Los siete locos. Roberto Arlt

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Los siete locos - Roberto Arlt


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cada vez más y mirando a los ojos al que me injuriaba, en vez de tumbarlo de una cachetada, me decía: ¿Se dará cuenta este hombre hasta qué punto me humilla? Luego me iba; comprendía que los otros no hacían más que terminar lo que había comenzado mi padre.

      –Y ahora –repuso el capitán–¿yo también lo hundo?

      –No, hombre, usted no. Naturalmente, he sufrido tanto, que ahora el coraje está en mí encogido, escondido. Yo soy mi espectador y me pregunto: ¿Cuándo saltará mi coraje? Y ése es el acontecimiento que espero. Algún día algo monstruosamente estallará en mí y yo me convertiré en otro hombre. Entonces, si usted vive, iré a buscarle y le escupiré en la cara.

      El intruso lo miró sereno.

      –Pero no por odio, sino para jugar con mi coraje, que me parecerá la cosa más nueva del mundo... Ahora, puede usted retirarse.

      El intruso vaciló un instante. La mirada de Erdosain, intensamente agrandada, estaba fija en él. Tomó la valija y salió.

      Elsa se detuvo temblorosa ante su esposo.

      –Bueno, me voy, Remo... era necesario que esto terminara así.

      –Pero, ¿tú?... ¿tú?...

      –¿Y qué querías que hiciese?

      –No sé.

      –¿Y entonces? Quedate tranquilo, te pido. Ya te dejé la ropa preparada. Cambiate el cuello. Siempre le hacés pasar vergüenza a una.

      –Pero tú, Elsa... ¿tú? ¿Y nuestros proyectos?

      –Ilusiones, Remo... esplendores.

      –Sí, esplendores... pero ¿dónde aprendiste esa palabra tan linda? Esplendores.

      –No sé.

      –¿Y nuestra vida quedará siempre deshecha?

      –¿Qué querés? Sin embargo yo fui buena. Después te tomé odio... pero ¿por qué no fuiste también igual?...

      –¡Ah!, sí... igual... igual...

      Lo aturdía la pena como un gran día de sol en el trópico. Se le caían los párpados. Hubiera querido dormir. El sentido de las palabras se hundía en su entendimiento con la lentitud de una piedra en un agua demasiado espesa. Cuando la palabra tocaba en el fondo de su conciencia, fuerzas oscuras retorcían su angustia. Y durante un instante, en el fondo de su pecho, quedaban flotando y estremecidas como en el fangal de un charco, sus hierbajos de sufrimiento. Ella continuó con la voz apaciguada por una resignación interior:

      –Ahora es inútil... ahora yo me voy. ¿Por qué no fuiste bueno vos? ¿Por qué no trabajaste?

      Erdosain tuvo la certidumbre de que en aquel instante Elsa era tan desdichada como él, y una piedad inmensa lo hizo caer al borde de la silla, aplastada la cabeza sobre el brazo estirado en la mesa.

      –¿Así que te vas? ¿De veras que te vas?

      –Sí, quiero ver si nuestra vida mejora, ¿sabés? Mirá mis manos –y desenguantando la diestra la presentó magullada por los fríos, mordida por las lejías, picoteada por las agujas de la costura, oscurecida por el hollín de las cacerolas.

      Erdosain se levantó, envarado por una alucinación

      Veía a su desdichada esposa en los tumultos monstruosos de las ciudades de portland y de hierro, cruzando diagonales oscuras a la oblicua sombra de los rascacielos bajo una amenazadora red de negros cables de alta tensión. Pasaba una multitud de hombres de negocios protegidos por paraguas. Su carita estaba más pálida que nunca, pero ella lo recordaba mientras el aliento de los desconocidos se cortaba en su perfil.

      “–¿Dónde estará mi muchachito?”

      Erdosain interrumpió su proyección de futuro:

      –Elsa... ya sabés... vení cuando quieras... podés venir... pero decí la verdad, ¿me quisiste alguna vez?

      Despaciosamente levantó ella los párpados. Sus pupilas se agrandaron. La voz llenaba el cuarto de calidez humana. A Erdosain le parecía vivir ahora.

      –Siempre te quise... ahora también te quiero... nunca, ¿por qué nunca hablaste como esta noche? Siento que te voy a querer toda la vida... que el otro a tu lado es la sombra de un hombre...

      –Alma, mi pobre alma... qué vida la nuestra... qué vida...

      Un rizo de sonrisa encrespó dolorosamente los labios de ella.

      Elsa lo miró ardientemente un instante. Luego, con la voz seria de promesas:

      –Mirá... esperáme. Si la vida es como siempre me dijiste, yo vuelvo, ¿sabés?, y entonces, si vos querés, nos matamos juntos... ¿Estás contento?

      Una ola de sangre subió hasta las sienes del hombre.

      –Alma, qué buena sos, alma... dame esa mano –y mientras ella, aún sobrecogida, sonreía con timidez, Erdosain se la besó–. ¿No te enojás, alma?

      Ella enderezó la cabeza grave de dicha.

      –Mirá Remo... yo voy a venir, ¿sabés?, y si es cierto lo que decís de la vida... sí, yo vengo... voy a venir.

      –¿Vas a venir?

      –Con lo que tenga.

      –¿Aunque seas rica?

      –Aunque tenga todos los millones de la tierra, vengo. ¡Te lo juro!

      –¡Alma, pobre alma! ¡Qué alma la tuya! Sin embargo, vos no me conociste... no importa... ¡ah, nuestra vida!

      –No importa. Estoy contenta. ¿Te das cuenta de tu sorpresa, Remo? Estás solito, de noche. Estás solo... de pronto, cric... la puerta se abre... y soy yo... ¡yo que he venido!

      –Estás con un traje de baile... zapatos blancos y tenés un collar de perlas.

      –Y vine sola, a pie por las calles oscuras, buscándote... pero vos no me ves, estás solo... la cabeza...

      –Decí... hablá... hablá...

      –La cabeza apoyada en la mano y el codo en la mesa... me mirás... y de pronto...

      –Te reconozco y te digo: Elsa, ¿sos vos, Elsa?

      –Y yo te contesto: Remo, yo vine, ¿te acordás de esa noche? Esa noche es esta noche y afuera sopla el gran viento y nosotros no tenemos frío ni pena. ¿Estás contento, Remo?

      –Sí, te juro que estoy contento.

      –Bueno, me voy.

      –¿Te vas?

      –Sí...

      El semblante del hombre se deformó en la súbita pena.

      –Bueno, andate.

      –Hasta pronto, mi esposo.

      –¿Qué dijiste?

      –Te digo esto, Remo. Esperáme. Aunque tenga todos los millones del mundo, yo vuelvo.

      –Bueno... entonces adiós... pero dame un beso.

      –No, cuando vuelva... adiós, mi esposo.

      De pronto, Erdosain lanzado por un espasmo sin nombre, la cogió brutalmente de las manos por los pulsos.

      –Decime: ¿te acostaste con él?

      –Soltame, Remo... yo no creía que vos.

      –Confesá, ¿te acostaste o no?

      –No.

      En el marco de la puerta se detuvo el capitán. Una flojedad inmensa relajó los nervios de sus dedos. Erdosain sintió que caía y ya no vio más.

      Nunca tuvo conciencia de cómo se arrastró hasta su cama.

      El tiempo dejó


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