Piluca y el síndrome de Willy Fog. Carla Crespo

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Piluca y el síndrome de Willy Fog - Carla Crespo


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su correa, se la coloqué y lo saqué a la destartalada terraza de mi piso. Joder. Hacía meses que quería ponerla al día. Llevaba ya unos años viviendo en aquel piso, pero pasaba tan poco tiempo en casa que, a pesar de lo mucho que me gustaban los espacio al aire libre, no había conseguido encontrar el momento de decorarla. Ahora tendría que conformarme, y quién sabe por cuánto tiempo, con una mísera mesita de metal blanco con dos sillas a juego, un par de macetas con cactus y una enorme garrafa vacía, herencia de una de esas fuentes de agua que había tenido en casa en algún momento de mi vida, y que debía de llevar ya varios meses —o años— ahí fuera. ¡Genial! Tal vez sirviera como árbol o farola. Estiré con suavidad la correa roja, tratando de acercarlo al viejo y envejecido botellón, pero se negó. Me miró como si estuviera majareta, pero yo insistí, no podía sacarlo a la calle, así que tendría que conformarse con hacer sus necesidades en la terraza, ¡no había otra!

      —Venga, Golfo, bonito… —farfullé entre dientes.

      —Los perros necesitan salir a pasear —sentenció una voz que provenía de la terraza contigua a la mía.

      ¡Joder! La única persona del mundo a la que no tenía ganas de ver se encontraba a menos de tres metros de distancia. Y yo estaba… estaba ¡hecha un cuadro! Sin maquillar, con mi melena rizada hecha un desastre, en pijama y sin sujetador y, para rematar, bajé la mirada a mis pies, unas zapatillas de ir por casa de Snoopy. No era como había imaginado mi reencuentro con Beltrán. Desde que se había mudado al piso de al lado había hecho todo lo posible por evitarlo y lo había conseguido con éxito, ¡hasta ahora! Tal vez fuera el momento de empezar a hacer caso a esos expertos que aconsejaban arreglarse para estar en casa.

      —Yo también lo necesito… —gruñí sin siquiera girarme hacia él—, pero es lo que hay.

      Quizás si permanecía el suficiente rato ignorándole, se cansaría y se daría la vuelta.

      —¿Por qué no lo bajas? —insistió.

      —Porque no puedo… —repliqué en voz baja y de espaldas a él una vez más.

      —Si me respondes mirando en dirección contraria hacia mí es imposible que te entienda, Pilar.

      Nadie me llamaba por mi nombre de pila. Para el mundo entero, yo era Piluca, excepto para él. Durante todos aquellos años en los que Beltrán había salido con mi amiga Elisa, se había dedicado a llamarme así solo para fastidiar… Sin embargo, en mi memoria, se reproducía ahora otro instante muy diferente en el que se había referido a mí del mismo modo y no pude evitar que se me erizase la piel y un hormigueo recorriese mi cuerpo.

      —Pilaaaaar… te estoy hablando.

      —¡Joder, Beltrán, ya lo sé! —le espeté sulfurada, girándome hacia él con indiferencia—. Creía que era bastante obvio que te estaba ignorando.

      Sonrió con suficiencia y me miró de arriba abajo.

      Levanté el dedo a modo de advertencia:

      —Ni se te ocurra decir lo más mínimo sobre mi… —me detuve al fijarme en su aspecto: barba de dos o tres días, un chándal azul marino, zapatillas de deporte y el pelo sin fijador. ¿Dónde habían quedado los chinos, las camisas y la gomina?

      Me sonrió de nuevo y se encogió de hombros.

      —Teletrabajo —dijo, a modo de respuesta, a la pregunta que, aunque yo no había formulado, había quedado en el aire.

      La verdad es que estaba guapo. No se le veía tan estirado y, dentro de la intranquilidad que estaba segura la situación en la que nos encontrábamos también le provocaba a él, parecía relajado.

      —¿Por qué no puedes bajar a pasear a Golfo? —insistió.

      —Estamos en estado de alarma.

      —Pero se puede sacar a los perros.

      —Yo no puedo —me lamenté—, una compañera dio positivo y tengo que quedarme en casa guardando cuarentena.

      —Si quieres puedo bajar a pasearlo yo —se ofreció.

      Parecía sincero. Y al pobre Golfo le vendría bien. Pero no quería tener ningún acercamiento con él. Haberme acostado con Beltrán había sido un error mayúsculo. Uno que no pensaba repetir. Si tenía que pasarme la cuarentena sin salir al balcón para no cruzarme con él, ¡pues bien!, la pasaría encerrada en casa. Aunque si no salía al balcón, ¿dónde iba a hacer pis Golfo?

      —No, gracias —repliqué, tratando de mantenerme firme.

      —Joder, Pilar, el pobre chucho no tiene la culpa de que no quieras saber nada de mí.

      —Yo no he dicho eso.

      —No hacía falta que lo hicieras.

      —Es que, ¿a santo de qué se te ocurrió comprarte el piso de al lado mío? Como si no supieras de sobra dónde vivo. Viniste con Eli a uno de mis últimos cumpleaños, antes de que rompierais —recalqué, recordando la fiesta que di para celebrar que cumplía treinta, y tras la cual ellos rompieron definitivamente.

      —Lo recuerdo muy bien. En especial la cara de asco con la que me recibiste al llegar.

      —Yo no te…

      Me callé de golpe. Lo cierto es que yo siempre había detestado a Beltrán. Odiaba ese aire de superioridad con el que trataba a Eli y yo se lo demostraba siempre que podía. Por eso no entendía cómo, después de todo lo que había pasado entre ellos, habían podido seguir siendo amigos. No entendía que lo hubiera invitado a su boda. No entendía que me lo hubiera sentado al lado en la mesa. Y lo que menos entendía de todo era qué se me había pasado por la cabeza para liarme con él aquella maldita noche.

      Supongo que fue el Jägermeister.

      —Anda, deja a Golfo atado a tu puerta y dime si necesitas que te traiga algo del supermercado.

      Me di por vencida y asentí con la cabeza antes de meterme en casa. No tenía sentido seguir discutiendo. Crucé el pasillo, abrí la puerta de la entrada y lo dejé atado. El perro no podía pasarse vete tú a saber cuánto tiempo encerrado en casa y Beltrán podía ocuparse de bajarlo. Eso no significaba que fuese a haber un acercamiento entre nosotros. Ni aun siendo la única persona en el mundo con la que podía mantener una conversación cara a cara.

      NI-DE-CO-ÑA.

      Aun así, le mandé un WhatsApp con una pequeña lista de la compra. Lo cierto es que el maldito coronavirus me había pillado con la nevera vacía. En las últimas semanas de trabajo había tenido varias líneas en las que había pasado mucho tiempo durmiendo en hoteles entre vuelo y vuelo y en los pocos días libres que había tenido no había parado apenas por casa. La despensa y el frigorífico tenían un aspecto desolador… más o menos como el que tenía mi aspecto, iba a tener que empezar a arreglarme a pesar de la reclusión. No porque me importase que Beltrán me viera hecha unas fachas, noooo, para nada, pero los expertos decían que era mejor no sucumbir a la tentación de quedarse en pijama todos los días. Por salud mental. Por eso lo haría. Por ningún otro motivo.

      Capítulo 2

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