Los enemigos de la mujer. Vicente Blasco Ibanez
Читать онлайн книгу.—¿Quiere usted beber algo mas?
Dió las gracias el cosaco en voz baja y Toledo lo vió de pronto despojarse de su larga levita con el pecho adornado de cartucheras. A continuación se quitó la camisa, quedando sin más que los pantalones y las altas botas. Luego se inclinó, y agarrando dos puñados de nieve, empezó á frotarse el tronco, un poco angosto, y los brazos nervudos.
El príncipe se estremeció de sorpresa y de frío, lo mismo que muchos de los espectadores. Pero consideraba indispensable imitar á este rudo adversario, para que las condiciones del combate fuesen iguales. Mientras se despojaba de la parte superior de su uniforme, se abrieron en la penumbra lunar del jardín las rojas estrellas de varias antorchas.
Don Marcos vió á los dos hombres frente á frente, desnudos de cintura arriba, brillándoles los bustos con la humedad de la reciente frotación, cimbreando en sus manos unos sables con filos de navaja de afeitar. «¡Adelante!» Alguien dirigía el combate.
«¡Pero esto es una barbaridad!—pensó el español—. Estos hombres son unos salvajes.»
No se atrevía á decirlo en voz alta porque era un coronel; pero toda su vida se acordó de esta escena.
Cruzaban sus sables, se esquivaban, se atacaban, el príncipe con paso firme, el otro con una agilidad felina. Toledo, viéndolos rojos, creyó que era un efecto de la luz de las antorchas. Al aproximarse á él en una de las evoluciones de su juego mortal, se dió cuenta de que estaban cubiertos de sangre. Sobre sus troncos se extendían unas casacas de púrpura partidas en harapos que temblaban con incesante chorreo. Sus brazos surgían blancos de esta vestidura caliente y húmeda. El príncipe llevaba la peor parte. Toledo lo vió de pronto con un profundo corte en la frente; luego creyó distinguir que una de sus orejas estaba medio despegada del cráneo. Aquel gato salvaje de las estepas se escurría bajo su sable. Nadie osaba intervenir; el duelo era sin misericordia, sin descanso, sin otra condición definida que la muerte de uno de los dos. Se confundían, formando un solo cuerpo erizado de relámpagos blancos en la penumbra de los árboles; se mostraban luego despegados y buscándose en el círculo de incendio de las antorchas.
Oyó de pronto el coronel un maullido de dolor, un alarido de pobre bestia sorprendida. Lubimoff era el único que estaba de pie. Con un golpe de punta había cortado la yugular á su adversario. Luego de permanecer inmóvil un segundo, lo abandonó la fuerza sobrehumana que le había sostenido hasta entonces, sintió caer de golpe sobre él todo el cansancio de la lucha, toda la pérdida de sangre de sus heridas, y se desplomó á su vez, pero en los brazos de varios amigos. No había un solo médico entre los espectadores: nadie había pensado en esto. Consideraban inútil su presencia en un encuentro que sólo podía terminar la muerte.
Todos los curiosos abandonaron el jardín siguiendo al desmayado príncipe. Sólo unos criados permanecieron junto al cuerpo del cosaco, tendido de bruces, viendo respetuosamente cómo se agitaban por última vez sus piernas, cómo se iba vaciando lentamente por el cuello, cómo se extendía una mancha negra en la nieve, que empezaba á azulear bajo la lividez del alba.
Este suceso tuvo gran resonancia en la corte, que ya se había ocupado muchas veces de las ruidosas aventuras del príncipe. Sus duelos, sus amores, sus escandalosas fiestas, irritaban al joven emperador, empeñado en moralizar las costumbres de sus allegados. En las reuniones aristocráticas volvieron á recordarse las extravagancias de la casi olvidada Nadina Lubimoff. El joven cosaco estaba emparentado con personajes influyentes y su muerte contribuía al descrédito total de la hermana.
Aún no había convalecido Miguel Fedor completamente de sus heridas, cuando recibió la orden de salir de Rusia. El zar lo desterraba por tiempo indefinido. Podía vivir en París al lado de su madre.
—Está bien, ya que respeta la fortuna del príncipe—dijo el coronel como único comentario.
Al llegar á París, Miguel Fedor se convenció de que la princesa estaba loca, cosa que sospechaba hacía tiempo al leer sus largas cartas. Sir Edwin había muerto en Inglaterra, tres años antes, casi repentinamente, á continuación de una derrota electoral. El palacio del barrio de Monceau había sufrido una transformación interior que representaba un gasto de millones. Su dueña dedicaba á esto todo su tiempo. Los salones árabes, persas, griegos ó chinos, cuya construcción y adorno habían hecho la fortuna de dos arquitectos y de varios comerciantes de antigüedades, acababan de desaparecer, esparciéndose cual residuos sin valor los muebles adquiridos en otro tiempo como piezas rarísimas. Aunque el palacio se mantenía lo mismo por fuera, á partir de la escalinata imitaba el interior de un castillo antiguo. No quedaba una ventana sin vidriera de colores, ni una pieza que no estuviese en una penumbra de bodega. Todo el gótico convencional inventado por los constructores modernos era empleado en esta restauración deseada por la princesa. Los tres pisos de un ala entera habían sido echados abajo para formar una nave de catedral.
Lubimoff vió á una mujer alta, enjuta, con las manos largas y transparentes, los ojos agrandados é inquietantes, que avanzaba hacia él. Iba vestida de negro, con mangas sueltas que casi barrían el suelo y un bonete blanco encañonado bajo los tules de luto. A pesar de que tenía un rosario en la muñeca y adoptaba al hablar una expresión de víctima, su hijo creyó ver á una cantante de ópera.
La expulsión del príncipe no le había causado extrañeza ni pena.
—Esos Romanoff nos han tenido siempre mala voluntad. No pueden olvidar á tu ilustre abuelo, que, según cuentan, le daba palizas á Catalina al pillarla con otros.
Su pensamiento volaba por encima de estas miserias terrenales. Ella, que nunca se había preocupado de las religiones, declaró á su hijo que ahora era católica. Prescindía, por considerarlos inútiles, de los actos públicos de conversión, pero debía adoptar esta creencia; lo exigía su nueva y definitiva personalidad.
—Tu padre lo aprueba. Hablo con el héroe muchas noches, y está contento de verme en el buen camino.
Miguel Fedor y el coronel se dieron cuenta, apenas llegados, de los extraños visitantes que frecuentaban el palacio. A los melenudos terroristas de otros tiempos habían sucedido numerosas echadoras de cartas, pitonisas, videntes y tétricos profesores de ciencias ocultas. Un velador modesto y viejo, que parecía haber subido solo de la habitación del portero, saltaba á todas horas, hablando por medio de sus patas, en el dormitorio de la princesa.
Un día se decidió ésta á comunicar á su hijo el gran secreto de su existencia. Al fin sabía quién era; las revelaciones de los espíritus le permitían conocer su verdadera personalidad. En una de sus muchas vidas anteriores había sido una reina desgraciada y hermosa; la mas «romántica» de las reinas. El alma de Nadina Lubimoff, princesa rusa, vivía ya siglos antes en el cuerpo de María Estuardo.
—Siempre sentí una predilección especial por la historia de la reina infeliz. Ahora me explico cómo al ver á sir Edwin en Londres me enamoré inmediatamente de él de un modo irresistible. Sus antepasados fueron escoceses.
Estas razones resultaban tan incontestables como todas las que habían guiado su existencia. Y para honrar el alma regia reencarnada en ella, cuya autenticidad reconocían todos sus visitantes misteriosos, quiso vivir como la decapitada soberana de Escocia, imitando sus vestidos tal como los había visto en los cuadros, convirtiendo su palacio en un castillo, comiendo á solas en vajillas antiguas los manjares que un profesor de Historia se encargaba de buscar en las viejas crónicas.
Rara vez entraba un carruaje en el patio de honor del palacio. La gran escalinata criaba musgo entre sus peldaños, mientras por la escalera de los proveedores subían diariamente aquellos profesionales del «más allá», mal vestidos y de aspecto inquietante, que explotaban á la princesa, generosa como una reina—lo que era—, á cambio de ayudarla en el manejo del velador y de evocar fantasmas históricos que movían los tapices, hacían caer los cuadros de las paredes, cambiaban los sillones de sitio y cometían otras diabluras pueriles para hacer constar su muda presencia.
Doña Mercedes evitaba las visitas á la princesa. Su sencillez de buena creyente la hacía sentir miedo por las reinas que duran siglos y por aquellos salones obscuros con muebles