El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón. Jose Maria de Pereda

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El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - Jose Maria de Pereda


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usted me comprende.

      —Pues no comprendo una palabra.

      —¿Qué me había hecho usted cuando la señora Braulia me difamaba?

      —Absolutamente nada, Solita; absolutamente nada... y bien á mi pesar, créalo usted.

      —Gracias por la intención... Pues eso mismo me ha hecho usted ahora; y, sin embargo, la señora me ha dicho... bastante más que la otra.

      —¿De mí?

      —Y de mí: de los dos.

      —¡Ah, grosera, incivil y menguada!

      —¡También usted!

      —Me refiero á la pupilera, hija mía. ¡Yo denostar á quien es la cultura, la suavidad y la...!

      —Mil gracias, señorito... Pues verá usted. Desde que entré en su casa, venía martirizándome con palabras de muy mal sentido, cada vez que yo salía del gabinete, de servirle á usted.

      —¡Y no me ha dicho usted nada!

      —¿Para qué?

      —Para que yo estrangulara á esa tarasca.

      —Pero hoy y como no quise servir á los de la sala, porque al ponerles la mesa me dijeron muchas groserías, tomó pie de aquí en cuanto usted se fué á la calle; y sobre si no me gustaba servir á otro huésped que al del gabinete, y si usted y yo nos entendíamos, y sobre si esto era inmoral y escandaloso, y sobre no sé qué perrerías más por el estilo, díjome tales cosas, que me obligaron á cantarla cuatro verdades al oído y á despedirme en seguida.

      —¡Bien, Solita! ¡Eso es tener dignidad y carácter! Lo que siento yo es no haber estado cerca para remachar el clavo encima de su cabeza... Pero vamos á ver: ¿adónde va usted ahora?

      Aquí Solita baja los ojos, recoge una punta de su delantal con la mano libre, y responde con voz lenta y no muy firme:

      —Por de pronto... á casa de una amiga.

      —¿Y después?

      —Después... adonde me quieran.

      —Entonces, no se mueva usted de aquí.

      —Ya sabe usted en qué sentido hablo.

      —También usted en el que yo la replico.

      —La necesidad me obliga á servir.

      —Porque usted quiere.

      —¡Qué bromas gasta usted!

      —No en este momento.

      —Me parece que más claras...

      —Si quisiera usted tomar en serio lo que yo le dijera...

      —¿Más aún de lo que me tiene ya dicho?

      —¡Muchísimo más!

      —¡Pues tendrá que oir!

      —¡Cosa buena, Solita!

      —Como de usted.

      —Ya se ve que sí.

      —Pues si usted lo asegura...

      —Ha de saber usted, Solita, que tengo un plan.

      —¿Ahora, de repente?

      —Hace días.

      —¿Y qué?

      —Que si quisiera usted conocerle...

      —Si me interesa en algo...

      —De punta á cabo.

      —Pues usted dirá.

      —Es algo extenso... ¿Va usted muy lejos?

      —Bastante.

      —En ese caso, andando hablaremos.

      —Como usted guste.

      —Pues vamos andando.

      Y á andar echan los dos, calle adelante, paso á paso, medio á obscuras cuando pasan cerca de un farol, y á obscuras por completo cuando de él se alejan, juntos, juntitos, y muy encorvado el uno sobre la otra, como la f sobre la i.

       . . . . . . . . . . . . . . .

      Una hora más tarde vuelve Gedeón á su posada, de la cual falta ya el único atractivo que para él tenía. ¡Considérese con qué ojos mirará ahora aquella guarida en que la necesidad le metió!

      Cuando entra en su gabinete, reina el silencio en la sala, aunque algún débil rayo de luz y tal cual carraspeo le indican muy pronto que hay gente en ella. La curiosidad le mueve á separar un poco una cortinilla de las vidrieras y á mirar lo que hay al otro lado. Alrededor de la mesa en que han comido, ve á los dos huéspedes y á sus amigos, con las cabezas en grupo y los cuerpos descoyuntados sobre las sillas. La luz está en medio de todos, y debajo de ella algo que Gedeón no puede ver; pero muy pronto llegan á su oído varias palabras, como juego, cargo, me retiro, entrés, etc., etc.

      —Vamos—piensa Gedeón,—lo que faltaba.

      Mas apenas lo ha pensado, cuando el grupo se deshace y se arma en la sala un vocerío tremendo; y sobre si muerto ó si vivo; sobre si el salto ó si el quiebro, en un instante suenan diez bofetones, tres botellazos y cincuenta blasfemias.

      Acude doña Ambrosia, llega Malambruno y viene el ingeniero en calzoncillos ¡que ya tiene que ver!; y mientras encarnizan más el combate queriendo apaciguarle, Gedeón recoge sus dispersos vestidos, empaqueta sus cachivaches, y sale después en busca de dos mozos de cordel.

      Cuando vuelve con ellos, déjalos á la puerta de la escalera; y notando que la tormenta ya no ruge, llama á doña Ambrosia.

      —¡Señora!—le dice.—¡Ésta es la casa de Tócame-Roque!

      —¡Más honrada y más decente que la que merece el muy descortés!—respóndele la pupilera, trémula de ira y con los ojos inyectados de sangre.

      —¡Esto es un burdel!—añade Gedeón, mirándola con una seriedad y una firmeza que la desesperan más.

      —¡Eso hubiera usted hecho de ella, á no ser yo quien soy, y á no velar, como velo, por la buena moral!

      —Que lo digan los de la sala.

      —¡Yo no puedo preverlo todo!

      —Pero debía usted no engañar á nadie, como me ha engañado á mí.

      —¡Cómo!...

      —Negándome que aquí se admite al primero que llega.

      —¡Y lo niego todavía! ¡Y sostengo que ésta no es casa de huéspedes!

      —En eso no miente usted, porque es cosa algo peor.

      —¡Caballero!

      —Porque lo soy me marcho... Ahí va lo que debo, y en paz.

      —Cuando usted guste.

      —Ahora mismo.

      —Naturalmente. Como se largó ella...

      —¡Señora!...

      —Bernabé y la ciega... No podía ser otra cosa... Estaban ustedes de acuerdo.

      Aquí Gedeón, temiendo dar un escándalo semejante al que acaba de presenciar, entre echar el telón abajo como dirían los de la sala, ó por el balcón á la pupilera, opta por lo primero, como lo más prudente, y manda entrar á las dos acémilas para que carguen con su equipaje.


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