos y otros somos educados desde niños para ser heterosexuales y todos los moldes que nos enseñan, en casa o en la escuela, vienen en formato chico/chica. Por eso, lo que sí nos pasa a gays y lesbianas es que, en algún momento, nos damos cuenta de que no encajamos en esos moldes. No elegimos, descubrimos. Los heterosexuales no necesitan darse cuenta ni descubrir nada, porque desde chicos les dijeron que, si son varones, algún día empezarán a sentirse atraídos por las mujeres y, si son mujeres, por los varones, y eso se cumple. Así que siguen adelante. A nosotros nos dijeron lo mismo, pero un día nos dimos cuenta de que era mentira: lo que sentimos es diferente de lo que nos habían contado. No podemos, simplemente, seguir adelante; tenemos que ver qué hacemos con eso que “nos pasa”.

      Los heterosexuales no sienten que “les pase” nada.

      Al empezar a percibir que nuestros sentimientos contradicen las expectativas de los otros, no todos reaccionamos igual. Algunas personas “asumen” su orientación homosexual desde niños o en la adolescencia y otras, en cambio, lo hacen más adelante, inclusive ya muy grandes. Marguerite Yourcenar escribió, en 1929, un hermoso libro titulado Alexis o el tratado del inútil combate, que habla de un hombre que intenta ser lo que no es, hasta que finalmente acepta que no puede y le escribe una carta a su esposa explicándole por qué la deja. Por suerte, a medida que los prejuicios van envejeciendo y muriendo, esos casos son cada vez menos frecuentes, al menos en esta parte del mundo.

      Sea a la edad que sea, luego de haber asumido su sexualidad, la mayoría de los gays comienza a recordar cosas que le confirman que, en el fondo, siempre lo supieron. Empiezan a darse cuenta de cómo les gustaba ese chico de la primaria y entienden por qué se pusieron celosos cuando su amigo de la secundaria se puso de novio, o por qué les interesaban tan poco las mujeres cuando sus amigos no hablaban de otra cosa. A las lesbianas les pasa lo mismo. Cuando impide que la homosexualidad sea siquiera mencionada en horario de protección al menor, nuestra sociedad condena a los niños, niñas y adolescentes gay y lesbianas a saltearse una etapa de sus vidas y los priva de experiencias que los demás chicos viven naturalmente durante su crecimiento.

      Sí, naturalmente. Cuando un chico de séptimo grado llega a casa y cuenta que tiene novia, lo felicitan. Algunos tienen novia ya en el jardín de infantes. Claro que “tener novia” a esa edad no significa lo mismo que “tener novia” a los quince, o a los treinta, pero aun aquellos primeros “noviazgos” son importantes para madurar. La sexualidad está presente desde siempre en nuestras vidas, pero va atravesando distintas etapas hasta su fase adulta. La sexualidad de los gays y las lesbianas debería poder desarrollarse de la misma manera, atravesando las mismas experiencias, a las mismas edades.

      No se elige ser gay o lesbiana, o ser heterosexual, y tampoco se puede cambiar. Ni hace falta: ser gay es tan normal y natural como ser hétero, del mismo modo que ser blanco o negro, tener ojos marrones, verdes o celestes, o ser diestro o zurdo. Aunque, hasta hace no mucho tiempo, a los zurdos los castigaban y los obligaban a escribir con la mano derecha. Preguntale a tu mamá o a tu abuela si no me creés.

      Cuando acabemos con los prejuicios


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