Pickle Pie. George Saoulidis

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Pickle Pie - George Saoulidis


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siempre decía que seguiría creciendo y no tenía sentido tener zapatos. Además, se veía más patético de esa forma y la gente le daba monedas.

      Pero ahora estaba haciendo frío y Timbo caminaba solo. No estaba perdido, se sabía el camino de regreso a la esquina del phuro y aunque fuera más tarde, igual se sabía el camino de regreso. No estaba perdido, pero no se atrevía a regresar con solo esas monedas.

      Tenía que encontrar algo para llevar a casa. Los extraños lo llamaban robar. Su familia no lo llamaba así pero los extraños se enfadaban mucho cuando te atrapaban haciéndolo. Si no te atrapaban, todo estaba bien.

      Entonces, necesitaba encontrar algo para llevar a casa. Algo… ¿Como un balón? No. Cómo… ¿una barra de chocolate? No, eso tampoco.

      Algo… ¿Cómo la bolsa de ese hombre? La había dejado apoyada contra un poste de luz. Él estaba sentado en lo oscuro, esperando. Seguía rascándose el brazo y no podía estar quieto. Timbo estaba asustado, pero ¿tenía otra opción?

      Además, el hombre no parecía estar pendiente. Se veía como los otros extraños cuando hablaban con alguien por teléfono, pero no tenía ningún teléfono. Timbo estaba seguro que estaba hablando consigo mismo, pero su mente estaba en otra parte, definitivamente.

      Timbo era pequeño, le era fácil caminar silenciosamente, pegarse a la pared y permanecer en la sombra.

      Extendió su pequeña mano hacia la bolsa.

      El hombre giró hacia él y Timbo se escondió, seguro que lo había visto y le iba a dar una paliza y luego el phuro también le daría otra paliza por no llevar nada, pero el hombre se contrajo como antes y continuó murmurando.

      Cuando miró hacia otro lado, Timbo decidió intentarlo. Se estiró y tomó la bolsa. Estaba llena de algo que Timbo no podía ver y era mucho más pesada que lo que había pensado. Gruñó y estuvo seguro que el hombre lo oiría, pero no lo hizo.

      Timbo se llevó la bolsa, sintiendo el peso con una gran sonrisa.

      Hoy llevaría algo a casa.

      CAÍDA SEIS

      Diego se rascó la costra de su brazo. Casi podía oír la voz de su mamá diciéndolo que parara, pero continuó hasta hacerlas sangrar.

      No podía evitarlo después de haber comenzado a hacerlo.

      Balanceándose sobre las puntas de sus pies, esperaba en el callejón. Estaba oscuro y no podía ver un carajo, registró sus bolsillos buscando su linterna. Le tomó bastante tiempo darse cuenta que la había vendido el día anterior. La había cambiado por una línea de coca que necesitaba.

      Se rascó la costra por encima de la manga. ¿Dónde estaba el maldito ucraniano? El tipo era sospechoso como el carajo y no lo trataba bien, pero siempre era puntual. La puntualidad era una característica positiva rara de los buenos mafiosos. Si no llegabas a tiempo, la gente se ponía ansiosa y sacaba su pistola.

      Los dedos nerviosos en el gatillo siempre mataban a alguien. Siempre.

      Diego se lamió los labios mordiéndolos sobre las heridas secas. Miró a la calle oscura arriba y abajo. ¡Estaba malditamente oscura hombre! ¿Quién en su sano juicio sostendría un encuentro en este hueco de mierda? Atenas era un tazón de huecos de mierda, pero podías encontrar una parte iluminada para hacer negocios. ¡Hombre! Y algún sitio donde el viento no soplara y te congelara hasta los huesos.

      Se apretó el abrigo, prácticamente no sirvió de nada. Maldita imitación turca. Se veía elegante y a Diego le gustaba sentirse elegante. Necesitaba publicar en los foros de internet su negocio. ¿De qué otra forma iba a poder lograr su propio equipo? Tenía a Patty Roo y eso era un buen comienzo. No estaba en mal estado y no era demasiado cara, una buena atleta promedio. Vaya, ¿Tuvo suerte o no en esa apuesta? El pendejo de Apostolis necesitaba dinero de inmediato y Diego estaba allí para apostar. Sortario, sortario, malditamente sortario. Apostolis, el imbécil ignorante perdió por supuesto y le entregó la clave de la mujer de Diego.

      ¡Por las tetas enormes de Deméter, qué bendición le había otorgado ese día!

      Diego se rascó la roncha. Le dolía, pero se sentía bien tener algún tipo de sensación en esa noche helada. Si tan sólo tuviera su linterna, hombre.

      Revisó la mercancía, eran cuatro chalecos HPP de alta tecnología. Maravillosos, simplemente maravillosos, como siempre. El maldito Héctor era un artista con esa mierda, hombre. Diego siempre se lo había dicho, estaba malditamente contento de ser su amigo, hombre. Orgulloso, tan malditamente orgulloso.

      Diego se rascó el brazo de nuevo y miró a la bolsa. ¿Dónde estaba el pequeño ucraniano bastar-?

      Finalmente.

      Las luces de un carro aparecieron. Diego levantó su mano, no podía ver. Alguien, pequeño y fornido como el ucraniano, salió del carro. “Coño, finalmente hombre. Se me han estado congelando las bolas aquí afuera”.

      El hombre se le acercó sin decir nada. Diego no podía verle la cara.

      “Aquí tengo tu mierda. Es de primera calidad, lo mejor de la ciudad. No te va a decepcionar”. Se encogió de hombros. “Tuve que buscar bastante en el stock para hallarlos, no fue fácil, pero para ti y por el precio correcto…” dejó de hablar, su voz sonó orgullosa.

      La cara del ucraniano era fea y llena de cicatrices como siempre. “Vamos Diego, enséñame lo que trajiste”.

      “Seguro, déjame-” Diego se congeló y miró hacia donde había estado la bolsa hacía un minuto. “Hum…” Se rascó la cabeza arrastrando los pies en lo oscuro. ¿Quizás la había pateado sin darse cuenta? ¿Quizás la había dejado en otro poste?

      “Déjate de tonterías. ¿La tienes o no la tienes? No me hagas perder el tiempo”

      “Estaba justo aquí. ¡Lo juro! Hace sólo un minuto, justo antes de que llegaras-“

      “Malaka prezoni”, el ucraniano soltó una blasfemia griega y sacó algo de su chaqueta.

      Una linterna y por un momento Diego pudo ver todo. La calle sucia, las luces rotas, las persianas cerradas y el carro adelante.

      Un pequeño ángel, corriendo con sus pequeños pies desnudos.

      Se puso la mano en el estómago y la retiró llena de sangre.

      Diego le gorgoteó una profanidad al ucraniano quien lo ignoró y simplemente lo dejó allí.

      Ya no hacía tanto frío, incluso los temblores habían desaparecido.

      Diego apenas tuvo tiempo para enviar un mensaje final.

      CAÍDA SIETE

      Diego le envió un texto raro. “Mira dentro de la alacena. Cuídala.

      Héctor trató de llamarlo pero su teléfono no contestó. Estaba demasiado cansado y agitado para preocuparse por los pensamientos incoherentes de un drogadicto, así que lo ignoró y subió a tomar una siesta. Tan pronto como cayó en la cama sintió un sueño que lo arropó por completo como una sábana.

      Algunas horas después se sintió mejor. No se sentía completamente fresco pero eso serviría por el momento. Apenas logró evitar pisar a Armadillo. La mascota lo miró enojado porque había olvidado alimentarlo. Estaba entrenado para que presionara el auto alimentador con comida seca por lo que nunca corría el peligro de morir de hambre por negligencia suya, pero el elegante bastardo prefería la comida enlatada.

      Héctor revisó la alacena. “Sí, lo siento Armadillo”, dijo bostezando. “Resuélvete con la comida seca. No compré comida para mí tampoco. Estaba muy ocupado tratando que no nos asesinaran”.

      El Armadillo se levantó y movió sus patas delanteras.

      “Sé que sobrevivirías, pero ¿Qué tal éste viejo blando?” Héctor lo hizo a un lado. “Ah, voy a buscar


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