Los siete locos. Roberto Arlt

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Los siete locos - Roberto Arlt


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no quería detenerse ya en su entrevista con el “millonario melancólico y taciturno” que le ofrecía dinero para hacer prácticos sus inventos, sino que semejante a esos lectores de folletines policiales que apresurados para llegar al desenlace de la intriga saltean los “puntos muertos” de la novela, Erdosain soslayaba determinadas construcciones ininteresantes de su imaginación, y se restituía a la calle, aunque en la calle se encontraba. Entonces, abandonando la esquina de Charcas y Talcahuano, o de Arenales y Rodríguez Peña, echaba a caminar apresurado.

      Y los excesos eran desplazados por desmedimientos de esperanza.

      Triunfaría, ¡sí!, triunfaría. Con el dinero del “millonario melancólico y taciturno” instalaría un laboratorio de electrotécnica, se dedicaría con especialidad al estudio de los rayos Beta, al transporte inalámbrico de la energía, y al de las ondas electromagnéticas, y sin perder su juventud, como el absurdo personaje de una novela inglesa, envejecería; tan sólo su rostro empalidecería hasta adquirir la blancura del mármol, y sus pupilas chispeantes como las de un mago seducirían a todas las doncellas de la tierra.

      Caía la tarde y de pronto recordó que el único que podía salvarle de su horrible situación era el Astrólogo. Esta ocurrencia removió todos sus pensamientos. Quizás el otro tenía dinero. Hasta sospechaba que pudiera ser un delegado bolchevique para hacer propaganda comunista en el país, ya que aquél tenía un proyecto de sociedad revolucionaria singularísimo. Sin vacilar, llamó un automóvil y le indicó al chofer que le llevara hasta la estación Constitución. Allí sacó boleto para Témperley.

      El edificio que ocupaba el Astrólogo estaba situado en el centro de una quinta boscosa. La casa era chata y sus tejados rojizos se divisaban a mucha distancia sobre la espesura de los árboles silvestres. Por los claros que dejaban los abultamientos, entre el auténtico oleaje de pastos y enredaderas, gruesos insectos de culo negro moscardoneaban todo el día entre la perenne lluvia de hierbajos y tallos. No lejos de la casa, la rueda del molino giraba su cojera de tres paletas sobre un prisma de hierro oxidado, y más allá, sobre la caballeriza, se distinguían los cristales azules y rojos de una mampara destruida por el orín. Tras del molino y la casa más allá de las bardas, negreaba la sierra verde botella de un monte de eucaliptos, apenachando de borbotones y cresterías en relieve el cielo de un azul marítimo.

      Chupando una flor de madreselva, Erdosain cruzó la quinta hacia la casa. Le parecía estar en el campo, muy lejos de la ciudad y la vista del edificio lo alegró. Aunque chato, éste tenía dos pisos, con ruinosa balconada en el segundo y un descascarado juego de columnas griegas en el recibimiento, hasta donde trepaba una destruida gradinata, guarnecida de palmeras.

      Los rojizos tejados caían oblicuamente, protegiendo con el alero los tragaluces y ventanitas de las buhardillas, y entre la pimpante hojarasca de los castaños, por encima de la copa de los granados manchados de asteriscos escarlatas, se veía un gallo de zinc moviendo su cola torcida a todos los vientos. En derredor, intrincadamente, surgía el jardín, con amaño de bosquecillo, y ahora en la quietud del atardecer, bajo el sol que aplomaba en el espacio una atmósfera de cristal nacarado, los rosales vertían su perfume potentísimo, tan penetrante, que todo el espacio parecía poblarse de una atmósfera roja y fresca como un caudal de agua.

      Erdosain pensó:

      –Aunque tuviera una barca de plata con velas de oro y remos de marfil, y el océano se volviera de siete colores lisos, y desde la luna una millonaria con las manos me tirara besos, mi tristeza sería la misma... Mas esto no hay que decirlo. Sin embargo, mejor viviría aquí que allí. Aquí podría tener un laboratorio.

      Una canilla mal cerrada goteaba en un tonel. Al pie del poste de una glorieta dormitaba un perro, y cuando se detuvo para llamar frente a la escalinata apareció por la puerta la gigantesca figura del Astrólogo, cubierto con un guardapolvo amarillo y la galera echada sobre la frente, sombreándole el anchuroso rostro romboidal. Algunos mechones de cabello rizado se escapaban sobre sus sienes, y su nariz, con el tabique fracturado en la parte media, estaba extraordinariamente desviada hacia la izquierda. Bajo sus cejas abultadas se movían vivamente unos redondos ojos negros, y esa cara de mejillas duras, surcadas de estrías rugosas daba la impresión de estar esculpida en plomo. ¡Tanto debía de pesar esa cabeza!

      –¡Ah! ¿Es usted?... Pase. Le voy a presentar al Rufián Melancólico.

      Atravesando el vestíbulo oscuro y hediondo a humedad, entraron a un escritorio de muros rameados por un descolorido papel verdoso.

      La habitación era francamente siniestra, con su altísimo cieloraso surcado de telarañas y la estrecha ventana protegida por el nudoso enrejado. En el enchapado de un armario antiguo, arrinconado, la claridad azulada se rompía en lívidas penumbras. Sentado en un sillón forrado de raído terciopelo verde estaba un hombre vestido de gris, renegrida onda de cabellos le soslayaba la frente, y calzaba botines de caña clara. Onduló el amarillo guardapolvo del Astrólogo al acercarse al desconocido.

      –Erdosain, le voy a presentar a Arturo Haffner.

      En otra oportunidad, el fraudulento hubiérale dicho algo al hombre que el Astrólogo llamaba en su intimidad el Rufián Melancólico, quien, después de estrechar la mano de Erdosain, se cruzó de piernas en el sillón, apoyando la azulada mejilla en tres dedos de uñas centelleantes. Y Erdosain remiró aquel rostro casi redondo, con laxitud de paz, y en la que sólo denunciaba al hombre de acción la chispa burlona, movediza, en el fondo de los ojos, y ese movimiento de levantar una ceja más que otra al escuchar al que hablaba. Erdosain distinguió a un costado, entre el saco y la camisa de seda que usaba el Rufián, el cabo negro de un revólver. Indudablemente, en la vida, los rostros significan poca cosa.

      Luego el Rufián volvió nuevamente la cabeza hacia un mapa de los Estados Unidos de la América del Norte, al cual se dirigió el Astrólogo recogiendo un puntero. Y ya detenido, con el brazo amarillo cortando el azul mar del Caribe, exclamó:

      –El Ku-Klux-Klan tenía sólo en Chicago 10 mil adherentes... En Missouri, 100.000 adherentes. Se dice que en Arkansas hay más de 200 “cavernas”. En Little Rock, el Imperio Invisible afirma que todos los pastores protestantes están adheridos a la hermandad. En Texas domina absolutamente en las ciudades de Dallas, Fort, Houston, Beaumont. En Binghampton, residencia de Smith, que era Gran Dragón de la Orden, se contaban 75.000 adeptos, y en Oklahoma éstos hicieron decretar por las Cámaras un “bill” suspendiéndolo a Walton, el gobernador, por perseguirlos, de tal modo que prácticamente el estado se encontraba hasta hace poco tiempo bajo el control del Klan.

      El guardapolvo amarillo del Astrólogo parecía la vestimenta de un sacerdote de Buda.

      Continuó el Astrólogo:

      –¿Sabe usted que quemaron vivos a muchos hombres?

      –Sí –asintió el Rufián–; leí los telegramas.

      Erdosain examinaba ahora al Rufián Melancólico. Así lo llamaba el Astrólogo, porque el macró hacía muchos años había querido suicidarse. Fue aquél un asunto oscuro. Del día a la noche, Haffner, que hacía tiempo explotaba a prostitutas, se descerrajó un tiro en el pecho, junto al corazón. La contracción del órgano en el preciso instante de pasar el proyectil lo salvó de la muerte. Luego, como es natural, continuó haciendo su vida, quizá con un poco de más prestigio por ese gesto que ninguno de sus camaradas de rapiña se explicaba. Continuó el Astrólogo:

      –El Ku-Klux-Klan reunió millones...

      Se desperezó el Rufián y contestó:

      –Sí, y al Dragón... ¡ése sí que es un Dragón!, se le procesa por estafador...

      El Astrólogo se desentendió de la réplica:

      –¿Qué es lo que se opone aquí en la Argentina para que exista también una sociedad secreta que alcance tanto poderío como aquélla allá? Y le hablo a usted con franqueza. No sé si nuestra sociedad será bolchevique o fascista. A veces me inclino a creer que lo mejor que se puede hacer es preparar una ensalada rusa que ni Dios la entienda. Creo que no se me puede pedir más sinceridad en este momento.


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