Obras Completas de Platón. Plato

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para oponerme a tu deseo, cuando éste redunda en mi provecho, porque evidentemente desde el momento que me hagas ver el bien y el mal que residen en mí, procuraré seguir el uno y huir del otro con todas mis fuerzas.

      CLITOFÓN. —En este caso, escúchame. Me ha sucedido muchas veces, Sócrates, que encontrándome contigo, me he dejado llevar de la más viva admiración al oír tus discursos, y me ha parecido que hablabas mejor que nadie, cuando reprendiendo a los hombres, como un dios que aparece en lo alto de una máquina de teatro,[2] exclamabas:

      «¿A dónde vais a parar, mortales? ¿No veis que no hacéis nada de lo que deberíais practicar? El objeto de todos vuestros cuidados es amontonar riquezas y trasmitirlas a vuestros hijos, sin inquietaros para nada del uso que puedan hacer de ellas. Tampoco procuráis darles maestros que les enseñen la justicia, si puede ser enseñada, o que se ejerciten en ella, si es que sólo en el ejercicio puede adquirirse. Tampoco tratáis de gobernaros a vosotros mismos, educándoos en la virtud. Cuando vosotros y vuestros hijos, después de conocer las letras, la música y la gimnástica, lo cual creéis que constituye la educación más perfecta, veis que no sois menos ignorantes por lo que hace al uso que hacéis de vuestras riquezas, ¿cómo no os escandalizáis de esta educación, y no buscáis maestros que hagan desaparecer esta ignorancia y esta disonancia? A causa de este desorden y de esta inconveniencia, y no porque un pie deje de guardar compás con la lira, tiene lugar la falta de acuerdo y armonía entre hermanos y hermanos, entre Estados y Estados, y en sus divisiones y en sus guerras sufren el cúmulo de males que mutuamente se causan. Pretendéis que la injusticia es voluntaria, y que no procede de la falta de ilustración y de la ignorancia, y, sin embargo, sostenéis que la injusticia es vergonzosa y aborrecible a los dioses. ¿Qué hombre sería capaz de escoger voluntariamente un mal semejante? Respondéis que es aquel que no sabe resistir a los placeres. Pero si la victoria depende de la voluntad, ¿la derrota no es siempre involuntaria? La razón nos precisa a convenir en que de todas maneras la injusticia es involuntaria, y que es un deber para los individuos en particular y para los Estados en general, manifestarse más atentos y más vigilantes que lo están hoy».

      Cuando oigo de tus labios tales discursos, Sócrates, te cobro cariño, y te elogio lleno de admiración. Y lo mismo me sucede cuando añades, que los que ejercitan el cuerpo y desprecian el alma no hacen nada menos que despreciar lo que tiene el mando y tributar obsequios a lo que debe obediencia. Así como cuando expones que el que no sabe servirse de un instrumento, obra mejor absteniéndose de usarlo, y que el que no sepa servirse de los ojos, ni de los oídos, ni del cuerpo en general, obraría más cuerdamente no mirando, no escuchando, y no sacando ningún partido de su cuerpo, antes que servirse de él a la aventura. Todo esto no es menos cierto con respecto a las artes. El que no sabe servirse de su lira, evidentemente no sabrá servirse mejor de la del vecino, y recíprocamente, el que no sabe servirse de la lira del vecino, tampoco sabrá servirse de la suya, y otro tanto puede decirse de todos los instrumentos y de todas las cosas. De estos razonamientos deducías esta preciosa conclusión: el que no sabe servirse de su alma, debe dejarla inactiva, y no vivir antes que vivir abandonándose a las sugestiones de la fantasía; y si necesita vivir, obrará más cuerdamente sometiéndose a otro más bien que conservando la libertad para tal uso, y al modo de un buen navegante confiar conducción de su barco al que es hábil en la ciencia de gobernar a los hombres, ciencia que llamas tú muchas veces la política, Sócrates, y que, en tu opinión, es la misma que la de juzgar y administrar justicia.

      En todos estos discursos y otros muchos semejantes, todos verdaderamente bellos, en que sostienes que la virtud puede por su naturaleza ser enseñada y que es preciso ante todo tener cuidado de sí mismo, jamás he censurado nada, y me atrevo a decir, que nunca lo haré. Tales razonamientos son, a mi parecer, muy útiles, porque son muy eficaces para excitarnos, sacudirnos y despertarnos de nuestro entorpecimiento. Pero quise aplicar mi espíritu a saber más, y para ello me propuse interrogar, no a ti directamente, Sócrates, sino a tus compañeros de edad y de gustos, a tus discípulos, a tus amigos o como quiera que se llamen tus relaciones. En primer término me dirigí a los que tú más estimas, preguntándoles qué objeto debería tratarse después de tales razonamientos e interpelándoles de este modo según tu método:

      «¡Oh mis excelentes amigos!, decidme: ¿qué deberemos pensar de las exhortaciones a la virtud que Sócrates nos dirige? ¿No deberemos pasar de ahí? ¿No deberemos caminar a la práctica de la misma y marchar hacia un fin? ¿O es cosa que se nos ha dado la vida únicamente, para dirigir exhortaciones a los que aún no han sido exhortados, para que éstos a su vez exhorten a otros? ¿O bien deberemos preguntar a Sócrates, o preguntarnos unos a otros, admitiendo la utilidad de estas exhortaciones, qué es lo que a ellas debe seguirse? ¿Cómo y por dónde comenzaremos el estudio de la justicia? Si alguno nos exhortara a cuidar de nuestro cuerpo, viéndonos extraños como niños a estas artes que se llaman gimnástica y medicina, y que nos echara en cara que nos entregábamos con exceso a cuidar nuestro trigo, nuestra cebada, nuestras viñas y las demás cosas que cultivamos y destinamos a las necesidades de nuestro cuerpo, sin cuidarnos ni remotamente de un arte ni de un ejercicio para fortificar nuestro cuerpo, no obstante existir este arte; si a este hombre le preguntáramos de qué artes quería hablar, sin duda respondería que de la gimnástica y de la medicina. ¿Pero cuál es el arte para educar el alma en la virtud? Responded». «Este arte», me dijo el que parecía más decidido, «es el que Sócrates ha llamado muchas veces delante de ti la justicia». «Pero», repliqué yo, «no basta que me digas el nombre. La medicina es un arte, pero tiene un doble fin; primero, formar nuevos médicos mediante los cuidados de los que ya lo son; y después, curar. Una de estas dos cosas no es el arte mismo, sino el producto del arte enseñado o aprendido, a saber, la salud. En igual forma en la arquitectura es preciso distinguir el producto y el arte, pues de una parte está la arquitectura que enseña, y de otra la obra, es decir, la casa. Con respecto a la justicia, de una parte forma hombres justos, como las artes de que acabamos de hablar forman sus artistas, pero de otra, ¿cuál es esa obra?, ¿cuál es la obra del hombre justo?, ¿cómo la llamaremos? Responde». Uno me dijo: «yo creo, que es lo ventajoso»; otro, «lo conveniente»; otro, «lo útil»; otro, «lo provechoso».

      Pero, repliqué yo, no basta que me digas el nombre. La medicina es un arte, pero tiene un doble fin; primero, formar nuevos médicos mediante los cuidados de los que ya lo son; y después, curar. Una de estas dos cosas no es el arte mismo, sino el producto del arte enseñado o aprendido, a saber, la salud. En igual forma en la arquitectura es preciso distinguir el producto y el arte, pues de una parte está la arquitectura que enseña, y de otra la obra, es decir, la casa. Con respecto a la justicia, de una parte forma hombres justos, como las artes de que acabamos de hablar forman sus artistas, pero de otra, ¿cuál es esa obra?, ¿cuál es la obra del hombre justo?, ¿cómo la llamaremos? Responde.

      Uno me dijo: yo creo, que es lo ventajoso; otro, lo conveniente; otro, lo útil; otro, lo provechoso.

      Pero, les respondí, «esas palabras se encuentran en todas las artes en general, y en todo lo que tiene un buen resultado se dice que es provechoso, que es útil y todo lo demás. Pero, además de esto, todo arte tiene un objeto particular, al que se aplican todos estos términos. Y así, en el arte del carpintero, el bien, lo bello, lo conveniente se refieren a la construcción de muebles, y no se trata del arte puro y simple.[3] Explicadme en la misma forma la obra de la justicia».

      Al fin, uno de tus amigos, Sócrates, que a mi parecer habla con maravillosa elegancia, me respondió, que la obra propia de la justicia, que nada tiene que ver con ninguna de las otras artes, es el establecer la amistad entre los Estados. Interrogado sobre la naturaleza de la amistad, declaró, que es un bien, nunca un mal. En cuanto a la amistad entre los niños y los animales, no quiso darle este nombre cuando le pregunté sobre este punto, porque convino en que estas amistades eran casi siempre más dañosas que buenas; y para evitar esta consecuencia, no quiso llamarlas amistades; reservando este nombre para la mancomunidad de pensamientos. Como se le preguntara, si esta mancomunidad de pensamientos se refería lo mismo a la opinión que a la ciencia, rechazó la opinión; porque no puede negarse, que entre los hombres hay muchas veces lamentables acuerdos de opiniones, y había afirmado que la amistad es siempre un bien


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